Dios sabe cuánto puede hacer la esposa del pastor por la familia y por la iglesia. Sabe que es una persona muy especial.

Cuando nacemos, todos recibimos un nombre: María, Juan, José, Larissa, Pablo, Francisca; el que sea. No lo escogemos y nadie nos consulta al respecto; no opinamos si nos gustaba o no, ni lo podíamos decir tampoco. Pero tenemos que pasar la vida entera con ese nombre. Para muchos, representa una expresión de su propio yo, de lo que son; su identidad. Cargamos con esa identidad toda la vida, mientras vivimos situaciones y experiencias de lo más diversas, tomando decisiones en cuanto a nuestra profesión y a nuestra condición social que terminan, de cierta manera, modificando aquella.

Un ejemplo de esto es la elección del cónyuge. Llegamos al altar embargadas de sueños y con la expectativa de ser felices para siempre. Cuando nos casamos con un pastor, las expectativas y los sueños no son diferentes de esto; pero algo sucede con nuestra identidad. En general, dejamos de ser Elena, María o Julia, y pasamos a ser “la esposa del pastor…” “¿Ve a esa hermana? Es la esposa del pastor”, dice la gente. ¿Cómo nos sentimos? ¿Cómo entendemos y cómo recibimos esta nueva identidad? ¿Dónde quedó nuestro nombre?

Muchas esposas de pastores ya se plantearon preguntas semejantes. Pero hay otra cuestión que debemos responder: ¿cómo construimos nuestra propia identidad? A continuación, presentamos algunos factores que nos ayudarán a responder esta pregunta, como también a resolver los conflictos que provoca una crisis de identidad.

  • No soy solo apariencia. Entiendo las exigencias del mundo actual, trato de vivir con seguridad y amo lo que hago.
  • Amo a Dios sobre todas las cosas, y a mis familiares y a mis semejantes como a mí misma.
  • Tengo un corazón feliz, que es generoso no por obligación, sino porque soy hija de Dios.
  • Acepto que he sido creada a imagen y semejanza del Dios vivo, aparte del cargo o la función que desempeñe mi esposo.
  • Trato de crecer cada día en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Para lograrlo, debemos pasar tiempo con Dios; y solo en la comunión diaria con él descubrimos quiénes somos.
  • Cuido a mi esposo, y por supuesto me gusta cuidar de los demás. Esta disposición nos ayuda a comprender nuestra propia existencia y la del prójimo.
  • Mi meta diaria consiste en lograr que la gente se sienta mejor cada vez que se encuentra conmigo. La vida es un largo camino que no siempre está cubierto de pétalos de rosas, pero nuestra presencia puede cambiar las cosas.
  • Nunca me exijo demasiado. Todos los seres humanos tenemos limitaciones, y ninguna de nosotras es diferente en esto. Cuando decimos “No” algunas veces, solo estamos demostrando que no somos infalibles ni sobrenaturales; sabemos perfectamente hasta dónde podemos llegar.
  • Cuando usted y yo promovemos el bienestar de la gente que Dios pone en nuestro camino, solo estamos glorificando al Señor que nos sirvió hasta la misma muerte. Esa disposición al servicio confirma nuestra identidad cristiana.
  • Dios nos asigna mucho valor. Sabe cuánto puede hacer la mujer, esposa y madre, en beneficio del hogar y de la iglesia. Usted es especial. No es un simple objeto, sino un ser capaz de pensar, elegir y ser feliz. Necesitamos creer en esta singularidad, y vivir por nosotras mismas ese amor incondicional. Entonces, viviremos para los que nos rodean.

Al reconocer que somos únicas y especiales, sabiendo a ciencia cierta quiénes somos, una nueva luz irradiará en nuestra alma y la paz de Cristo llenará nuestras vidas. Alimente esta convicción. Construyamos nuestra identidad fundamentándola en el servicio, la generosidad y la comunión. Por encima de lodo, fundémosla en el amor que libera, santifica y transforma, a fin de que seamos nosotras mismas, hijas de Dios, elegidas para llevar a cabo una noble misión; llamadas para servir.

Sobre la autora: Directora de Ministerios de la Mujer en la Asociación de Santa Catarina, Rep. del Brasil.