No todos pueden llegar a ser pastores de éxito. Pese a la importancia que tienen la eficiencia, la aptitud para los negocios y la capacidad de organización, éstas no son las cualidades esenciales que forman el verdadero pastor. Este necesita poseer, sobre todo, poder espiritual, simpatía humana y tacto piadoso. Esta última cualidad se ha definido como sigue:
“Tacto es amor.
“Tacto es amar al vecino como a uno mismo.
“Tacto es la regla de oro.
“Tacto es demostrar gran sensibilidad por los semejantes.
“Tacto es preguntarse de continuo: “¿Cómo reaccionaría yo si esto me lo hubieran dicho a mí?”
“Tacto es situarse en el lugar de los hermanos.
“Tacto es escuchar.
“Tacto es hacer sentir a otro que sus problemas también son importantes para uno.
“El tacto nunca ofende.
“Tacto es delicadeza.
“Tacto es humildad.
“Tacto es amor.”
En Jesús se encarnaban la esencia del tacto, la simpatía y el amor abnegado. El profeta escribió acerca de Jesús: “No voceará ni alzará su voz, ni la hará oír por las calles: no quebrará la caña cascada, ni apagará el pabilo que aún humea: por medio de la verdad sacará justicia.” (Isa. 42:2, 3, V. M.) El era el pastor ideal, el verdadero pastor, que sabía dar su vida por las ovejas. Contempló a los hombres y las mujeres no como eran en la realidad, sino como podían ser mediante el poder de la gracia redentora. Esto elevaba su pensamiento por encima de los intereses parciales y de las maniobras políticas. Si alguna vez las circunstancias ofrecían algún favoritismo, lo reservaba para el más necesitado de sus oyentes. Alguien ha dicho: “La aristocracia de la mente trata al duque y al lavador de platos con la misma consideración—a los dos como al duque, aunque, como habría hecho Jesús, inclinándose un poquito a favor del lavador de platos.”
Las parábolas más reveladoras de nuestro Señor son las que destacan la tremenda verdad de que es posible que alguno pertenezca a la iglesia, pero no al reino de Dios. Y no sólo esto, porque podría suceder que alguno ocupara puestos de responsabilidad dentro de la organización, y de todas maneras careciera de esa comunión que constituye el corazón mismo del reino del Señor. El fariseo que fué al templo para orar vivía su vida de tal manera concentrada en sí mismo—estaba tan satisfecho con las cosas en general—que no sentía la necesidad de estar en comunión con Dios. De manera que “oraba consigo.” Aún no estaba dentro del reino de los cielos, aunque estaba lleno de buenas obras. El publicano, con humildad contrastante, simplemente pedía misericordia. Pero “descendió a su casa justificado.”
El alcance que tiene este relato causa angustia, y sin embargo podemos aplicarlo a todos nosotros como obreros del Señor. El reino de Dios no se encuentra en la comida y en la bebida, ni en la organización, las finanzas o las realizaciones. Está en la “justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo.” La obra del pastor consiste en vigorizar el compañerismo cristiano y la comunión con Dios. Y hoy se necesitan con urgencia hombres que hagan esto. La mayor necesidad que existe en la obra de los pastores evangelistas.