“12 de enero. Otra reunión en la oficina… Me hablaron bastante ásperamente… También de Uriah Smith dijeron algo”.

            “20 de enero. Reuniones hoy de los ministros por causa de los que andan mal… Se tomaron votos de censura contra ‘varios”’.

            “21 de enero. La junta sigue en pos de los que andan mal”.

            “19 de febrero. Martha reprendida por causa de la fiesta de cumpleaños… Creo que es ahora o nunca cuando nos tocará a todos, especialmente a los que andamos mal”.[1]

            Así dicen algunas de las pocas anotaciones de principios de 1870 en el diario de Jorge Amadon, un interesante personaje en la historia adventista de mediados del siglo diecinueve. Es interesante notar que los presentimientos expresados en la anotación del 19 de febrero se convirtieron en realidad muy poco tiempo después, cuando Ama- don, impresor de la casa editora Review and Herald, fue desfraternizado de la iglesia de Battle Creek junto con otra asombrosa proporción de miembros de la congregación. “En tres meses la feligresía oficial de unos cuatrocientos se redujo a un número de apariencia apostólica: doce”.[2]

Las causas de la purga en Battle Creek

            Parece que se les aplicó esta disciplina a los miembros que no se mostraban muy entusiastas en cuanto a la adopción de ciertas reformas. Lo que más desconcierta cuando uno trata de analizar este notable rinconcito de la historia de Battle Creek es que todos, incluso los que eran moderados, cayeron bajo el escrutinio de un grupo de personas que creían sinceramente que estaban haciendo lo correcto al imponer sus reformas.

            Otra cosa que me sorprende acerca de esta viñeta histórica, es que las cosas por las cuales fueron juzgadas estas personas, aunque importantes, no eran cruciales en términos de los grandes principios de conducta básicos del adventismo o de la fe cristiana. Y, sin embargo, de alguna manera ocurrió que esta gente de Battle Creek le dio un peso inquisitorial seriamente desproporcionado con su verdadera importancia.

            Jacques Ellul observa, con excepcional agudeza, la tendencia que tienen algunas personas cristianas sinceras para hacer dominante en la iglesia lo que es secundario e incluso erróneo. “Todo lo que uno puede decir es que originalmente la enseñanza estaba casi completamente en armonía con la verdad de Dios… Casi, porque por alguna razón u otra, ya sea intelectual o espiritualmente, había una pequeña adición, una resbalosa interpretación, una elisión, un sobre énfasis acerca de un tema práctico; y, sin embargo, siempre muy cerca de la comprensión correcta del texto bíblico… En la evolución que sigue, es el error o elisión, es decir, el aspecto erróneo, el que logra el predominio. Cuando hay en el pensamiento teológico un elemento de error, un fragmento de ambigüedad, algún vestigio de lasitud o sincretismo, estas son las cosas que capturan la atención y se convierten en el foco de interés. Estas son las cosas que el pueblo cristiano ha retenido y preciado”.[3] Yo podría añadir que estas son las cosas que se usan muchas veces para medir la lealtad y la corrección teológica de nuestros prójimos. Es esta desproporción de las cosas y de la actitud la que dominaba en Battle Creek en 1870.

Una observación significativa

            Una observación más que se desprende del incidente de Battle Creek es todavía más significativa. Aunque las luchas, como las de Battle Creek, están claramente atadas a los asuntos teológicos, preposicionales o de comportamiento, las realidades subyacentes con frecuencia tienen más que ver con las actitudes espirituales y la dinámica personal de la situación. Es un deseo humano muy común en todos el de ser parte de un grupo de élite, el de los verdaderamente iniciados, uno de aquellos que de verdad “saben”. Una vez que este elitismo crece de tal forma que define la vida dentro de un grupo dado, no es más que natural para dicho grupo llevar las cosas un paso adelante. Esto es que, no satisfechos con su actual grado de singularidad, llegan a abogar, de una manera u otra, por la existencia de un remanente dentro del remanente, e incluso mucho más, de una élite dentro de la élite.

            Crear esta costra espiritual o teológica, es necesario para definir ciertos asuntos menores tan precisamente que únicamente los miembros del grupo selecto sean vistos como verdaderos creyentes. Una vez más, es la fastidiosa expresión de un aspecto relativamente oscuro de la enseñanza teológica (o de algún admirado maestro) la que se convierte en el criterio inquisitorial aplicado a todos. Aquellos que llegan a creer en él son susceptibles de convertirse en investigadores especialistas bien intencionados, aunque aterradoramente destructivos. Si ellos consideran que la fe una vez dada a los santos está significativamente amenazada, sea de donde sea, se hinca de inmediato el poste, y las posibilidades de que este tipo de actitud se lance a la acción suben desproporcionadamente. Este es el tipo de contexto que inspiró los horrores del Gólgota.

            Estas mismas dinámicas fueron parte de otra escaramuza eclesiástica de mayores consecuencias en Minneapolis, varios años después del incidente de Battle Creek. Una carta cándida y poderosa había sido enviada a un actor muy significativo en el ministerio en medio de esta última situación. En ella estaban escritas palabras de sabiduría poco común, que yo sé que mi alma necesita atesorar: “Usted no se puede permitir el lujo ni siquiera de albergar pensamientos faltos de bondad con respecto a ellos, mucho menos sentarse en el trono del juicio y censurar o condenar a sus hermanos… Si un hermano difiere de usted en algún punto de la verdad… no interprete mal sus palabras, ni las saque, de su verdadero significado… No lo presente delante de otros como herético, cuando no ha investigado con él su posición, tomando la Escritura texto por texto en el espíritu de Cristo para mostrarle lo que es la verdad. Usted en realidad no conoce la evidencia que él tiene para fundar su fe, y no puede definir claramente ni siquiera su propia posición. Tome su Biblia, y con espíritu bondadoso pese cada argumento que él presenta, y muéstrele por la Escritura si está en el error. Cuando haga esto sin sentimientos faltos de bondad, no hará más que aquello que es su deber y el deber de todo ministro de Jesucristo”.[4]

            Aquí está identificado un “deber” profundamente significativo para nosotros, en medio de lo que experimentamos tan frecuentemente en nuestro mundo y en nuestra iglesia. No hay ninguna duda de que estamos rodeados de asuntos que deben corregirse y esto merece el impacto total de nuestro valor cristiano. Pero que Dios me conceda la sabiduría para discernir lo que es en realidad sustantivo y lo que no lo es. Y cuando me adelante a corregir, que lo haga en el “espíritu de Cristo”, “con un espíritu bondadoso”, “texto por texto”, y quizá con lágrimas en mis ojos.[5]


Referencias:

[1] Milton Raymond Hook, Flames Over Battle Creek (Washington, D.C.: Review and Herald Pub. Assn., 1977), pág. 62.

[2] Ibíd.

[3] Jacques Ellul, The Subversión of Christianity (Grand Rapids, Mich.: William B. Eerdmans Pub. Co., 1986), págs. 19, 20.

[4] Elena G. de White, a G. I. Butler, 14 de octubre de 1888, en The Ellen G. White 1888 Materials, tomo 1, pág. 98.

[5]Elena G. de White, El camino a Cristo, pág. 12.