Necesitamos someter nuestros deseos al señorío de Cristo. ¿Cómo se puede lograr este objetivo?

Hace algún tiempo, estudiamos en la Escuela Sabática el tema del título de este artículo. Creemos que conviene proporcionar, en beneficio de los lectores de Ministerio, alguna información adicional al respecto.

El Señor, cuando nos creó, puso en nosotros algunas necesidades básicas: necesitamos comer a fin de alimentarnos y seguir viviendo; por la misma razón, necesitamos beber agua. Necesitamos reproducirnos para perpetuar la especie. En cuanto a esto, el Señor dijo a Adán y a Eva: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra” (Gen. 1:28).

Estas necesidades determinan ciertos deseos: ganas de comer, apetito y hasta hambre; ganas de beber, que puede transformarse en sed. Y todos tenemos, en mayor o menor medida, deseos sexuales. Si estos deseos están sometidos al señorío de Jesús, son santos, justos y buenos, y no tienen en sí absolutamente nada de malo. Pero los seres humanos, con nuestra naturaleza pecaminosa, distorsionamos estos deseos, los pervertimos; y en ese caso pasan a ser malos y hacen daño al cuerpo, la mente y el espíritu.

En efecto, el apetito, un deseo normal, se convierte en gula, y puede derivar en la obesidad y en diabetes. El deseo distorsionado de beber nos induce a consumir bebidas estimulantes y hasta alcohólicas, con lo que algunos desembocan en el alcoholismo.

Peor aún; cuando nuestros deseos se distorsionan al no estar sometidos al Señor, aparecen necesidades ficticias, artificiales, que por más que lo sean exigen que se las satisfaga; y de ahí proviene el alcoholismo, que ya mencionamos, el hábito de fumar y la drogadicción. Y todo esto ha acarreado grandes males a la humanidad a lo largo de la historia. Los deseos sexuales mal controlados y distorsionados, nos llevan a la fornicación, el adulterio y a una amplia gama de perversiones sexuales, entre las cuales se cuentan la homosexualidad masculina y femenina, con sus consiguientes malos resultados para los individuos que caen en esto y para la sociedad en general. Por lo tanto, es más que conveniente que nuestros deseos -o apetitos, si los queremos llamar así- estén sometidos al Señor. Solo así se mantendrán dentro de los límites señalados por la santa voluntad de Dios, y su satisfacción será beneficiosa para nosotros. Pero, ¿cómo se logra esto?

Intentos humanos

En el curso de la historia, los seres humanos han sido conscientes de este problema, y han recurrido a una serie de expedientes para encontrarle solución.

Durante la Edad Media, por ejemplo, muchos creyentes, hombres y mujeres, se recluyeron en conventos para intentar dominar sus deseos dentro de los muros de esos edificios y tras las férreas cláusulas de los votos monacales. Para combatir la gula, practicaban frecuentes y prolongados ayunos. Para sojuzgar la sed, se abstenían de beber, y sufrían bastante. Para sojuzgar el cuerpo, se sometían a vigilias prolongadas, es decir, trataban de mantenerse despiertos tanto tiempo como podían. Además, se flagelaban al punto de que sus cuerpos manaban sangre. Para mantener en jaque los deseos sexuales, practicaban una estricta e irrevocable abstinencia, conocida como celibato eclesiástico. Aunque la Edad Media ya es historia, en algunos círculos cristianos estos intentos siguen en vigencia, como nos consta a todos.

¿Dieron resultados? En absoluto; nunca. Lo único que consiguieron los que se sometieron a ellos fue sufrir mucho, y sin resultado alguno. Los deseos -los apetitos- seguían vivos y activos, para gran frustración de los que deseaban alcanzar la plena santidad.

¿Cuál es el origen de todo esto?

El método medieval para combatir los deseos no tiene base bíblica. ¿Dónde se originó? Para responder a esta pregunta tenemos que hacer un poco de historia.

La iglesia cristiana primitiva, para expandirse a lo largo y lo ancho del Imperio Romano, tuvo que hacer frente a la cultura grecorromana, y alcanzó un éxito descomunal; tanto, que en pocas décadas el cristianismo desalojó a la religión pagana y ocupó plenamente su lugar. Cuando Constantino (280-377 d.C) elevó al cristianismo al nivel de religión oficial del Imperio, no hizo otra cosa sino reconocer un hecho evidente: el cristianismo había ejercido una profunda influencia sobre la civilización imperante, y la había modificado irreversiblemente.

Pero, lo que no se dice a menudo es que, a su vez, la civilización grecorromana ejerció una profunda influencia sobre la iglesia cristiana, modificando especialmente su cuerpo doctrinal al punto de que ya en el siglo IV la iglesia, aunque conservaba el nombre de cristiana, no era ni la sombra de la comunidad que fundó Jesús y difundieron los apóstoles.

¿En qué consistieron esos cambios? En realidad, fueron muchos. Nos limitaremos a mencionar algunos de los que tienen que ver con nuestro tema de la sujeción de los deseos.

La civilización grecorromana se sostenía sobre dos pilares: la religión y la filosofía. Aunque en el cristianismo de la Edad Media observamos más que vestigios de la religión pagana, la influencia mayor fue ejercida en este sentido por la filosofía griega.

¿Qué enseñaban los filósofos griegos?

Hubo muchos filósofos en Grecia en la antigüedad. Destacaremos, en nuestro estudio, a tres de ellos: Sócrates (469-399 a.C), Platón (427-367 a.C) y Aristóteles (388-322 a.C). Estos hombres eran ciertamente gigantes intelectuales.

Discurrieron sobre una cantidad de cosas. Con respecto al tema de la sujeción de los deseos, enseñaron que los seres humanos estamos constituidos por dos elementos completamente distintos, antagónicos y perfectamente separables; a saber, el alma y el cuerpo.

Según ellos, todo lo malo que se observa en el mundo y en la naturaleza humana tiene su origen en la materia, que es mala sin remedio; y, como el cuerpo está constituido por materia, es malo también. El alma, en cambio, es espiritual y buena, pero está aprisionada en la cárcel mala del cuerpo.

El alma, según los filósofos, tiene vocación de perfección: desea ascender a las máximas alturas. En cambio, el cuerpo malo está inclinado hacia las profundidades de la bajeza, y en él reside todo lo malo que se manifiesta en la vida de un hombre o de una mujer: gula, lascivia, malos pensamientos y malos deseos.

Los gnósticos

En los siglos I y II de nuestra era surgió, en el seno de la cristiandad, una comunidad imbuida de estas ideas filosóficas paganas; se los conoce como “gnósticos” Esta palabra deriva del término griego gnosis, que quiere decir “conocimiento”, “ciencia” Ellos pretendían tener, por disposición divina, un “conocimiento” especial que les habría sido revelado, supuestamente, por el Espíritu Santo.

Según los gnósticos, Jehová, el Dios del Antiguo Testamento, creador de la materia mala, era un dios de segunda clase, al que ellos llamaban Demiurgo; y era enemigo del Dios verdadero, que ellos “conocían” y a quien representaban.

Los gnósticos ya habían hecho incursiones en las filas de la iglesia cristiana durante el primer siglo, y los apóstoles se vieron en la obligación de combatirlos. A ellos se refiere el apóstol Pablo cuando dice: “Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado, evitando las profanas pláticas sobre cosas vanas, y los argumentos de la falsamente llamada ciencia (gnosis)” (1 Tim. 6:20).

Por su parte, el apóstol Juan nos advierte de este modo, teniendo en mente precisamente a los gnósticos: “En esto conoced el Espíritu de Dios: todo aquel que confiesa que Jesús ha venido en carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios; y éste es el espíritu del anticristo, el cual vosotros habéis oído que viene, y que ahora ya está en el mundo” (1 Juan 4:2, 3). Y añade: “Porque muchos engañadores han salido por el mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Quien esto hace es el engañador y el anticristo” (2 Juan 7).

Los gnósticos, presuntamente seguidores de Jesús, no admitían que el Maestro hubiera venido en carne, es decir, con un cuerpo humano, porque, según ellos, si así hubiera sido no habría podido ser el Ser santo capaz de llevar a su culminación el plan de salvación, puesto que el cuerpo es material, y la materia es insanablemente mala. Enseñaban que Jesús solo tenía la “apariencia” de un cuerpo humano.

El anticristo

Es interesante notar que Juan adjudica esas ideas al “anticristo”, que los miembros de la iglesia primitiva sabían que había de venir. Si recordamos que el prefijo “anti”, en griego, no significa necesariamente “en contra de alguien”, sino “en lugar de alguien”, entenderemos mejor que estas doctrinas gnósticas serían aceptadas, al menos en parte, por la iglesia apóstata, que pretendería ocupar el lugar de Jesucristo en el plan de salvación, usurpando su poder para perdonar pecados y brindar salvación. Y, efectivamente, así fue.

Las doctrinas gnósticas y el cristianismo medieval

En efecto, aunque no podemos descubrir el rastro de los gnósticos más acá del siglo II, pues finalmente desaparecieron, sus ideas perduraron y se incorporaron en el cuerpo de doctrinas de la iglesia oficial de la Edad Media y de los siglos sucesivos.

Si quisiéramos hacer una lista de algunas de las doctrinas gnósticas que perduraron durante la Edad Media y que nos llegan hasta hoy, tendríamos que mencionar, entre otras, las siguientes:

  1. La idea de que los seres humanos estamos compuestos por un cuerpo malo y un alma buena que hay que salvar. “Salva tu alma” es un lema bien conocido de la iglesia popular.
  2. La idea de que a fin de mortificar el cuerpo malo se debe sojuzgar sus deseos, sus apetitos, aunque la salud se resienta, porque es preferible que el cuerpo muera para que el alma se salve. De ahí vienen los ayunos prolongados, las flagelaciones y las vigilias.
  3. La idea de que lo peor del cuerpo material y malo es la sexualidad, que hay que aherrojar y reprimir sin misericordia. De ahí viene el culto a la virginidad y el celibato eclesiástico. Por eso, algunos ministros de la religión son célibes, y su contrapartida femenina también lo es.

Y no hemos agotado la lista. Lo notable es que todas estas manifestaciones redivivas del gnosticismo se manifiestan precisamente en la iglesia que pretende ocupar el lugar de Jesús en el plan de salvación; es decir, en el anticristo.

Carne y espíritu

Pero aquí surge un problema. En el Nuevo Testamento encontramos las expresiones “carne” y “espíritu”. En efecto, en la conversación de nuestro Señor Jesucristo con Nicodemo, registrada en el capítulo 3 de Juan, el Señor le dice a su visitante: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del espíritu, espíritu es” (vers. 6). Y el apóstol Pablo, en Romanos 8:1, manifiesta: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al espíritu”.

¿Querrá decir que las doctrinas de los filósofos griegos y los gnósticos tenían base bíblica, después de todo? ¿No es, acaso, la “carne” el cuerpo malo, y no es el “espíritu” el alma buena? Efectivamente, así lo “interpretaron” los gnósticos del siglo II, y sus sucesores medievales.

Pero, ¿cuál es la verdad al respecto? Todas estas doctrinas gnósticas, que perduran con mayor o menor intensidad hasta el día de hoy en el seno de la cristiandad, carecen totalmente de respaldo bíblico. Al contrario, las Escrituras presentan claramente a Dios como Creador de todo lo que existe, incluida la materia. El mundo, cuya creación se describe en los dos primeros capítulos del Génesis, era material, y Adán y Eva tenían un cuerpo creado por Dios. Cuando el Señor califica su creación, incluida la materia y los cuerpos de nuestros primeros padres, declara que todo eso “era bueno en gran manera (Gén. 1:31); es decir, excelente. En la Biblia no existe en absoluto la idea de una materia mala y un alma buena, de los filósofos y los gnósticos.

Más aún, cuando estudiamos este tema en el Nuevo Testamento, nos encontramos con declaraciones como estas: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros”? (1 Cor. 6:19). En lugar de ser la “jaula” mala del alma buena, el cuerpo es, para el apóstol Pablo, el templo del Espíritu Santo.

Y, cuando habla de la resurrección, nos dice, en 1 Corintios 15:44: “Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual” ¡Cuerpo “espiritual”! Esto era un total contrasentido para los filósofos y los gnósticos. Para ellos, esos términos eran antagónicos y excluyentes. No así para los que tienen la mente de Cristo.

¿Qué es, entonces, “carne” y “espíritu”? Si lo primero no es el cuerpo malo, ¿qué es? Y si lo segundo no es el alma buena que hay que salvar, ¿de qué está hablando la Escritura?

La expresión “carne” (sarkós, en griego) es un término que podríamos calificar de técnico, y Jesús y el apóstol lo usan para referirse a la naturaleza pecaminosa, que adquirieron Adán y Eva cuando pecaron y que han transmitido a toda su descendencia por la ley de la herencia. Esa naturaleza es la que distorsiona los deseos, y los convierte en pecaminosos y perjudiciales.

Por otra parte, la palabra “espíritu” (pneúmatos) se refiere a la naturaleza regenerada por la gracia de Dios, que se recibe en el momento de la justificación y que se consolida día a día mediante el proceso de la santificación.

Quiere decir, entonces, que cuando Jesús conversó con Nicodemo, le dijo: “Lo que es nacido de la naturaleza pecaminosa es pecaminoso; pero lo que ha nacido de nuevo, por el poder de Dios, es una nueva naturaleza regenerada y aceptable a Dios”. Y, algo parecido a esto dice Pablo en Romanos 8:1: “Ninguna condenación hay para los que han nacido de nuevo, del espíritu, y no andan conforme a la naturaleza pecaminosa”.

El apóstol Pablo menciona, además, en Gálatas 5:19 al 21: “Y manifiestas son las obras de la carne (de la naturaleza pecaminosa heredada de Adán), que son: adulterio, fornicación, inmundicia (perversiones sexuales), lascivia (lascivo es alguien que está dominado por los deseos sexuales), orgías”. Todos estos pecados tienen que ver con la distorsión de los deseos sexuales.

Pero, la lista del apóstol no ha terminado: “idolatría, hechicerías, disensiones, herejías”. Estos pecados tienen que ver con una distorsión de la necesidad de adorar.

“Envidias (no codiciarás), homicidios (no matarás)”.

“Borracheras”. Consumo de bebidas alcohólicas. Una distorsión pecaminosa de la necesidad de beber.

En cambio, el “fruto” (uno solo) del espíritu, es decir, de la naturaleza regenerada por el poder de Dios, es: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (temperancia)”.

La temperancia, por definición, es “el uso moderado de lo bueno, y la total abstención de lo dañino”. Por lo tanto, los nacidos del Espíritu tienen deseos normales, no distorsionados por la naturaleza pecaminosa.

Cuerpo, mente y espíritu

Más aún, según las Escrituras, los seres humanos no estamos constituidos por los dos clásicos elementos de los filósofos griegos: cuerpo y alma, sino por tres factores que constituyen una unidad inseparable: cuerpo, mente y espíritu. El fundamento bíblico de este concepto lo encontramos en este pasaje: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo, y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes. 5:23). Las palabras griegas correspondientes son pneuma, psujé y soma, que podríamos traducir con más exactitud como “espíritu, mente y cuerpo”.

Cuando Dios creó al primer hombre, lo hizo del polvo de la tierra; alentó en su nariz soplo de vida, y el hombre llegó a ser un ser viviente. Dios creó un ser con cuerpo, mente y espíritu; no un cuerpo con un alma. Y estos tres factores son inseparables. Si se destruye el cuerpo, se destruye simultáneamente la mente y el espíritu. El alma inmortal, preconizada por los filósofos y los gnósticos, no existe en las Escrituras.

Por lo tanto, destruir el cuerpo para, de esa manera, intentar salvar el alma es totalmente fútil e inoperante. Evidentemente, esa no es la manera de controlar los deseos de un ser humano.

¿Cómo se puede dominar los deseos?

Si ni los ayunos, las vigilias, las flagelaciones, ni el celibato eclesiástico sirven para dominar los deseos del cuerpo y la mente camales, ¿cuál es el método bíblico para lograrlo?

Única y exclusivamente por el poder de Dios que se infunde en el alma de todo aquel que acepta a Jesús como su Salvador personal. Cuando eso ocurre, el Espíritu Santo toma posesión del espíritu del hombre y lo transforma milagrosamente. Este es el “nuevo nacimiento” de Juan 3, y la “nueva criatura” de 2 Corintios 5:17.

El hombre carnal, dominado por su naturaleza pecaminosa, es incapaz de dominar sus deseos. No importa qué haga, nunca lo logrará. Por eso fracasaron los monjes, las monjas y los ermitaños de la Edad Media. Por eso fracasará todo el que intente esos métodos hoy. Por eso Martín Lutero, por más que lo intentó, no logró dominar sus deseos, y solo lo consiguió cuando descubrió el método evangélico y lo puso en práctica, con lo que la Reforma protestante nació en su corazón.

Y este, el poder del evangelio, continúa siendo el único método eficaz -porque es de origen divino- para que nuestro Señor Jesucristo sea el Señor de nuestros deseos.

Sobre el autor: Pastor jubilado, entre otras responsabilidades fue director de departamentos en la División Sudamericana y director editorial de la ACES. Reside en Libertador San Martín, Entre Ríos, Rep. Argentina.