El púlpito constituye el lugar más sagrado que pueda haber en el mundo. Hay quienes se inclinan en el escritorio del financista, o se sientan en la silla del redactor, o se paran en la cátedra; pero las multitudes alzan sus ojos al púlpito por considerarlo un símbolo de gran significado para ellos. El pastor debe subir al púlpito plenamente consciente de su importancia. Va a dirigir el culto de Dios; va a hablar acerca de Dios. ¡Qué enorme responsabilidad! El verdadero ministro emerge de su estudio convertido en un altar de oración. Llevará escritas en su rostro la solemnidad, la vehemencia, la seriedad, y un anhelo por Dios y el hombre. No estará vestido en forma llamativa. No subirá al púlpito sonriéndose o inclinándose hacia sus feligreses—éstas podrán ser manifestaciones amistosas, pero no son perdurables… No debe hacer largos anuncios. Debe empeñarse en crear una atmósfera de adoración, y debe manifestarse deseoso de exponer la realidad de Dios ante su grey. Esto es lo que importa.
El ministerio constituye actualmente la vocación de mayor influencia. Generalmente la comunidad lo considera con esperanza y expectación. Desprovisto de la autoridad personal de que una vez gozó, en el presente se considera al ministro, consciente o inconscientemente, como una fuente de fortaleza en la angustia, como un depósito de fuerza moral en los tiempos cambiantes, y un almacén espiritual en un mundo de afanes materialistas. Si el pastor no logra reunir una audiencia, no debe culpar por su fiasco al ocaso del sol ministerial; por el contrario, debe hacer un inventario de su propia insuficiencia para el trabajo.
La gran tarea del ministro consiste en interpretar a Dios. En su esfuerzo por ofrecer esa interpretación debe recurrir a cada recurso de su vida: su capacidad de adquisición, su reflexión, su entusiasmo, su apariencia, y hasta su dignidad. Todos piensan que es el intérprete de Dios. Un hombre de negocios puede ser respetado por su dinero aunque en otro sentido tenga pocas cosas que lo recomienden; pero el ministro es respetado únicamente cuando manifiesta a Dios en cada aspecto de su vida.