El pastor ante la Biblia como cristiano y como predicador

 El espectáculo se grabó para siempre en una parte preferente de mi alma: la luna, a punto de ponerse en el horizonte, se recortaba nítidamente por encima de las colinas oscuras; una nube negra dibujaba fantásticas formas en el claroscuro del cielo de la madrugada; en el patio, formas confusas de bestias de carga, olor peculiar de naranjas y plátanos verdes magullados; y en primer plano, la poderosa figura de mi querida madre llenando de seguridad, valor y fe, amor y gozo, el horizonte de mi vida.

 Desde entonces, cada vez que percibo un olor o circunstancia similares, emerge el recuerdo en mi interior, y vuelvo a vivir toda aquella escena con idéntica angustia y dicha.

Arqueología del sujeto

 ¿Por qué recordamos, y literalmente volvemos a vivir, experiencias pasadas? Por un misterio de la naturaleza mental y espiritual del hombre. Existe, al parecer, en la mente un depósito de experiencia vital. Gilbert Highet escribió: “Grabados y archivados en las células del cerebro se hallan millones y millones de datos, recuerdos, hábitos, instintos, habilidades, deseos y esperanzas, temores y sonidos, delicadísimos cálculos y brutales deseos, el sonido de un murmullo escuchado 30 años antes… Deleites nunca experimentados pero incesantemente imaginados, la compleja estructura de un puente, la presión exacta de un dedo sobre una cuerda, el desarrollo de diez mil juegos de ajedrez, la curva precisa de unos labios, tonos, sombras, el rostro de incontables extranjeros, el olor de un jardín, oraciones, poemas, chistes, sumas, victorias, el temor al infierno y el amor de Dios, la imagen de una brizna de hierba y el cielo estrellado”.[1] Y el Dr. William James escribió: “En estricta literalidad científica, nada de lo que llega al cerebro se pierde”.[2]

 Todo lo que hemos visto, sentido, oído y hecho, es decir, todas nuestras experiencias concretas, ha quedado registrado en el subconsciente, como si este rincón de la mente fuera el depósito de la experiencia vital y espiritual. Pero, al parecer, su contenido es más profundo. Cari Gustav Jung dividió el subconsciente en dos: el inconsciente individual y el inconsciente colectivo.[3] El inconsciente colectivo es el poderoso depósito de experiencia ancestral acumulada durante toda la historia de la humanidad. Es la “humanidad arcaica”, como diría uno de los biógrafos de Jung cuando analiza el inconsciente colectivo, que vive, habita e influye nuestra naturaleza mental y espiritual. Y el Dr. Alexis Cairel dice que el hombre es un ser histórico.[4] En otras palabras, soy la última expresión y producto de la naturaleza moral, espiritual y mental de mis antepasados; es decir, de mi raza, y de la humanidad misma. Las pasiones, los impulsos, deseos y motivos que han movido a la humanidad, están, de alguna manera, activos en mí. Es lo que Michel Foucault llamó “arqueología del sujeto”. Y todo el contenido del subconsciente, al parecer, está estructurado lingüísticamente.

 “Cuando usted piensa”, dice Roland R. Hegstad, “una corriente eléctrica desencadena la acción en las células… A través del tiempo llegamos a ser, esencialmente, lo que vemos y oímos porque esta información, archivada en un oscuro cajón del subconsciente, es el centro de datos de donde sacamos la información para nuestros juicios, nuestras acciones, muchas veces sin damos cuenta qué había determina- do nuestra decisión”.[5] En otras palabras, podría decirse que el subconsciente determina en gran medida nuestra conducta, ésta no depende del albedrío, como efectivamente afirma San Pablo (Rom. 7:14-25). Todos nuestros juicios, sentimientos, imaginaciones, deseos y acciones están determinados en gran medida por nuestro subconsciente, como si éste fuera un antro lleno de aves sucias y aborrecibles, el depósito del pecado original.

 Seguramente los grandes observadores y estudiosos no han hecho otra cosa que vislumbrar oscuramente los bordes del misterio de la mente humana. Y nosotros no podemos simplificar el misterio de las fuerzas e influencias que inciden en la conducta diciendo que está determinada por el subconsciente; pero sí podemos usar sus hallazgos como ilustración. Jesús dijo: “¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno siendo malos? Porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mat. 12:34, 35). Sea este mal tesoro que mencionó Jesús el inconsciente, o cualquier otro depósito misterioso de poder, de allí salen los impulsos que motivan las acciones de los hombres. En otra ocasión, Jesús lo llamó sencillamente corazón: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mat. 15:19). El profeta Isaías generalizó: “Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo” (Isa. 57:20).

 ¿Cómo podrá hacer el bien el hombre natural si ni siquiera se le ocurre? ¿Si de su interior, como de una fuente contaminada, salen miasmas? ¿Cómo podrá hacer lo bueno si es irremediablemente malo? Los hombres son malos por naturaleza y producen naturalmente el mal, del mismo modo como el espino produce naturalmente espinas y la zarza abrojos. Están muertos en “pecados” (Efe. 2:5), “ajenos a los pactos de la promesa” (2:12), alistados descuidadamente en las filas de la rebelión contra Dios.

 Y si por algún medio llegan al conocimiento de la voluntad de Dios, perciben la justicia, belleza y santidad de su carácter, y conocen su ley que es “santa, justa y buena”, entran en un conflicto mortal con su naturaleza. Quieren obedecer una “ley espiritual”, pero no pueden, porque son camales. No quieren hacer el mal, y lo hacen, porque están sujetos a la tiranía de la “ley del pecado” (Rom. 7:23), que está implantada en su espíritu, alma y cuerpo. Quieren hacer el bien, y no pueden, por la misma razón. Están sujetos a la “ley de un amo extraño”, como decía Freud.

 La historia nos muestra trágicos ejemplos de quienes se empeñaron en la lucha por vencer al pecado en la carne, tratando de hacer que el leopardo cambiara sus manchas, que el negro cambiara el color de su piel y que el hombre malo sacara algo bueno del mal tesoro de su corazón. Unos se encerraron en monasterios para dedicarse a la meditación y la oración, para cuidar sus ojos y sus oídos a fin de no ver ni oír cosas malas, pero descubrían horrorizados que el mal no se había quedado fuera de la celda, sino que estaba en su cuerpo (Rom. 7:24). Se inventaron toda clase de métodos y disciplinas para “golpear” el cuerpo y ponerlo en “servidumbre” (1 Cor. 9:27), pero muchos se destruyeron a sí mismos, tratando en vano de encontrar la santidad.

 Otros, más disciplinados, mediante una vigilancia heroica y efectivos ejercicios espirituales, lograron limpiar su conducta externa, para descubrir que les había ocurrido que eran, como dijo Jesús, “semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, más por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mat. 23:27). Conductistas convencidos y legalistas determinados se dedicaron a vigilar sus actos para no obrar mal, pero descubrieron que las acciones nacen malas porque la fuente de la vida espiritual está contaminada. Como dijo el Dr. George Knight: “Un concepto adecuado del pecado nos capacita para comprender, como dice Bernard Ramm, que somos pecadores en nuestro ‘centro de control’. De ese centro de control vienen las órdenes para la acción”.[6]

 Ni los héroes morales ni los legalistas más determinados podrán romper la continuidad de su marcha que va “de mal en peor” (2 Tim. 3:13), hasta exhalar el último suspiro en una derrota eterna en su lucha contra el mal. La humanidad, sujeta a la ley del pecado y de la muerte, va huyendo despavoridamente hacia “el sepulcro y nadie le detendrá” (Prov. 28:17). La condición del hombre es triste, aterradora, pavorosa e irremediable humanamente. Bien dijo San Pablo en un análisis de esta cuestión: “¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom. 7:25).

 La única solución, como gracias a Pablo todos sabemos, es Jesucristo, “el sumo sacerdote de nuestra profesión” (Heb. 3:1). Todos los que alguna vez salgan de su pavorosa situación e interrumpan su huida hacia el sepulcro, dirán: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 7:25).

Sobre el autor: es director de la revista Ministerio Adventista, edición interamericana


Referencias

[1] Citado por Roland R. Hegstad en Mind Manipulators, pág. 12).

[2] Citado por Félix Cortés A. en Peligro a medianoche, pág. 77.

[3] Uno siente que debería ser subconsciente colectivo, pero desde que Leibniz definió esa facultad de la mente y le llamó inconsciente en el siglo XVII, hasta el uso que le dieron Kant y Freud, ha existido una equivalencia entre inconsciente y subconsciente. Incluso hay cierta confusión entre algunos autores. El diccionario de Filosofía de Nicola Abbagnano utiliza el término inconsciente para definir esta facultad, y define el térrni- no “subconsciente” como “lo mismo que insconsciente”. Por otra parte, el Nuevo Diccionario Médico (Dr. Rafael Ruiz Laray Dr. Luigi Segatore [Barcelona: Editorial Teide, S.A., 1984]), utiliza el término subconsciente para definir esa facultad de la mente y ni siquiera menciona el término inconsciente, al que considera como adjetivo derivado del sustantivo consciencia, para referirse a quien ha perdido el estado consciente. Nosotros utilizamos subconsciente en este trabajo siguiendo sencillamente el Nuevo Diccionario Médico

[4] Dr. Alexis Carrel, La incógnita del hombre [México: Editores Mexicanos Unidos, SA, 1992], págs. 179, 182.

[5] Roland R. Hegitad, Mind Manipulators, pág.

[6] Pharisee’s Guide to Perfect Holiness (Boise. ID.: Pacific Press Pub. Assn., 1992), pág. 24.