Docetismo, ebionismo, monarquianismo, arrianismo, monofisismo y gnosticismo son algunos conceptos que surgieron para negar la divinidad y la supremacía de Cristo. La Biblia, sin embargo, es rica en pruebas de que Jesús fue más que un gran benefactor de la humanidad o un mártir. Era “Emanuel”, “Dios con nosotros”, y eso dice todo respecto de él.
Ningún bebé fue concebido, se desarrolló o creció como Jesús. Ningún adulto concretó tantas realizaciones como él lo hizo. Ninguno oró como Jesús oró; ningún maestro enseñó como él lo hizo. Ninguno lo igualó en obediencia. Ninguno curó enfermedades, calmó tempestades o perdonó pecados como Cristo. Jamás alguien amó como Jesús amó.
La vida de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, fue realizada en completo amor, revelando un carácter inmaculado, impecable, irreprensible. Tres atributos —inocencia, plena humanidad y divinidad— hacen de él un Salvador plenamente calificado. La inocencia es el tejido con el que está confeccionado el manto de justicia con el cual nos cubre. En su humanidad, él es medido en nuestro lugar, de modo que el manto de salvación tenga un formato y modelo que agrade al Rey y se ajuste a los seres humanos. La humanidad convierte su inocencia en algo aplicable a nosotros. Pero, sin su divinidad el plan de la salvación sería inútil. Solamente la divinidad confiere a Cristo el derecho de otorgar su obediencia a nosotros. Solamente su divinidad le da el derecho de deponer su vida en nuestro favor.
Por todo eso, Jesús es absolutamente inigualable. Su nombre es poderoso para consolar los espíritus angustiados y vencer a las huestes enemigas. En ese nombre, y en ningún otro, hay salvación, como lo expresa un poeta sacro:
“Cristo, la simple mención de tu nombre
Calma la tempestad, conforta al quebrantado y resucita al muerto.
En tu nombre, Cristo, he vi mínales empedernidos ser ablandados
Y la luz de la esperanza iluminar sus ojos como los ojos de un niño.
Emperadores han procurado destruir tu nombre.
Tiranos se han esforzado por limpiarlo de la faz de la Tierra
Con la sangre de aquéllos que te aman.
Oh, tú bien sabes, no fue por mera casualidad que una noche,
Hace mucho tiempo atrás, un ángel dijo a una virgen:
‘Él será llamado Jesús’. ¿Tú sabes lo que significa ese nombre?”
Jesús es el todo en todos. Él es el centro y la razón de la existencia. De sí mismo, afirmó: “Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Apoc. 22:13). Y Pablo testificó al respecto: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la Tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él” (Col. 1:15, 16). Sólo él es. Y, aparte de él, nada es. En él, por él y para él son todas las cosas.