Era un día más en el ministerio terrenal de Jesús. Recorría los caminos y las aldeas, y doquiera iba lo recibía una multitud que se agolpaba en derredor suyo, así fuera solo para tocar su manto, como la mujer que padecía de hemorragia (Luc. 8:43).
Y fue justamente en ese momento que se produjo un diálogo entre Jesús y Pedro: “¿Quién me ha tocado?” Desde toda perspectiva humana, era una pregunta absurda. Y el racional e impulsivo Pedro no tardó en responder: “Maestro, la multitud te aprieta y oprime, y dices: ¿Quién es el que me ha tocado?” (Luc. 8:45). Pero, para sorpresa de todos, Jesús señaló: “Alguien me ha tocado; porque yo he conocido que ha salido poder de mí” (Luc. 8:46).
Por supuesto, muchos habían tocado a Jesús. Muchos incluso tenían un contacto casi constante con él; especialmente sus discípulos, quienes naturalmente iban a su lado. Probablemente Pedro mismo había estado hombro a hombro con Jesús, “tocándolo” varias veces, aunque sin pensarlo. Y ninguno de todos los que lo habían tocado había recibido el “poder” de Jesús, salvo aquella mujer.
Como pastores, de tanto cuidar ovejas, corremos el riesgo de olvidar que nosotros también somos ovejas del “Príncipe de los pastores” (1 Ped. 5:4). Podemos estar trabajando hombro a hombro con Jesús, al igual que Pedro y los demás discípulos, “tocándolo” y rozando con él a diario, pero sin que el poder de Jesús fluya en nosotros como consecuencia de ese contacto.
“Muchos, aún en sus momentos de devoción, no reciben la bendición de la verdadera comunión con Dios. Están demasiado apurados. Con pasos presurosos penetran en la amorosa presencia de Cristo y se detienen tal vez un momento dentro de ese recinto sagrado, pero no esperan su consejo. No tienen tiempo para permanecer con el divino Maestro. Vuelven con sus preocupaciones al trabajo” (La oración, p. 320).
Las acciones de la mujer que sufría hemorragia no fueron muy diferentes de las acciones del resto de la multitud. ¿Qué fue lo que hizo la diferencia, entonces? ¿Por qué ella recibió el poder divino en su vida y los demás no?
La diferencia estuvo en su anhelo por la sanidad que solo Jesús le podía ofrecer. “En aquel toque se concentró la fe de su vida” (El Deseado de todas las gentes, p. 311). El toque fue meramente una expresión del anhelo intenso que tenía por Jesús. A menos que acudamos a Jesús reconociendo nuestra gran necesidad y sintiendo sed del agua de vida, no experimentaremos su poder transformador en nuestras vidas.
Elena de White continúa diciendo, sobre aquellos que pasan pocos y apresurados momentos en la presencia de Cristo: “Estos obreros jamás podrán lograr el éxito supremo, hasta que aprendan cuál es el secreto del poder. Tienen que dedicar tiempo a pensar, orar, esperar que Dios renueve sus energías físicas, mentales y espirituales. Necesitan la influencia elevadora de su Espíritu. Al recibirla, serán vivificados con nueva vida. El cuerpo gastado y el cerebro cansado recibirán refrigerio, y el corazón abrumado se aliviará. […]
“Se está apoderando del mundo un afán nunca visto. En las diversiones, en la acumulación de dinero, en la lucha por el poder, hasta en la lucha por la existencia, hay una fuerza terrible que embarga el cuerpo, la mente y el alma. En medio de esta precipitación enloquecedora, habla Dios. Nos invita a apartarnos y tener comunión con él. ‘Estad quietos, y conoced que yo soy Dios’ (Sal. 46:10)” (La oración, p. 320).
¿Has estado trabajando a la par del Señor, sin recibir de su poder? ¿Anhelas recibir algo más? “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mat. 5:6). “Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:37, 38).
Sobre el autor: Editor asociado de Ministerio Adventista, edición de la ACES.