Al considerar las diversas referencias hechas al tiempo de angustia que precede a la segunda venida de Cristo, no nos sorprende que mucha gente abrigue temores al respecto. Me acuerdo de la gran impresión que me causaron esas enseñanzas cuando era niño: produjeron terribles imágenes de tortura en mi mente infantil. Sé que la Biblia compara las convulsiones de los últimos días con los dolores de parto. Pero, si lo pudiéramos decidir, me parece que optaríamos por una especie de anestesia cósmica: un parto sin dolor.

Qué dice la Biblia

La expresión “tiempo de angustia” aparece solamente en el libro de Daniel, que predice un “tiempo de angustia, cual nunca fue desde que hubo gente hasta entonces” (Dan. 12:1). Mateo 24 se refiere a guerras, terremotos, hambres, convulsiones naturales y otras crisis durante el tiempo del fin. Jesús les dijo a los discípulos que pasarían por tribulaciones, serían odiados y hasta se les daría muerte (Mat. 24:9). También mencionó “la abominación desoladora” (vers. 15), un ente en el cual algunos comentadores ven al anticristo perseguidor. En un lenguaje paralelo a Daniel 12, Cristo profetizó acerca de una “gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá” (vers. 21). Se comparan esos disturbios a los dolores de parto (vers. 8).

Algunas de las menciones más vividas de las últimas aflicciones terrestres aparecen en el Apocalipsis de Juan: imágenes de persecuciones, el feroz poder de una bestia que trama la muerte de los que deciden no adorarla, el derramamiento de las copas de la ira divina y los sangrientos conflictos que preceden al gran día del Señor. Cuando suenan las trompetas se sueltan los vientos, caen plagas sobre la Tierra y las fuerzas del mal se organizan para atacar a los Santos, que claman: “¿Hasta cuándo, Señor?”

Otros escritores bíblicos también se refieren al gran trauma que ocurrirá antes de la restauración de todas las cosas. Jeremías, tal como Mateo, usa la palabra parto para describir la angustia del pueblo de Dios antes de la reconciliación final. Después de describir a un hombre en agonía, el profeta exclamó: “¡Ah, cuán grande es aquel día! Tanto, que no hay otro semejante a él; tiempo de angustia para Jacob; pero de ella será librado” (Jer. 30:7). Aunque el contexto inmediato se refiere al regreso del cautiverio babilónico, muchos eruditos perciben una aplicación más amplia, referida al conflicto que precede a la gran reunión de la era mesiánica, y también al tiempo de angustia que antecede a la segunda venida de Cristo.

La enseñanza bíblica referente al tiempo de angustia, o gran tribulación, sigue un molde más amplio que aparece en todos los detalles de la historia de la redención. El

nacimiento de un orden nuevo o renovado siempre está precedido por un período traumático y de caos. Ese período de convulsión y desorden se puede ver tanto desde el punto de vista del juicio divino de los que rechazan a Dios como del de la liberación de sus fieles. Aunque las multitudes lo rechacen, un remanente fiel, que sigue a Dios de forma incondicional, finalmente será salvado.

La historia de la Creación proporciona una serie de expresiones que revelan esa transición cósmica. La historia del Diluvio, los viajes de Abraham y el Éxodo son buenos ejemplos. La tribulación final aparece como siguiendo esos modelos que figuran en las Escrituras. En general, la transición incluye las tinieblas de un mundo rebelde, vientos que soplan, aguas que se secan, tentación ilusoria, sufrimiento, plagas y juicio divino, la fidelidad de un remanente, la liberación del pueblo de Dios y el nacimiento de cielos nuevos y Tierra nueva.[1]

¿Cuál es la razón de esta angustia?

La repetición de ese ciclo a través de la historia de la salvación suscita una pregunta lógica: ¿Por qué no evita Dios el trauma para ir directamente a la liberación?

Puedo aventurar una respuesta al considerar la naturaleza del engaño que conocemos como pecado. Ese ciclo fue puesto en movimiento por alguien a quien se describe como “mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). Desde el comienzo, la putrefacta raíz del pecado está envuelta en una seductora promesa que no pasa de ser una resplandeciente ilusión. El pecado —rebelión contra Dios e independencia de él— se presenta como una alternativa gratificante y avanzada de la vida. Define a Dios como un ser negativo y desleal, que sólo puede controlar a sus criaturas con amenazas de muerte (Gén. 3:1-5) o con sobornos (Job. 1:1-12).

A lo largo de la historia humana, Dios se ha revelado como un ser completamente distinto del que describen esas calumniosas acusaciones. Él divide espectacularmente el Mar Rojo y conduce a Israel hacia la seguridad. Confirma su alianza entre los truenos y relámpagos del Monte Sinaí, saca agua de la roca y envía maná del cielo en beneficio de su pueblo. Habla por medio de una serie sucesiva de profetas. Y, en el acto más importante de su propia revelación, envía a su Hijo. Con las manos perforadas, extendido sobre una cruz, demuestra la profundidad y la intensidad del amor de Dios y su deseo de salvar a sus hijos. Una tumba vacía demuestra su poder sobre la muerte y todo dilema humano.

Aparentemente, cualquiera de estas demostraciones —especialmente la de la Cruz— podría bastar para destruir la ilusión de la mentira original de Satanás. La existencia de Dios, su carácter, su amor y las consecuencias del pecado están grabados en la historia por medio de sus actos. Desgraciadamente, el poder deslumbrante e ilusorio del pecado de vez en cuando ofusca el entendimiento de algunas personas que, al olvidarse de las manifestaciones divinas, usan las consecuencias del pecado como evidencias para acusar a Dios.

Pero hay algo diferente con respecto a la tempestuosa serie de eventos finales. Aunque la historia de la Tierra haya sido marcada por episodios horribles, Dios ha limitado, en su paciencia, el impacto del poder destructor del pecado. Pero en los tiempos finales, de una vez por todas, el Señor retirará su restricción y expondrá la oscura realidad de la rebelión cósmica.

Aunque la eliminación de las restricciones sea un acto de juicio y revelación divina, como lo son todas las manifestaciones de la “ira de Dios”, hay cierta “entrega” (Rom. 1:8, 24, 26-28), de manera que se revelen los principios del enemigo de Dios y la obra destructora del pecado. “Satanás… sumirá entonces a los habitantes de la Tierra en una gran tribulación final. Como los ángeles de Dios dejen ya de contener los vientos violentos de las pasiones humanas, todos los elementos de contención se desencadenarán”.[2]

Antes de que eso acontezca, toda persona habrá tomado una decisión con respecto a quién adorará. Multitudes prestarán obediencia a seres humanos, mientras que un remanente adorará al Dios Creador. En medio de la polarización del mundo surgirá una luz. Los principios engañosos que habían seducido a la mayoría de los habitantes del mundo aparecerán como un engaño tenebroso y destructivo. La confiabilidad de Dios será vindicada. El ciclo estará completo. El mundo caído será finalmente restaurado. El viejo orden desaparecerá para nunca más volver.

Esperanza y seguridad

La culminación de ese tiempo puede ser positiva, pero la mayor parte de la gente todavía alimenta temor al respecto. Puedo adelantar que ese momento puede ser, en verdad, el más significativo de la historia de una persona. Digo esto, no por causa del pensamiento, por más verdadero que sea, de que en el futuro finalmente todo el mal será eliminado, ni por la certidumbre de que a los fieles se les proporcionará pan y agua (Isa. 33:16), ni por la acción de los ángeles guardianes que nos protegerán de las amenazas que podrían hacemos desaparecer en un instante. La verdadera gloria de ese momento descansa sobre la paradoja de que la presencia de Dios llegará a ser especialmente real o, para decirlo de otra manera, especialmente venturosa para nosotros durante su transcurso. A continuación, enumero algunas de las razones por las cuales pienso así.

Primera: es importante notar el sorprendente hilo, lleno de esperanza, que pasa a través de los pasajes bíblicos que profetizan las convulsiones de los últimos días. En ninguno de ellos aparece de forma especial una preocupación acerca de las tribulaciones. Por el contrario, el énfasis está puesto en la libertad y el triunfo. Aunque Daniel anuncia un gran tiempo de prueba, en su contexto —de acuerdo con su descripción— la deja un poco a un lado. La declaración de Daniel está suavizada con afirmaciones de esperanza y liberación. Presenta a los santos del Altísimo no como abrumados por el sufrimiento, sino que se los ve en su alegría, libres, brillando con “el resplandor del firmamento” y “como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan. 12:3).

Jesús profetizó una serie de dolores de parto en su sermón del Monte de los Olivos. Pero interrumpió su descripción de “guerras y rumores de guerras” cuando dijo: “No os turbéis” (Mat. 24:6). También prometió que “por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados” (vers. 22). La señal más importante de su venida no son las tribulaciones, sino la predicación del evangelio en todo el mundo (vers. 14). Y la comparación con los días de Noé, cuando la gente quedó entrampada en medio de los placeres y la prosperidad material, sugiere que la señal del fin de la historia terrestre es la prosperidad engañosa, no sólo una tribulación final.

El Apocalipsis, el libro que presenta las más espantosas imágenes de las convulsiones finales de la Tierra, repentinamente irrumpe con himnos de loor. La visión más significativa no son las bestias, las plagas y el derramamiento de sangre, sino los santos que cantan y alaban al Cordero.

Segunda razón: creo que las promesas de Dios se cumplirán de una manera que la mayoría de nosotros jamás imaginó. Un pasaje clave, que expone este tema, se encuentra en Romanos 8. Frente a las tribulaciones, angustias y persecuciones, “somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó” (vers. 37); no existe absolutamente nada “ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada” que pueda “separar (nos) del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro” (vers. 39). Todavía nos podemos aferrar a la promesa de Cristo: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

Algunos de los salmos, originalmente expresiones vitales de fe frente a experiencias tales como las luchas de David con Saúl, se pueden volver más brillantes cuando se los aplica a las tribulaciones finales del pueblo de Dios. El Salmo 27:5, por ejemplo, afirma que “él me esconderá en el tabernáculo en el día del mal”. La misma seguridad la encontramos en el Salmo 32: “Tú eres mi refugio; me guardarás de la angustia; con cánticos de liberación me rodearás” (vers. 7). El Salmo 59:6 presenta a Dios como nuestro “amparo y refugio en el día de” nuestra “angustia”.

El mismo pensamiento aparece en el Salmo 138:7, en el cual David afirma: “Contra la ira de mis enemigos extenderás tu mano, y me salvará tu diestra”. El Salmo 91 describe a Dios como “Esperanza mía y Castillo mío” (vers. 2). En él, el salmista nos garantiza que Dios “con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro” (vers. 4).

La tercera razón de mi creencia es que experimentaremos una inédita sensación de propósito y vitalidad durante el tiempo de angustia. Pida a alguien que le describa los momentos de su vida cuando se sintió más animado, y verificará que esos momentos estuvieron precedidos por intensas luchas. Generalmente hablamos de momentos de desafíos y adversidad, momentos cuando se nos exigió al máximo. Los veteranos de guerra se reúnen para contar sus historias. Los atletas hablan acerca de sus largas competencias y pruebas a que se los sometió. Aparte de la acción propiamente dicha, la preocupación es la misma. Celebramos más las victorias difíciles que las fáciles.

Y cuando no estamos en medio del fuego cruzado, aparentemente le buscamos significado a las crisis triviales. Un conductor distraído que se cruza delante de nosotros, una cabellera mal cortada, un problema doméstico, la interrupción del almuerzo porque alguien nos dijo groserías por teléfono o la batería del auto que se descargó en medio de un viaje, todo eso puede parecer sumamente importante en la vida, en su momento.

Pero llegará el día cuando repentinamente, frente a las convulsiones finales de la Tierra, esos pequeños problemas se reducirán a la nada. La vida, entonces, tendrá un verdadero centro. Todo lo demás quedará eclipsado por la gran pregunta, la única verdadera pregunta: ¿A quién seremos fieles? ¿Quién solamente es digno de nuestra alabanza? ¿Es Jesús el verdadero Señor, o no? ¿Es el Señor de nuestra vida? Puesto que durante ese terrible momento experimentaremos su señorío de una forma nueva y poderosa, cuando nos invada la lluvia tardía del Espíritu Santo y las perturbaciones queden atrás, experimentaremos una vida y una vitalidad que nunca habíamos conocido antes.

La cuarta razón: pasaremos por una profunda transformación personal durante el tiempo de angustia. Los adventistas se han referido a la tribulación final como el tiempo de “angustia de Jacob”. Tiene que ver con una lucha íntima, interior, no con las bestias y los poderes externos del mal, sino con nosotros mismos. El propósito de ese momento va más allá de quitarle la máscara a Babilonia, y nos enfrentará con las maneras como ella ha echado raíces en nuestro corazón.

La noche de lucha de Jacob es una metáfora apropiada porque ahí, en medio de la oscuridad, repentinamente sintió la presión de la mano de un extraño. Con temor y desesperación luchó hasta casi el agotamiento. En un momento de esperanza adquirió una nueva dosis de energía. El extraño pidió que lo soltara antes de que el sol se asomara en el horizonte, y Jacob cayó transido de dolor. Cuando la luz del amanecer se extendió, se levantó lesionado para salir al encuentro de Esaú, y podía dar la impresión de que la noche de lucha lo había disminuido. Pero no se trababa de eso: había sido transformado. El nuevo nombre que recibió es un apropiado reconocimiento de esa circunstancia.

Por eso, cuando comparamos la lucha de Jacob con el momento por el cual, al fin de los tiempos, tendrán que pasar los hijos leales de Cristo, a este último se lo podría describir como “la mejor respuesta a sus oraciones”,[3] las elevadas pidiendo transformación y pureza.

Un cántico de victoria

Finalmente, nunca debemos perder de vista el hecho de que esas tribulaciones son el preludio de algo estupendo. Son el anuncio de un futuro de felicidad que supera nuestra imaginación. Aunque hemos visto madres felices con sus bebés después del parto, todavía no somos cristianos que ya pasamos por el tiempo de angustia. Pero Juan nos da algunas vislumbres de los que estarán reunidos en el mar de vidrio mientras cantan el cántico de Moisés y del Cordero. Los redimidos, en coro triunfante honrarán al Cordero que es digno de alabanza porque murió por ellos (Apoc. 5).

Y ese cántico de triunfo bien puede comenzar antes de nuestra llegada al Cielo. En las palabras del teólogo Walter Wink, “la celebración de la victoria divina no comienza al final del libro del Apocalipsis, después que la lucha ya pasó. Al contrario, ocurre a lo largo del camino… No tenemos ahí peregrinos deprimidos y tristes, subiendo por las laderas del monte de las lágrimas, sino cantores que se alegran en la lucha porque ella es la confirmación de su libertad. Aun en medio del conflicto, sufrimiento o prisión, repentinamente un himno rasga la melancolía, las huestes celestiales atruenan con un poderoso coro y nuestro corazón resplandece con mayor claridad”.[4]

Mientras la tribulación se aproxima, comencemos a cantar.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio, pastor de la Iglesia Adventista de Azure Hills, California, Estados Unidos.


Referencias:

[1] Jon Paulien, What the Bible Says About End Time [Lo que dice la Biblia acerca del tiempo del fin] (Hagerstown, MD: Review and Herald, 1911).

[2] Elena de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires, ACES, 1993), p. 72.

[3] Ibid., p. 689.

[4] Walter Wink, Engaging the Powers [Enjaezando los poderes] (Mineápolis, MI, Fotress Press, 1992), p. 321.