Cuando el predicador va más allá de la lección moral, ética o social, y presenta la Palabra de Dios, los adoradores crecen junto con él.
Uno de los aspectos más importantes del culto es el sermón. Aunque muchas veces el culto suele convertirse en un servicio de predicación, no es necesariamente sólo predicación; y no nos queda más remedio que admitir que, muchas veces, ciertas predicaciones son cualquier cosa, menos adoración.
En ocasiones, las otras partes del culto se reducen de tal manera, que la iglesia se convierte en un auditorio y deja de ser un santuario. El sermón siempre debe estar correctamente ubicado en el culto, sin olvidarnos de que, en la verdadera liturgia, todas sus partes se sustentan mutuamente. “La mayor parte de la adoración pública es alabanza, y cada seguidor de Cristo se debe empeñar en ella; también la predicación, dirigida por los que tienen la responsabilidad de instruir a la congregación en la Palabra de Dios” (Elena G. de White, Signs of the Times [Señales de los tiempos), 24 de junio de 1886).
Como parte del culto de adoración, el sermón debe ser un encuentro entre Dios y su pueblo; y en él, el predicador, como expositor de las Escrituras, se convierte en el portavoz del Señor. Un ministro consagrado, un predicador lleno de la presencia del Espíritu Santo, es un conducto por medio del cual Dios se encuentra con la humanidad. En el plano divino, el sermón no es solamente algo bueno, producido por un hombre bueno. No es sólo un discurso teológico o bíblico. No es únicamente un comentario de los sucesos del día. Por medio del sermón, Dios se revela, para alcanzarnos e invitarnos a tomar decisiones de consecuencias eternas.
El tema del mensaje
Pablo escribió a Timoteo: “Te encarezco, delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tim. 4:1, 2).
“En esta exhortación, directa y fuerte, se presenta claramente el deber del ministro de Cristo. Tiene que predicar la Palabra, no las opiniones ni las tradiciones de los hombres, ni fábulas agradables o historias sensacionales para encender la imaginación y excitar las emociones. No ha de ensalzarse a sí mismo, sino que, como si estuviera en la presencia de Dios, ha de presentarse a un mundo que perece y predicarle la Palabra. No debe notarse en él liviandad, trivialidad ni interpretación fantástica; el predicador debe hablar con sinceridad y profundo fervor, como si fuera la misma voz de Dios que expusiera las Escrituras. Ha de hablar a sus oyentes de aquellas cosas que más conciernan a su bienestar actual y eterno” (Obreros evangélicos, p. 153).
La predicación es la transmisión de un mensaje que se origina en Dios y que se transmite por orden de Dios; y eso sólo es posible si se funda sólo en la Palabra, la Biblia. Por lo tanto, cuando se la ofrece con el poder divino en la misma presencia del Señor, la predicación no sólo proviene de Dios, sino también él es su fin y su objetivo.
De ahí la importancia de este otro consejo de Elena de White: “[El Hno. S.] […] predica directamente la Palabra, haciendo que la Palabra hable a todas las clases. Sus poderosos argumentos son las palabras del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. No busca palabras que meramente impresionen a la gente con su conocimiento, sino que se esfuerza por permitir que la Palabra de Dios les hable directamente, con una presentación clara y distinta. Si alguno rehúsa aceptar el mensaje, debe rechazar la Palabra” (El evangelismo, p. 152).
Un puente entre Dios y los hombres
En la adoración, ciertamente hay un diálogo entre la Palabra de Dios y la palabra del hombre, entre Dios y el hombre, y entre el hombre y su prójimo. La predicación cumple su cometido cuando la Palabra de Dios encuentra resonancia en el hombre, su destinatario; por eso decimos que la predicación es un puente que une a Dios con el hombre. El profeta Isaías describió esa dinámica de la predicación en el sexto capítulo de su profecía. Ahí vemos que el llamado de Dios es su respuesta a la confesión humana y su pedido de perdón. A la proclamación de la Palabra y la dedicación del adorador al servicio le sigue la promesa de poder divino para el cumplimiento de la tarea. La predicación confiere a la adoración existencia real, y la identifica con la vida de los adoradores. La predicación es el medio por excelencia para la transmisión de la gracia divina, que a su vez es el resultado de la adoración.
Hay lugares privilegiados, como un lindo templo, de perfecta y adecuada arquitectura, en el que la iglesia desarrolla una liturgia significativa, con instrumentos musicales magistralmente ejecutados y con un coro inspirador. Pero, si no hay allí un hombre que hable en nombre del Dios vivo y que esté imbuido de su poder, el resultado será la decadencia espiritual de la congregación. La predicación es la más alta vocación a la que un hombre pueda ser llamado; y sólo podemos cumplirla con el poder del Espíritu Santo. “La predicación de la Palabra sería inútil sin la continua presencia y ayuda del Espíritu Santo” (El Deseado de todas las gentes, p. 625).
Hay pastores que piensan y hasta se jactan de ser capaces de hacer mejor muchas otras cosas fuera de predicar. Será de gran ayuda para ellos recordar que en cada congregación hay laicos que los superan como administradores, financistas y en relaciones públicas, entre otras cosas. Pero hay un lugar donde el pastor debe ser competente por excelencia: el púlpito. Se espera que el pastor consagrado a Dios sea competente en la predicación. Por otro lado, reconocemos que es mucho más fácil vivir en medio de una desenfrenada carrera, yendo de un lado al otro, que dedicarse a ser un buen predicador de la Palabra de Dios. Aunque debe ser fiel y diligente en la ejecución de todas las actividades que requiere su obra, nada le debe impedir convertirse en un gigante de la Palabra cuando está en el púlpito.
La predicación es insustituible
Lamentablemente, hay un descontento muy generalizado con respecto a la predicación. Hay quejas en cuanto a sermones débiles de contenido y presentación. Los miembros de las iglesias están preocupados por los sermones que están oyendo. Aman y respetan a sus pastores, pero desean que prediquen mejores sermones, que proclamen la Palabra que alimenta y sustenta.
¿Qué se podría hacer para mejorar esta situación? A continuación, ofrecemos algunas sugerencias:
Debemos reconocer de una vez por todas que la predicación es insustituible. Es verdad que los dirigentes y las comisiones encargadas de evaluar la tarea del pastor no siempre están al tanto de la calidad de su predicación. Conocen sus habilidades como promotor, su capacidad en cuanto a las relaciones públicas y la administración. En los informes que envía cada mes a la Asociación no hay un renglón que se refiera a la calidad de sus sermones; sólo se le pide que informe cuántas veces predicó. El pastor puede tener mucho éxito en otros aspectos, pero estar fracasando como predicador. Uno de los mayores momentos en la vida de un pastor adventista ocurre cuando se levanta ante su congregación para predicar la Palabra de Dios. Nada, en absoluto, le debería impedir convertirse en un gran predicador. Ésta es una santa ambición.
Paguemos el precio
Deberíamos estar dispuestos a pagar el precio para convertirnos en buenos predicadores. ¿Cuál es ese precio? Largas horas de estudio exhaustivo y de meditación en la Palabra de Dios; horas dedicadas a escribir, a bosquejar, a memorizar, a practicar y vivir el sermón. Todo el tiempo, no importa qué hagamos, debemos estar preparando un sermón. En toda circunstancia, en las más diversas posibles, el predicador debe estar pensando constantemente en lo que va a predicar: es su vida.
Necesitamos descubrir qué es una buena predicación. Algunos pastores tienen facilidad de palabra y parece que alcanzan sus objetivos. Citan unos pocos textos, reúnen unas cuantas ilustraciones, mencionan algunas citas y presentan sin mucho esfuerzo sermones relativamente satisfactorios. Pero, cuando los analizamos bien, descubrimos que son sólo repeticiones banales y un conjunto de lugares comunes sin trascendencia. Pronto queda en evidencia su vacuidad. Hay otros predicadores que se dedican a exponer normas morales, a comentar las noticias del día, a referirse a temas sociales, a contar historias divertidas; todo eso puede ser muy interesante, pero nada de eso es un sermón.
Los cuatro factores de la predicación
Una buena predicación es realmente la exposición de la Palabra de Dios con el propósito de revelar a Cristo e inducir a los oyentes a aceptarlo. Se nos insta a predicar “de manera que el pueblo pueda posesionarse de las grandes ideas, y extraiga el precioso mineral escondido en las Escrituras” (El evangelismo, p. 128). Ese tipo de sermón es más que la repetición superficial de ideas comunes. Debe revelar una intimidad real con la Palabra de Dios y con su Autor. Cuando el pastor diserta en el momento del culto, debe predicar la Palabra; en otro momento puede dar discursos o dictar conferencias. No predicar la Palabra en el momento del culto es una falla inexcusable.
Convendría que los predicadores leyeran con frecuencia el capítulo 40 de Isaías. Ahí, el profeta pregunta: “¿Qué tengo que decir a voces?” La respuesta divina nos lleva al sermón divino; a lo que realmente es la predicación. Los cuatro puntos que aparecen en ese texto deben aparecer en cada sermón:
a. Hay que predicar acerca del carácter transitorio de la vida en este mundo, y la vida eterna en el Reino (Isa. 40:6-8).
b. Hay que predicar acerca de la primera venida de Cristo, que vino para quitar el pecado del mundo y lograr la reconciliación.
c. Hay que predicar acerca de la segunda venida de Cristo, el Reino de Dios y el juicio final (vers. 10).
d. Hay que predicar acerca del consuelo (vers. 1), la esperanza, la certidumbre y la seguridad (vers. 11).
Nuestra predicación debería estar siempre de acuerdo con las necesidades de los oyentes. Algunos predicadores, al parecer, responden preguntas que la gente en realidad no está haciendo. Hay predicadores tan llenos de teorías teológicas, que se olvidan completamente de las necesidades de su grey. Hablan acerca de lo que les interesa sólo a ellos, y no se preocupan por alcanzar a sus oyentes. Como resultado de esto, éstos cambian de canal, por así decirlo, y los dejan solos, hablándole al viento. Los predicadores, ya sean novatos o con experiencia, deben saber comunicarse con sus oyentes. Siempre deben tener en mente que toda exposición de la Palabra, todo sermón que se predica en un culto, debe ser un mensaje de Dios para satisfacer alguna necesidad humana.
Lecciones siempre actuales
Lo que presentamos a continuación es parte de un artículo del pastor Roben Pierson, ex presidente de la Asociación General, ya fallecido. Aunque se lo publicó hace cerca de cuarenta años, las lecciones que presenta son perfectamente válidas para nuestros días.
“En esa mañana de sábado, la gran congregación estaba reunida para el culto; era en una de nuestras grandes iglesias. El presidente de la Asociación debía hablar. Había trabajado muchos años en el campo misionero y, ya que era mi amigo, yo aguardaba con suma ansiedad su mensaje inspirador e interesante.
“Los punteros del reloj del templo marcaban exactamente la hora 11. Miré con esperanza la puerta de la sala pastoral, que debía abrirse en cualquier momento para que los hermanos que debían lomar parte en el culto ocuparan sus respectivos lugares en la plataforma. Cinco minutos después, mis esperanzas se concretaron y todos ocuparon sus lugares.
“Las partes de la apertura se desarrollaron normalmente. Todos los anuncios que ya figuraban en el boletín fueron debidamente leídos, realzados y hasta ampliados. Lina campaña que estaba en marcha en ese momento ocupó fácilmente diez minutos más. Unos pocos anuncios extras más y ciertos recordativos ocuparon su tiempo. Se levantaron dos ofrendas: la común y otra especial, seguramente para una causa muy digna.
“En ese momento, el reloj de la iglesia marcaba las 11:40. Comencé a impacientarme. Quería oír hablar al pastor. Pero, para mi aflicción, descubrí que esto todavía no había terminado. Otros pormenores requerían atención: cartas de traslado, la ordenación de un diácono. Me dio la impresión de que no se podría presentar al pastor antes del himno final. Pero mis temores estaban infundados; porque exactamente siete minutos antes de las 12, por fin, se le cedió la palabra al predicador del día. Como él era un hombre muy delicado, predicó un sermón de exactamente siete minutos y no se refirió para nada al atraso. Los punteros del reloj se juntaron en el número 12 cuando él se sentó.
“Me sentí estafado. Personalmente necesitaba el mensaje completo de ese pastor. Me fui de la iglesia molesto, porque las numerosas partes que se presentaron le dejaron al pastor sólo siete minutos para el estudio de la Palabra de Dios, que, a mi modo de ver, es el verdadero motivo del culto divino.
“Por suerte, este hecho verídico no es común. Normalmente, los pastores contamos con más de siete minutos para desarrollar nuestro sermón del sábado de mañana. Pero, en muchas iglesias hay demasiadas actividades extras, exceso de partes especiales y anuncios innecesarios, que quitan tiempo a la exposición de la Palabra. Muchas cosas, buenas en sí mismas, ocupan el tiempo sagrado del estudio de la Palabra de Dios.
“Visitar una gran iglesia en una ciudad importante siempre es motivo de júbilo para el pastor invitado. He predicado en algunas de ellas, y por eso puedo hablar por experiencia propia. En una de esas iglesias, el pastor es un dirigente consagrado y eficiente. Sus cultos están bien organizados y tiene todo previsto. Los que van a tomar parte reciben una notificación anticipada; no hay corridas de última hora. Cada uno de los que suben a la plataforma recibe un programa del culto al entrar a la sala pastoral, después de la Escuela Sabática.
“En esa iglesia, el culto comienza puntualmente. Ninguna demora perjudica el sermón. En el momento establecido, los oficiantes ocupan sus asientos en la plataforma. Los miembros están acostumbrados a esa puntualidad, y se mantienen en actitud reverente mientras aguardan el comienzo del culto. El pastor usa un boletín muy atractivo para hacer los anuncios. En él, aparecen todos los anuncios regulares de la semana, y en vista de ello considera que no es necesario repetirlos. En ciertas ocasiones, puede haber anuncios especiales de última hora o surge la necesidad de realzar alguna actividad especial, pero normalmente el boletín semanal es suficiente, y desde el púlpito no se hacen anuncios. Él pide que los asuntos que se deban anunciar estén en su escritorio a más tardar el día jueves, con tiempo de sobra para que aparezcan en el boletín.
“En el curso de los años, he observado que diversas campañas se pueden promover eficientemente en otros momentos, y no en la hora del sermón. El culto del primer sábado del mes se dedica normalmente a las actividades misioneras, a la Escuela Sabática y a los jóvenes, y ofrece una excelente oportunidad para promover las actividades de esos departamentos. Si planificamos cuidadosamente, estas partes importantes no le quitarán tiempo al estudio de la Palabra de Dios en la hora del culto de adoración.
“Dejemos que Dios hable. No le impidamos hacerlo introduciendo otras cosas, buenas y dignas en sí mismas, pero que se pueden presentar en otros momentos. Démosle al predicador su debido lugar en el culto de adoración”.
Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Profesor de Teología jubilado. Reside en Sao Paulo, Rep. del Brasil.