Cuesta mucho criar un hijo. Cuesta dinero, esfuerzo, dedicación y oración. Nos cuesta a todos: padres, maestros, iglesia. Pero no hay mejor inversión en este mundo que la que hacemos con nuestros hijos.
Últimamente se ha despertado un marcado interés por conocer el costo material de un hijo. Así, y con motivo de la iniciación del año escolar, muchos periódicos y revistas generales y especializadas se dedicaron, en un asombroso esfuerzo periodístico, a averiguar, por todos los medios técnicos y sociales de sondeo, a cuánto asciende el costo de un hijo desde que nace hasta los catorce años.
Se puso el énfasis en los costos escolares y así se recorrieron todos los tipos de escuelas, todos los niveles e instrumentos exigidos para esa escolarización: ropa, libros, equipo, transporte, deporte, etc. Las respuestas fueron diversas según los sectores socioeconómicos, llegando algunas publicaciones a hablar de impresionantes sumas millonarias.
La conclusión, un tanto decepcionante, es que tanto el interés como los baremos usados estaban centrados sólo en el costo económico y pocos reflexionaban sobre cuál era el valor real de un niño.
Valor inmediato o trascendente
¿Acaso los padres y maestros ignoran las inversiones que se hacen con un hijo, en esfuerzo, en ilusiones, en cuidados, en preocupaciones, en afecto, en esperanzas… además de las económicas?
¿Qué costo tiene el criarlo vigoroso, alegre, pacífico, responsable, respetuoso, espiritual? ¿O es que no se ha invertido nada en ello?
Creo que está muy bien invertir dinero en escuelas, maestros, libros, equipos, transporte escolar, comedor, gimnasio, etc., mientras dure su escolaridad, siempre que ésta rinda resultados concretos para la persona y para la sociedad y no sea un objeto más de la manipulación de los intereses subterráneos de turno. Pero ¿quién es el responsable de presupuestar y conducir la “gestión” de la real inversión que un niño requiere en un desarrollo integral, armonioso y trascendente?
A la hora de la reflexión y de la seria realización, ¿qué valores deben tener en cuenta sus padres y todos los responsables de la crianza y formación de un niño?
¿Se cuestionan hoy las familias y los colegios la importancia que tiene una buena salud psicofísica de los niños? ¿Se tiene en cuenta en los presupuestos familiares y escolares la inversión justa en una buena alimentación? ¿O sólo es cuestión de llenar el estómago o complacer el apetito por unas pocas monedas? Y así podríamos extender este cuestionario a todos los factores que contribuyen a desarrollar un niño vigoroso, fuerte y sano.
En el mundo de hoy hay una preocupación dominante cuando se ve a la juventud, a los adolescentes y aun a los niños, envueltos en un torbellino de pasiones, rivalidades y agresiones de todo tipo. ¿Estamos educando a nuestros niños dentro de un modelo social que contribuya a la convivencia amable y al diálogo constructivo?
Sin duda alguna, los valores sociales están siendo descuidados por los programas educativos familiares, escolares y comunitarios. Puede ser que la loca carrera “monetarista”, que domina todos los sectores, ofrezca cierta inconsciencia a la hora de invertir en el auténtico desarrollo social de un niño.
Tanto en los hogares como en los colegios, y otras instituciones formadoras de la personalidad y de la cultura de un niño, la inversión superflua o caprichosa a veces reemplaza a la fundamental e imprescindible para la adquisición de esos valores sociales que preparan a un ser humano capaz de controlar con equilibrio, prudencia y sabiduría un mundo difícil.
A la apreciación del valor de un hijo habría que agregar una buena cantidad de recursos económicos, técnicos y humanos, y proveer para su joven vida modelos personales, instalaciones adecuadas, música, libros, películas, revistas y técnicas de participación, de orientación y de creación, de modo que el niño llegue a convertirse en un adulto de gran calidad y capacidad social.
Muy vinculados a los valores sociales están los psicológicos, pues estos inciden condicionando tanto la conducta externa de los individuos como regulando la vida interior.
Hasta hace pocas décadas la medicina psicosomática -en forma específica la psiquiatría- no se preocupaba demasiado del “paciente infantil”. Pero con el aumento de las enfermedades nerviosas, las irregularidades de conducta y de aprendizaje de los niños, la pediatría general no puede soslayar este capítulo, y cada vez es mayor la intervención del psiquiatra infantil.
Pero ¿quiénes son los responsables de este desajuste neurótico? Quizá convenga atisbar rápidamente en el programa diario de un niño tanto en su casa como en el colegio o en la sociedad.
¿Descansa bien y lo suficiente? Sus comidas y bebidas (no hablo de las “drogas enmascaradas”), ¿contribuyen a fortalecer su sistema nervioso sometido al estrés moderno? Las relaciones familiares, ¿contienen la necesaria cuota de afectividad, compañía, comprensión, responsabilidad, autoridad? ¿El colegio es canal de ilusión para su formación futura o es un condicionamiento forzoso, cuando no amenazante? Los programas radiofónicos, televisivos, musicales, literarios, deportivos, etc., ¿contribuyen a profundizar una vida interior rica en matices de pureza, servicio abnegado y confianza, que alejen de su conciencia el aguijón del sentimiento de culpa?
La respuesta a los interrogantes precedentes debiera llevarlos a replantear la inversión de recursos en esos bienes que tanto necesitan nuestros niños y jóvenes, para enfrentar en forma solvente el inquietante bombardeo de una civilización alienada por la inseguridad en todos los órdenes.
Lo mismo ocurre con la consecución de otros valores como los intelectuales, morales y espirituales -de tanta o más importancia que los anteriores-, y que requieren un replanteamiento serio y urgente de quienes en distintos niveles tienen la delicada misión de intervenir mucho, bien y oportunamente en los auténticos valores que harán de un niño un ser humano sano, seguro, capaz, fraterno y espiritual.
Algunas reflexiones críticas
Cabe entonces preguntarse con seria reflexión: ¿Qué representa para la sociedad actual un niño? Para buena parte del comercio representa, junto con el adolescente, un filón importante en sus ventas, porque es fácil de influenciar y de persuadir. Para los medios de expresión social, un oyente dócil y asiduo que absorbe con increíble capacidad de sugestión y retención, sin crítica madura a causa de su inexperiencia, cualquier programa o mensaje de hojarascas, o peor a veces, con gérmenes de ideologías materialistas y ateas.
Para muchas escuelas, el niño representa al hombre del futuro, el “modelo” de una sociedad desarrollada, altamente tecnificada y desgraciadamente deshumanizada.
No pocos maestros sienten ansiedad por adiestrar las facultades del niño para que pueda insertarse con éxito en este mundo competitivo y exigente, donde la ciencia y la técnica marcan las pautas de un teórico bienestar, muchas veces ideal, irónico, frente a la despiadada marginación de los que sufren o de las crueles discriminaciones de los que no “producen” (según baremos materialistas), y en actitudes cada vez más agresivas, por no decir bélicas, en defensa de lo que conciben como paz y progreso.
Los programas escolares que tienen la “debilidad” de enfatizar el desarrollo armonioso de la personalidad del niño, deteniéndose en su salud psicofísica y en el desarrollo de sus dimensiones afectiva, social y moral, y sobre todo espiritual, son considerados desfasados o “tercermundistas”, porque no consumen la mayor parte de los recursos en preparar “genios calculadores” de una alocada carrera de “superación del uno al otro” y, de esa manera el fantasma de Niezstche, con un nuevo “superhombre tecnológico”, arrebate los sueños lúdicros y las sonrisas ingenuas de las almas infantiles.
Para un buen número de padres, los niños representan proyecciones egoístas -conscientes o inconscientes-, cuando no rechazos o interferencias en sus vidas privadas de hombres dentro de una sociedad de “moral libre”, y que no es más que una máscara de su inestabilidad y a veces de su contaminación espiritual. Hay padres para quienes sus hijos representan graciosos muñecos, fáciles de manejar, vestir, exhibir; por eso los cuidan con una irracional sobreprotección. Para otros, los hijos son la representación corpórea del sensualismo frustrante, de la imprevisión en todos los planos de la vida hogareña, de la improvisación de cualquier planteamiento familiar, y esas indefensas criaturas resultan los “indeseables” de su experiencia matrimonial.
No debemos olvidar a la iglesia, con sus actividades espirituales, pues cumple un papel importantísimo en la vida de un niño. Ya hemos destacado la importancia de los valores espirituales, pero recordemos que en la iglesia, estos valores, desde el punto de vista doctrinal, no están disociados de los otros valores, en especial de los afectivos, intelectuales, sociales y morales, pues es en relación a lo espiritual que éstos se acrecientan.
Los padres deben comprender que la iglesia invierte muy positivamente al dedicar buena atención a la educación religiosa de los niños, por medio de sus distintas organizaciones: Escuela Sabática, Club de Conquistadores, programas, semanas especiales, excursiones, etc. La iglesia debe ir realizando una labor formativa extraordinaria y trascendente en la vida del niño. Por otro lado, si la iglesia es formalista, rigorista y descuidada en proveer al niño enseñanzas adecuadas y fundamentales para su desarrollo espiritual -ya sea por falta de equipo, instalaciones o líderes bien preparados-, si la iglesia resulta sólo una iglesia de adultos, es probable que el niño se resienta dentro de ella y comience a tener conceptos equivocados o extremos en su relación personal con Dios y con sus hermanos.
La solución estaría en considerar el valor de un hijo, carnal o espiritual, pero siempre un niño o jovencito, en un sentido integral, con el gran propósito de un desarrollo armónico y completo.
Es necesario un programa con objetivos muy claros y con una supervisión permanente por la vida de los niños. Hay necesidad de preocuparse en invertir en buenas escuelas e instituciones, pero ello implica un compromiso no sólo económico sin también personal y constante por parte de los padres, el colegio, la sociedad y la iglesia.
Sobre el autor: El prof. Raúl L. Posse es director de Educación de la Unión Española y de la Unión Portuguesa, y actualmente está radicado en Sagunto.