Después de derrotar a los amalecitas, el rey Saúl “levantó un monumento en su honor” (1 Sam. 15:12), una especie de trofeo a su propia grandeza. No se conformaba solo con ser el hombre más alto del país, quería alcanzar alturas aún mayores. Sin embargo, su culto al ego duró poco. El profeta Samuel anunció al monarca que Dios lo había rechazado por su desobediencia. Este episodio revela que “Dios resiste a los soberbios” (Sant. 4:6) y que “la soberbia precede a la ruina” (Prov. 16:18).

Es interesante notar que antes de que Saúl fuera poseído por un espíritu maligno, ya había sido dominado por la egolatría. Este “síndrome” tuvo su origen en el corazón de Lucifer, el ángel que aspiraba a ser como el Altísimo. Además de él, los constructores de la Torre de Babel, Nabucodonosor y muchos otros personajes bíblicos también fueron víctimas de este mal y, como resultado, fueron expulsados de sus tronos de humo. Estos ejemplos nos muestran que el egocentrismo es un culto traicionero que tiende a asfixiar a sus seguidores con el aire enrarecido del orgullo.

Hoy en día, los monumentos a la egolatría adoptan formas más sofisticadas. Entre espejos y selfies, likes y aplausos, la “generación del yo” –término utilizado por el filósofo Charles Taylor en su libro La ética de la autenticidad– valora más la individualidad que la colectividad. Según Taylor, esta es la raíz de muchos problemas actuales, incluida la pérdida de parámetros morales en la sociedad. Este síndrome narcisista afecta también a los pastores que, ebrios de autosuficiencia, olvidan que es Dios quien nos da “vida, aliento y todas las cosas” (Hech. 17:25).

Los ególatras son excesivamente materialistas y conceden gran importancia a los símbolos de poder, como el dinero y las posesiones materiales. Además, tienen un patrón persistente de grandiosidad y necesidad de admiración. Se convierten en “vendedores de sí mismos”, buscando protagonismo en los temas de actualidad de sus círculos sociales. Esto es extremadamente peligroso, ya que distorsiona las prioridades de la vida, como destacó Thomas Merton: “El hombre que se ama a sí mismo más que a Dios, solo ama las cosas y a las personas por el bien que puede obtener de ellas” (No Man is an Island [Barnes & Noble, 2003], p. 103). Elena de White añade: “Los que viven para agradarse y complacerse están deshonrando al Señor” (Mente, carácter y personalidad [ACES, 2013], t. 1, p. 271).

En cada detalle de nuestro ministerio, debemos tener cuidado de no alimentar la vanidad. Dios espera que tengamos una visión equilibrada de nosotros mismos: Ni demasiado alta ni demasiado baja (Rom. 12:3). Debemos evitar enamorarnos no solo de nuestra propia imagen, sino también de nuestras propias ideas. Sé humilde. Celebra las victorias de los demás y ayúdalos en sus luchas. Hoy puedes estar en el escenario, pero mañana podrás estar en la audiencia.

Al reflexionar sobre los logros de 2024, ¿a quién atribuyes tus éxitos? No pienses que fue la fuerza o el poder de tu brazo lo que obtuvo esos logros. Al contrario, acuérdate del Señor, tu Dios, porque es él quien te da salud para vivir, discernimiento para aconsejar, poder para convencer y sabiduría para predicar. La meta de nuestro ministerio no es la realización personal, sino el crecimiento del Reino. Aquel que se despojó de su forma divina nos invita a vaciar nuestro corazón de dioses falsos. Recuerda que el ministerio no se trata de nosotros. Se trata de Cristo. Que él crezca siempre y que el “monumento a Saúl” en nuestros corazones sea derribado.

Sobre el autor: Editor de la revista Ministério, edición de la CPB: