Una sinopsis general de las enseñanzas de Elena de White sobre la justificación y la santificación

            Elena de White escribe acerca de la salvación en formas muy bellas. Pero hay una dinámica y equilibrio irreductibles en su enseñanza acerca de la salvación: su comprensión de la doctrina y experiencia práctica de la justificación por la fe.

            Si bien es cierto que ella escribe a menudo acerca de la santificación, esa verdad jamás podrá comprenderse ni experimentarse perfectamente si no se comprenden sus enseñanzas acerca de la justificación por la fe. Aun cuando el tema de la perfección ha sido más controvertido que el de la justificación, el significado que ella le da a la justificación tendrá un impacto decisivo sobre la definición final que se le dé a la perfección.

            La doctrina de la justificación por la fe da lugar a interpretaciones distorsionadas, pero lo más impresionante acerca de las exposiciones de Elena de White acerca de este tema es el delicado equilibrio que mantiene. Elena de White enseñó una doctrina poderosamente objetiva de la justificación, pero que no tolera una actitud voluntaria, fácil y premeditada hacia el pecado, del tipo “no puede ser tan malo”.

Justificación y 1888

            Una de las mejores maneras de demostrar el equilibrio y la naturaleza fundamental de las enseñanzas de Elena de White sobre la justificación es comparar su desarrollo doctrinal antes y después del año crítico de 1888.

            En sus exposiciones anteriores, su principal preocupación era evitar las implicaciones de la “gracia barata”, tan común en las enseñanzas de mediados del siglo diecinueve acerca de la justificación. Esta preocupación era tan poderosa que parecía preludiar cualquier expresión positiva del papel que la justificación debía tener en la experiencia cristiana. Por tanto, escribió: “La fe jamás le salvará a menos que esté justificada por las obras”.[1]

            En la década de 1870, Elena de White comenzó un esfuerzo más concertado para expresar positivamente lo que constituían los fundamentos básicos de la justificación por la fe.

            Probablemente lo que contribuyó en forma más original para que Elena de White comprendiera mejor la justificación, surgió de su convicción de que Cristo es el Sumo Sacerdote que intercede eternamente en favor del creyente. Los siguientes cuatro conceptos están estrechamente relacionados entre sí, y los he agrupado como “el cuarteto intercesorio” En el pensamiento del ministerio intercesor de Cristo está siempre ligado a sus “méritos”. De este modo, el concepto de los méritos de Cristo subyace en cada uno de los siguientes conceptos. De 1870 en adelante hubo una verdadera avalancha de declaraciones al exponer el tema de que sólo los “méritos” de Cristo podían proveer la base de la salvación, no las obras de obediencia (incluyendo los éxitos santificados del creyente).

  1. Los méritos de Cristo hacen aceptable la obediencia. Este concepto se erigió sobre la base de la convicción de que todas las buenas obras (incluyendo las de los creyentes) están contaminadas de pecado y necesitan que se les apliquen los méritos objetivos de Jesús para que sean aceptables. Semejante cómputo se consideraba, para los penitentes creyentes, como una constante necesidad para el equilibrio de sus vidas.[2]
  2. Los méritos de Cristo suplen las “deficiencias”. Estrechamente relacionadas con el concepto de que Jesús está Ínter-cediendo constantemente por los creyentes gracias a sus méritos, están las tres expresiones de las necesidades de los pecadores:

            a. Como se mencionó arriba, incluso las buenas cosas que hacen los pecadores están             contaminadas por la naturaleza pecaminosa.

            b. Su actuación siempre está teñida de “deficiencias” y fracasos.

            c. Ello, no obstante, Cristo intercede misericordiosamente por todos; aunque él      intercede únicamente por aquellos que tienen una actitud correcta hacia su     pecaminosidad, deficiencias y errores.[3]

            El asunto clave aquí no es alguna actuación antisépticamente perfecta, sino la fe germina en la que el Intercesor pide perfecta lealtad. [4]

  • Contrarrestando las burlescas acusaciones de Satanás. Elena de White vislumbra la misericordiosa intercesión de Cristo, con sus poderosos méritos, como si pusiera a los cristianos sobre un lugar ventajoso, capacitando a los despojados creyentes para que admitan su indignidad y dotándolos de poder para desafiar las burlas de Satanás sobre la base de la aceptación de sus méritos a través de la fe. Ellaemplea este concepto en su exposición de Zacarías 3, donde a través de Cristo se dota de poder a Josué para que desafíe a Satanás.[5]
  • La disposición de Dios a perdonar. Si bien los tres puntos precedentes afirman la actitud apropiada de los creyentes, el cuarto destaca la actitud de Dios.

            En el importante congreso de la Asociación General celebrado en 1883 en Battle Creek, Elena de White trató de animar a “muchos desalentados” con el pensamiento de que a pesar de los “errores” que “contristaban su Espíritu”, cuando los pecadores se “arrepienten y vienen a él con corazones contritos, él no los echará fuera”. Ella alentó a los penitentes a no esperar hasta que se hubieran reformado, sino que los urgió a “venir a él tal como somos: pecadores, desamparados, dependientes”.[6]

Las expresiones después de 1888

            La estrecha relación que existe entre la ley y el evangelio, la fe y las obras, y la expresión de que los pecadores son “salvados de sus pecados, no en sus pecados”, continuó con fuerza creciente durante los críticos años que siguieron a 1888.  Esta era fue testigo de las más vigorosas proclamaciones y explicaciones de la justificación. Aun cuando la justificación estaba ahora recibiendo su más poderosa expresión, (1) el núcleo de su doctrina básica no había cambiado, aunque significativamente se había aclarado más, y (2) el notable equilibrio justificación/santificación continuó.

El siguiente cuarteto de ideas surgió del énfasis que hizo Elena de White sobre la intercesión sumo sacerdotal de Cristo, se reveló de la siguiente manera y constituyó el corazón de su mensaje de 1888:

  1. Los méritos de Cristo hacen aceptable la obediencia. Elena de White no sólo repite la expresión de que los méritos de Cristo hacen que los esfuerzos del creyente por guardar la ley sean aceptables para Dios, sino que también la clarifica para dar un énfasis aún mayor a la justificación objetiva. Ella no sólo habló de los méritos de Cristo que hacían sus esfuerzos aceptables, explícitamente llamó a estos méritos “su perfección”.

            Consideremos esta declaración: “Cuando él ve a los hombres levantar las cargas, tratando de llevarlas en humildad de corazón, con desconfianza en el yo y con confianza en él, los defectos (de los pecadores) son cubiertos por la perfección y plenitud del Señor nuestra justicia”. Esos creyentes humildes son “considerados por el Padre con compasivo y tierno amor; él los considera como hijos obedientes, y la justicia de Cristo les es imputada”.[7]

            En el importante manuscrito 36 de 1890, Elena de White habló de la “total indignidad de los méritos de las criaturas para pagar el precio de la vida eterna”. No está totalmente claro a partir del contextosi esto se refiere a los presentes esfuerzos de los creyentes, pero la fuerte implicación es que esto era lo que ella tenía en mente.

            Ella se refirió al “fervor en el trabajo el intenso afecto, realizaciones intelectualeselevadas y nobles, amplitud de entendimiento y la más profunda humildad” como necesitados de ponerse sobre el fuego de la justicia de Cristo para limpiarlos de su olor terrenal antes que se eleve como una nube de incienso de fragante olor ante el gran Jehová.[8] Es importante notar que no sólo los “defectos” y “pecados” de los creyentes son cubiertos, sino también sus oraciones necesitan hacerse “aceptables”.[9]

            Al expresar estas realidades partícula res, Elena de White dio, probablemente, su más admirable descripción de la justificación objetiva. Ella describe a los pecadores como haciendo exteriormente lo correcto, mientras que sus acciones todavía están bajo la desesperada necesidad del precioso incienso de Cristo: “sus propios méritos”. Esta justificación es objetiva en el sentido de que su poder depende de lo que Cristo hace en el cielo, no de lo que ocurre subjetivamente en los creyentes. Lo que ocurre en ellos es bueno y totalmente necesario, pero sin los méritos objetivos de Cristo nunca será lo suficientemente bueno.

  • Los méritos de Cristo suplen las deficiencias de los creyentes. Ya hemos visto ejemplos de lo que llamo expresiones que forman una red de seguridad: aun cuando los creyentes pecan después de haber sido perdonados, sus oraciones pidiendo perdón están perfumadas con la “fragancia” del “incienso de sus propios méritos” [de Cristo]. Con el poder de los méritos de Cristo ofrecidos en favor de los pecaminosos, deficientes, pero penitentes y leales hijos de Dios, sus “inevitables deficiencias” son suplidas por la justicia imputada de Cristo.[10]

            Elena de White continuó en ese período dando expresión, tanto al tema estrechamente relacionado de las deficiencias que necesitan ser suplidas, como al perdón de los pecados cometidos por los leales, aunque falibles, creyentes que necesitan ser perdonados. Pero la fuerza de las expresiones de la señora White se incrementó con la declaración de que estas deficiencias son “inevitables”, término calificador que no hallamos durante la era anterior a 1888. Además, ella se refirió a los méritos que los seres humanos tratarían de producir, no sólo como un mérito, sino como “méritos de la criatura”: una expresión notablemente negativa.

            La expresión “inevitables deficiencias” necesita un comentario más amplio. Elena de White complementó esta expresión con otros notables términos y frases:

            “Su perfecta santidad expía nuestras imperfecciones. Cuando nosotros hacemos lo mejor, él se convierte en nuestra justicia”.[11] “Los defectos del pecador son cubiertos por la perfección y plenitud del Señor, nuestra justicia”, y ellos son considerados como “hijos obedientes”.[12] “Cuando somos vestidos con la justicia de Cristo, no tendremos gusto por el pecado”. Tales creyentes “cometen errores”, pero ellos “odiarán el pecado que causó los sufrimientos del Hijo de Dios”.[13] “Si a través de las múltiples tentaciones somos sorprendidos o engañados para pecar, él no se aparta de nosotros ni nos deja para que perezcamos. No, no, nuestro Salvador no es así”.[14]

            La fuerza colectiva de estas expresiones ciertamente vislumbra una tranquilizadora “red de seguridad” en vista de la realidad del fracaso humano. Es también una expresión inequívoca y poderosa de la justificación objetiva. También deberíamos hacer notar que la frase, “inevitables deficiencias”, demanda una consideración especial por su contribución a cualquier definición final de lo que Elena de White quiere decir cuando habla de “perfección”.

  • Frenar las escarnecedoras acusaciones de Satanás. Elena de White encuentra en el dramático diálogo entre el atormentado pecador y el sarcástico demonio (Zac. 3) una marcada aplicación de un amortiguador justificacionista contra los fracasos humanos: “Jesús es perfecto. La justicia de Cristo les es acreditada a ellos, y él dirá: ‘quitadle las vestiduras viles y vestidlo de ropas de gala’. Jesús compensa nuestras inevitables deficiencias”.[15]

            Note que este uso de Zacarías 3 se hace en relación con el pensamiento de que la justicia imputada de Cristo suple “nuestras inevitables deficiencias”. Además, Elena de White sitúa este diálogo a lo menos dos veces en el contexto del ministerio de Jesús en el Lugar Santísimo, conectándolo así íntimamente con el juicio investigador: “Satanás lo acusará a usted de ser un gran pecador, y usted debe admitir que así es, pero puede decir: ‘sé que soy un pecador, y esa es la razón por la cual necesito un Salvador. Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores”.[16] Cuatro párrafos más adelante en el mismo artículo declara: “Jesús se encuentra en el lugar santísimo ahora, para aparecer ante la presencia de Dios por nosotros. Allí no cesa de presentar a su pueblo momento tras momento, como completo en él mismo”.[17] Esta declaración presenta, ciertamente. la obra de Cristo en el lugar santísimo como ocupado en la justificación objetiva, una justificación que debe ser constantemente ministrada a su defectuoso pueblo, que es “presentado momento tras momento” como “completo en él mismo”.[18]

  • La disposición de Dios a perdonar. La expresión de la disposición de Dios a perdonar continuó en gran medida como había sido en la era anterior, con poco desarrollo.

            La suma total de estas cuatro expresiones críticas con respecto al ministerio intercesor de Cristo es que los creyentes necesitan justificación objetiva todo el tiempo a lo largo de toda su experiencia. La justificación siempre corre en forma paralela hacia, o consecuentemente con, la santificación.

            Los creyentes deben mirar constantemente a Jesús como la fuente única y objetiva de sus méritos. Simplemente no hay etapa alguna de desarrollo en la experiencia cristiana del creyente en la cual pueda comenzar a poner la mira en sí mismo o en cualquier cosa que hagan como suficiente para presentarlo delante de Dios.

Las sobrias y prácticas implicaciones

            Parece que ignorar estos conceptos, inherentes en la intercesión de Cristo en el cielo, conduce inevitablemente a una tendencia a destruir la justificación en la santificación. Tal tendencia nos conduce inexorablemente a la idea de producir los frutos de la obediencia santificada como méritos para que el creyente pueda ser acepto delante de Dios. El peligro latente en una tendencia tal sería volver al creyente a la severa esclavitud espiritual que Juan Wesley experimentó antes de comprender claramente la relación entre la justificación y la santificación. Fue hasta cuando se dio cuenta que sus mejores obras carecían de mérito, que halló la victoria real sobre el pecado: “Siguió llevando una vida de abnegación y rigor, ya no como base sino como resultado de la fe; no como raíz sino como fruto de la santidad”.[19]

            Si es cierto que el fruto santificado de la obediencia llega a ser el terreno o la base de nuestra aceptación delante de Dios; surge inmediatamente la pregunta: ¿Cuánta obediencia se necesitaría para que los hijos de Dios se sintieran seguros de que son aceptos? La respuesta a esta pregunta se vuelve especialmente aguda cuando recordamos la profunda declaración de Elena de White: “Cuanto más cerca estéis de Jesús, más imperfectos os reconoceréis”.[20] Para el santo verdaderamente espiritual, la seguridad basada en el mero crecimiento espiritual es un horizonte que retrocede constantemente. ¿Cómo podríamos tener la seguridad de la aceptación y el perdón de Cristo si dicha seguridad se basara parcialmente en lo que Cristo hace a través de, o en nosotros, con exclusión de lo que él es para nosotros?

            ¿No es más correcto según la Biblia y Elena de White decir que la fe y la confianza del cristiano están basadas en el conocimiento de que Cristo nos considera aceptos sobre la base de lo que él ha hecho (en su vida y en su muerte expiatoria) y lo que está haciendo ahora en su intercesión sumo sacerdotal al consideramos constantemente perfectos por la fe en los méritos de su justicia objetiva?

            Si vemos cualquier otra cosa, como por ejemplo nuestra obediencia, como la base de nuestra aceptación ante Dios, basta eso para abrir sutilmente la puerta a la autodependencia y la justificación propia. Nosotros somos siempre menos justos de lo que pensamos que somos. Si tengo que mirar a lo que hago para tener seguridad, estoy abierto, no sólo a un craso estado de autoengaño, sino también a una sutil tentación a concentrarme en mi pecaminoso “yo”, y no en el Cristo impecable.

¿Qué en cuanto a la santificación?

            Es claro que la comprensión que Elena de White tiene de la justificación por la fe tenía casi todos los elementos legales u objetivamente forenses por los que los reformadores del siglo dieciséis, Martín Lutero y Juan Calvino, luchaban. Sin embargo, ella no queda atrapada en las implicaciones de la “gracia barata”, a causa de su claro énfasis wesleyano en el hecho de que la verdadera fe salvadora producirá también frutos santificados que vindican y confirman la raíz justificadora. Sus presentaciones sobre la salvación fueron una fiesta que contenía todas las delicias redentoras que tanto las tradiciones luteranas como wesleyanas habían buscado ansiosamente, con muy pequeñas insatisfacciones por lo que ambas tendían a ignorar.

            Una experiencia tal se conserva sólo cuando se mantiene la fidelidad a Cristo. Simplemente no tendremos a Jesús como nuestro Salvador justificador a menos que lo tengamos como nuestro Señor santificador. Es en este lado del equilibrio donde los defensores de la justificación por lo general necesitan enfocarse y reflexionar con una mayor intensidad, mientras que los abogados de la santificación necesitan concentrarse en las maravillas de los méritos de Cristo que se nos acreditan aparte de cualquier comportamiento de nuestra parte.

Resumen

            Al parecer, la mejor manera de resumir el punto de vista equilibrado de Elena de White sobre la fe, los méritos y la obediencia, es decir:

            Los creyentes son justificados evidencialmente por las obras de la obediencia. Pero sólo pueden ser justificados meritoriamente a través de la fe en la vida perfecta y en la muerte expiatoria de Cristo, que nos acredita por su constante intercesión. Los pecadores se salvan en experiencia por la fe, en mérito por la gracia de Cristo que se nos acredita, y la obediencia es la esencial evidencia de la aceptación por fe de los preciosos méritos de Cristo.

Sobre el autor: Ph.D., es profesor de religión, Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan.


Referencias:

[1] Elena G. de White, Testimonies for the Church (Mountain View, Calif.: Pacific Press Publishing Association, 1948), tomo 2, pág. 159- Todas las referencias subsiguientes son de los escritos de Elena G. de White.

[2] Review and Herald, 5 de octubre de 1886.

[3] Youth’s instructor, 14 de mayo de 1884, y en Review and Herald, 22 de noviembre de 1884.

[4] Testimonies, tomo 5, págs. 474, 475.

[5] Id., pág. 472.

[6] Review and Herald, 15 y 22 de abril de 1884.

[7] The Ellen White 1888 Materials (Washington, D. C.: Ellen G. White Estate, 1987), tomo 1, pág. 402; y In Heavenly Places (Washington, D. C.: Review and Herald, 1967), pág. 23.

[8] Fe y obras. pág. 24

[9] En Review and Herald, del 1 de marzo de 1892; este tema recibiría subsecuentemente su más claro tratamiento en In Heavenly Places, pág. 79, y Mensajes selectos (Washington, D. C.: Review and Herald Pub. Assn.), tomo 1, pág. 344.

[10] Mensajes selectos, tomo 3, pág. 222,223.

[11] The Ellen White 1888 Materials (Washington, D. C.: Ellen G. White Estate, 1980), tomo 1, pág. 242.

[12] Id., pág. 242.

[13] Review and Herald, 18 de marzo de 1890.

[14] Ibíd., 1 de septiembre de 1891.

[15] Mensajes selectos, tomo 3, págs. 222, 223.

[16] Signs of the Times, 4 de julio de 1892

[17] Ibíd.

[18] Cf. The Ellen White 1888 Materials, tomo 2, págs. 868.869.

[19] Véase. El conflicto de los siglos. pág 299.

[20] El camino a Cristo, pág. 64.