El reloj que estaba en el largo corredor del Hospital X, dio dos campanadas: Era la hora 14, momento del cambio de guardia. Al lado del reloj estaba la puerta de acceso a la sala de primeros auxilios.

     Con un profundo suspiro de alivio, el Dr. Martínez se despidió: “¡Hasta mañana!”

     —Doctor —le dijo nerviosamente la enfermera que era su ayudante-, acaba de llegar un niño accidentado. Está muy grave.

     —Mi turno ya terminó, Clarita –respondió el Dr. Martínez.

     —Pero el Dr. Zuloaga no llegó todavía para reemplazarlo -insistió ella-. ¿Qué vamos a hacer?

     —No puedo quedarme ni un minuto más, Clarita -dijo el médico secamente, y se retiró con apresuramiento.

    El hermoso niño de dos años, de cabellos rubios ensortijados y tiernos ojos azules, necesitaba atención inmediata. Su madre no sabía nada de lo ocurrido pues estaba fuera de casa. Los vecinos llevaron a la criatura a la sala de primeros auxilios. Preguntaron a la enfermera con angustia y ansiedad: “¿Dónde está el médico?” Ella no podía responder otra cosa que: “Todavía no llegó, esperen un poquito”. Después de una espera de media hora, que más se asemejó a una eternidad, puesto que la vida del pequeño estaba en peligro, llegó el médico de guardia. Hizo todo lo humanamente posible para salvar aquella vida inocente, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. El niño murió en sus manos minutos después.

     Al salir de la guardia del Hospital X, el Dr. Martínez iba hasta su casa todos los días para ver a su hijito antes de dirigirse a su consultorio particular. Al llegar, tocaba la bocina e inmediatamente aparecía aquel sonriente pequeñín, corriendo a recibirlo con sus bracitos abiertos, y se lanzaba en los brazos de su padre quien lo besaba con mucho afecto. Era su único hijo. Jugaban alegres y felices por unos momentos y luego el Dr. Martínez se dirigía a su consultorio. Esa era la rutina de cada día.

     Aquella tarde, sin embargo, al llegar a su casa, el médico se extrañó por la ausencia del niño. No había ido a recibirlo como de costumbre… Su corazón se estremeció. ¿Qué habría sucedido? Con pasos ligeros se dirigió hacia la pieza del niño, pero no lo encontró allí. Tampoco pudo encontrar a la niñera. Le preguntó a la cocinera dónde estaba Luisito. Atemorizada, esperando una fuerte reacción del padre de la criatura, contestó: “Doctor, los vecinos lo llevaron a la sala de primeros auxilios del Hospital X porque se cayó de los brazos de la niñera…”

     El médico se fue desesperadamente en su automóvil hasta la sala de primeros auxilios de donde había salido minutos antes. Pensaba ayudar en la atención de ese hijito que tanto representaba para él, pero ya era demasiado tarde… Se encontró con la criatura pálida e inerte mientras la transportaban a la morgue.

     La escena que allí se desarrolló fue indescriptible. Como resultado de esta lamentable historia verídica, el Dr. Martínez, traumatizado por la dolorosa tragedia originada por su falta de sentido de responsabilidad, quedó con un serio problema psíquico. Después de su restablecimiento, abandonó la medicina como profesión.

     Hechos como el que acabamos de narrar, que demuestran una falta total de responsabilidad en el cumplimiento del deber, son actualmente hechos cotidianos que suceden tanto en los hogares como en las profesiones. Es el profesor que llega tarde; es el alumno que no prepara sus deberes escolares; es el empleado negligente; es aquella señora que no cumple fielmente con sus deberes domésticos y no se preocupa por atender a su esposo y a sus hijos; es el patrón que no cumple con lo que la ley establece; es el esposo y padre que no es merecedor de sus atribuciones; es el cristiano que se olvida de su compromiso para con Dios.

     La falta de sentido de la responsabilidad para con el prójimo es lamentable y alarmante, pero para con Dios es imperdonable. Muy frecuentemente vemos personas que llegan a la iglesia después de iniciado el culto de adoración y a otras que fueron nombradas para ciertos cargos, realizar sus tareas con displicencia o sencillamente no hacer nada. Esto indica menosprecio por la Persona de Dios, el

Ser Supremo en la vida del cristiano.

     ¿Qué hacer ante esta triste realidad? Escasean sobre la tierra las personas que asumen responsabilidades y las cumplen rigurosamente. Son pocos los que cumplen con los compromisos contraídos, aun a costa de sacrificios.

     ¿Cómo orientar a nuestros hijos para que adquieran este rasgo de carácter imprescindible para la vida? ¿Cómo hacer para que la generación que surge sea más responsable Que la anterior? Sin duda, son dos los factores que contribuirán para la consolidación de este ideal: el ejemplo de los padres y la Práctica de ese hábito desde los tiernos años de la vida del niño. Recuerden los padres que las bases del buen o el mal carácter se establecen antes de los siete años de edad. Esto no lo dice solamente la pluma inspirada sino que también lo afirman los psicólogos. Nunca estará de más recordar a las madres la necesidad de orientar y cuidar a sus hijos suministrándoles lecciones tales que se constituyan en un aliciente invalorable durante toda su existencia.

     Queridas madres, este trabajo tan noble y digno no puede ser delegado a nadie. Dios lo exige de ustedes, y su resultado es de más valor que cualquier salario o ventaja que puedan obtener estando fuera del hogar. Sean una guía para sus hijos. Sean un espejo, una luz, una bendición.

     El carácter es el conjunto de hábitos adquiridos. De allí se deduce que el niño debe habituarse a practicar las virtudes que deseamos formen parte de su carácter. La madre, por lo tanto, les dará tareas a sus hijitos tan pronto como éstos puedan ejecutarlas; pequeñas al principio, pero que serán mayores a medida que vayan creciendo.

     Estuve como huésped durante una semana en la casa de un pastor. Había en aquel hogar dos niños de cuatro y cinco años aproximadamente. Noté con alegría que aquella madre estaba formando en ellos un carácter sólido y los estaba preparando para el cielo. El viernes a las cinco la madre dijo: “Queridos, está por llegar la hora de la puesta del sol”. Sin una palabra más y sin ninguna queja, dejaron de jugar inmediatamente. Juntaron los juguetes que habían llevado al jardín, cerca de la cocina, y los colocaron dentro de dos cajas. Tomándolas uno de cada lado las llevaron hasta su lugar, y luego se bañaron rápidamente.

     Al observar este simple episodio, comprendí que aquella señora ya había enseñado a esos niños por lo menos tres virtudes importantes para sus vidas: responsabilidad, orden y obediencia. La madre no les dijo lo que tenían que hacer; simplemente les dijo que estaba acercándose el momento de la puesta del sol. Por el hábito formado en ellos, automáticamente juntaron y guardaron sus juguetes en el debido lugar y se prepararon para recibir el sábado.

     En el transcurso de aquella semana pude comprobar que aquella joven madre había inculcado en sus niños muchas otras virtudes. En la hora del culto de familia buscaban la Biblia, el folleto de la lección, el libro de devociones matinales y volvían a guardarlos en su lugar una vez que terminaban. Secaban sus cubiertos y los colocaban en el lugar, bien ordenados. Conocían bien el lugar donde guardar sus zapatos, y sabían cuáles eran sus tareas para el día y las realizaban.

     En el caso de los adolescentes, los deberes deben ser más pesados. Se sugiere que se establezca un horario semanal y, con mucho tacto y amor, se exija su cumplimiento con una eficiencia acorde con la edad. Las tareas hogareñas deberán ser realizadas tanto por las niñas como por los niños. El número de muchachas que se casan sin tener siquiera noción de los deberes que les aguardan en el hogar, es enorme. En esto colaboran las madres que quieren “cuidar” a sus hijas, porque pueden cansarse de tanto trabajar; también colaboran las empleadas domésticas que deben hacer todas las tareas porque para eso se les paga. Las madres, posean recursos financieros o no, tengan empleadas o no, deben distribuir las actividades del hogar entre sus hijos. Cada uno debe tener su cuota de obligaciones para cumplir durante el día. El cumplimiento del deber produce alegría, satisfacción y la unidad de la familia. La tarea de orientar y enseñar a los niños en el hogar requiere mucho esfuerzo, paciencia y amor, pero tiene su recompensa. ¡Créanme!

“Se necesita un muchacho”

     Esa frase se leía en un cartelito que estuvo por algunas semanas en la ventana del escritorio de la firma Pérez y Cía. No se trataba de que el Sr. Pérez no encontrara muchachos para el empleo -por el contrario, aparecieron unos doce candidatos- sino que al examinarlos tenía en mente algo más importante.

     Juan Suárez fue admitido. Le gustó el lugar; servían un almuerzo excelente y aunque el trabajo consistía simplemente en llevar algunos recados, pagaban bien. Comenzó su actividad.

     Por la tarde el trabajo escaseó y el Sr. Pérez le dijo; “Suárez, suba al desván. Allí encontrará un baúl muy grande. Quiero que lo ponga en orden”.

     El muchacho subió. El lugar estaba oscuro, frío, habitado por ratones y lleno de telas de araña. Allí estaba el viejo baúl en medio del desván. Sus ojos analizaron la situación: “El baúl pesa más de una tonelada… y no contiene nada importante… apenas algunos clavos herrumbrados, llaves quebradas, trozos de hierro; sólo basura. Y como si fuera poco, ¡un ratón! Si hay algo que detesto son los ratones”.

     El viento silbaba al entrar por el ojo de la cerradura y le producía escalofríos… “El viejo está muy equivocado si piensa que me voy a quedar aquí en medio de estas bagatelas… Yo me empleé para entregar recados”. Y pensando en esto descendió los escalones de tres en tres.

     Entonces apareció el Sr. Pérez y le preguntó:

     —¿Puso todo en orden, Suárez?

     —No encontré nada para ordenar -respondió el muchacho-. No hay nada de valor. Solamente vi trastos viejos.

     —Eso era exactamente lo que deseaba que usted ordenara -dijo el Sr. Pérez- ¿Lo hizo?

     —No, señor. Al final de cuentas me empleé para llevar recados, Sr. Pérez.

     —¡Ah! —dijo el empleador-: Pero yo pensaba que cuando no hubiera recados que llevar usted podría hacer todo lo que yo le pidiese. Lleve este recado a la ciudad.

     El muchacho se fue contento, diciéndose a sí mismo: “Sé cómo manejar a este viejo; debo hacerle saber cuáles son mis derechos”. Cerca de las 18.00 Suárez llegó y lo llamaron para recibir la paga del día. Casi se desmayó cuando le comunicaron que no necesitaban más sus servicios.

     Se tomó a otro muchacho, Garlitos. Estuvo entregando recados hasta una hora antes de terminar el turno de la tarde. Entonces lo mandaron al desván para que ordenara el baúl. No le tenía miedo a las ratas, ni al frío, ni a la oscuridad, pero tampoco encontró nada que valiera la pena ordenar. Volvió trayendo en sus manos unas tres llaves, algunos clavos y dijo:

     —Todo lo que es aprovechable está aquí. El resto son clavos herrumbrados, herramientas rotas, hierro viejo y cosas por el estilo.

     —Vaya ahora al correo a buscar la correspondencia -le dijo el Sr. Pérez.

     Al regresar recibió su paga, y fue despedido. Al llegar a su casa se quejó: “No sé por qué fui despedido. El Sr. Pérez es un mezquino. ¡Qué viejo miserable!”

     El tercer muchacho empleado fue Claudio Molinos. Estuvo todo el día ocupado entregando recados. Recién el segundo día tuvo un descanso y lo mandaron al desván para que pusiera en orden el baúl. Transcurrió la mañana; liego la hora del almuerzo y aún no descendía. Fue necesario que el Sr. Pérez lo llamara.

     —¿Terminó el trabajo, Molinos?

     —No, señor -le respondió- todavía tengo mucho que hacer.

     —Muy bien -le dijo su patrón-, Pero ahora venga a almorzar y luego podrá volver al desván.

     Después de una buena comida volvió a trabajar con el baúl y no se lo vio más; estaba ocupadísimo. Casi al final de la tarde descendió por las escaleras y dijo:

     —Señor Pérez, hice lo mejor que pude. “Esto” lo encontré en el fondo del baúl. Y le entregó una moneda de oro por valor de cinco dólares.

     —Qué lugar más inapropiado para una moneda de oro -dijo el Sr. Pérez-. Fue muy bueno que usted la encontrara.

     Y mientras hablaba, colocó la moneda en el bolsillo de Claudio.

     Cuando el joven se fue, el señor Pérez subió hasta el desván y ayudado por la luz de una linterna inspeccionó el trabajo del muchacho. ¡Maravilloso! ¡Perfecto! Aquellos objetos que por 25 años habían estado juntándose en el baúl, estaban ahora en perfecto orden. Claudio había sacado primeramente todas las cosas, después agrupó todos los objetos semejantes, en seguida hizo divisiones en el interior del baúl y colocó etiquetas con los nombres de las diferentes piezas que guardaría: clavos, clavos herrumbrados, llaves pequeñas, llaves grandes, cerraduras, etc. Cualquier cosa que se buscara podría encontrarse con facilidad. Cuando el Sr. Pérez vio aquellas etiquetas sonrió complacido y dijo como para que los ratones pudieran escucharlo: “Si no me equivoco, encontré al muchacho, y él encontró una fortuna”.

     Al día siguiente, Claudio fue aceptado como empleado efectivo. El anuncio desapareció dé la ventana y Molinos fue conocido como el muchacho de los recados de la firma Pérez y Cía. El señor Pérez le entregó un lema, por escrito: “Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas”. Lo leyó, y dijo sonriente: “Me esforzaré para hacerlo lo mejor posible, señor Pérez”.

     Este hecho sucedió hace ya varios años, y hace mucho tiempo que Claudio no es más el muchacho de los recados. La firma, famosa y bien conceptuada, cambió su nombre y pasó a ser: Pérez, Molinos y Cía.

     Un hombre joven, un joven rico, un joven responsable, un joven cristiano. Encontró el secreto del éxito en la vida cristiana y en la vida secular en la Biblia de su madre: “Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas”.

     Padres: Esta es una de las lecciones más importantes que deben enseñar a sus hijos.