Para el observador casual puede parecer que algunos hombres y ‘mujeres de éxito han tenido una racha de buena suerte. Pero cuando conocemos a esas personas descubrimos que la suerte no ha entrado en su éxito. Y no lo ha determinado ninguna fórmula mágica. No hay ningún secreto.
Hace algunos años, el presidente de una gran compañía norteamericana de aceros le dijo al jefe del departamento de laminado:
—Quisiera que me enviara al mejor operario que tiene a su cargo, para ponerlo a trabajar en una tarea especial.
—Pero todos mis hombres son buenos —replicó el jefe—. No tengo un hombre número uno.
Pocos días después llegó una orden del gerente que pedía que todos los hombres del departamento de laminado trabajaran dos horas de tiempo extraordinario.
Después de dos semanas de trabajo extra, el gerente preguntó:
—¿Cómo han recibido sus hombres nuestro programa acelerado? ¿Les agrada?
—¿Agradarles? Todos lo detestan, menos un operario.
—¿Quién es? —preguntó el gerente.
—Se llamaba Carlos Schwab. Ese devora el trabajo. Parece que le agrada trabajar.
—Envíelo a mi oficina —dijo el gerente—. Ese es su hombre número uno; es el hombre que ando buscando.
Todo el mundo sabe que Carlos Schwab llegó a ser un rey del acero —un hombre sobresaliente en la industria. Le gustaba su trabajo. Para él no era algo penoso, sino un juego, un placer.
Un periodista oyó decir que en la empresa Chrysler todos, aun el gerente, tenían que registrar la hora de entrada al trabajo en una tarjeta. Parecía algo absurdo, pero cuando acudió a revistar las tarjetas, descubrió que el gerente, Walter P. Chrysler, marcaba la suya cada mañana a las 8.15. El trabajo comenzaba a las 8.30. Esto demostraba que todos los días trabajaba tiempo suplementario. Había una razón por la que lo habían elegido gerente.
En la historia del oeste de los EE. UU., y en los días de la fiebre del oro, se cuenta el caso de un viejo buscador de oro que con cierta frecuencia desaparecía del poblado para internarse en los cerros durante algunas semanas. Cuando regresaba, generalmente contaba que había descubierto una veta más rica y grande que cualquiera que hubiera hallado antes. Otros que habían tenido poca suerte lo envidiaban, y procuraban por todos los medios descubrir su secreto. Cierto día decidió divulgarlo. “Muchachos —les dijo—, mi secreto es éste: nunca dejo de hacer hoyos”.
Un viajero que observaba a un leñador en su- trabajo, notó que de vez en cuando enganchaba uno de los troncos que flotaban corriente abajo y lo sacaba a la orilla. “¿Por qué saca esos troncos? —le preguntó—. Parecen iguales a los demás. No veo ninguna diferencia en ellos”.
“Pero no son iguales, señor. Son muy diferentes. Los troncos que retiro han crecido en la falda de la montaña, protegidos de las tormentas. Su fibra es basta, de mala calidad. Pero los troncos que siguen viaje crecieron en la cumbre de la montaña, donde fueron azotados por las tormentas. Por esto desarrollaron una fibra fina. Los utilizamos en obras de calidad”.
Hay plantas que crecen bien en un invernáculo, pero que no medran a la intemperie, sometidas a la acción del viento, del sol quemante y de las tormentas. Los hombres de éxito también son probados, y siempre revelan la calidad de su fibra.
He tenido la satisfacción de trabajar con muchos excelentes pastores adventistas. Algunos de ellos se destacan entre sus compañeros. Recuerdo especialmente el caso de un obrero. No había estudiado en ningún colegio; no tenía ningún título. Sin embargo, era el que bautizaba más almas. En la asociación había otros hombres más preparados, y estoy seguro de que muchos de ellos tenían más talentos heredados. A menudo hablábamos con mi esposa de su éxito. En realidad, no había ningún secreto. Ese pastor trabajaba incesantemente. Visitaba a sus miembros. Visitaba e interesaba a la gente. Se ponía en contacto con los periódicos; hacía amigos entre los hombres de negocio. Con los jóvenes actuaba como joven. Los invitaba a su casa y los atendía bien. A la salida de los cultos, siempre estaba en la puerta y saludaba a todos los asistentes. Su éxito no obedecía a ningún secreto. Era un obrero incansable. Y el amor que tenía en su corazón encontraba expresión en muchas maneras diferentes.
Pienso en otro evangelista que llegó a ser un excelente amigo mío. Tampoco había estudiado en nuestros colegios. Tampoco tenía una personalidad destacada. Hablaba mal el idioma inglés. Este hermano tenía muchas desventajas. Pero era trabajador. Trabajaba temprano y tarde. Nunca pensaba en sí mismo. Su esposa trabajaba tan incansablemente como él. Conocía a los miembros de su grey. Parecía intuirlo cuando faltaba uno de ellos. Después de la reunión llamaba por teléfono a los ausentes. Se interesaba personalmente en ellos. Tal vez tenía que hacer sacrificios para realizar todas esas cosas. Parecía que tenía un solo propósito en la vida. Todo lo demás tenía menos importancia. Nunca llegó a tener casa propia. Todo su dinero sobrante lo empleaba en el adelantamiento de la obra. ¿Cuál era el premio de sus afanes? Cientos de personas bautizadas. Su éxito no estaba determinado por ningún secreto. Si hubiera tenido algún título, o hecho estudios especializados, y si hubiera tenido una brillante personalidad habría podido hacer mucho más. Muchos otros, si hubieran estado en el caso de este obrero, no habrían hecho nada, pensando que no habían recibido talentos naturales o adquiridos.
Pienso en un obrero cuyos padres nunca fueron a la escuela. Aun no sabían leer ni escribir. La madre aprendió a leer después de ser adventista. Sus padres eran gente de carácter, y le transmitieron algunos rasgos muy firmes. Lo habían criado en forma disciplinada, y él sabía lo que era sacrificio. Sin embargo, tenía un complejo de inferioridad, y sufría mucho tratando de hablar en público. Pero había aprendido a tratar de hacer todo lo que se le ordenaba. Esos padres sin instrucción se sacrificaron para que él recibiera educación, y mantuvieron delante de él el ideal de servicio por sus semejantes. Ese joven no era bien parecido ni tenía talentos. Habría estado mejor, al parecer, haciendo trabajos de retaguardia. Pero en su vida hizo muchas cosas, y la gente se admiraba de su habilidad. Su éxito no tenía ningún secreto. Trabajaba, se esforzaba y hacía lo mejor que podía. A menudo, mientras otros jugaban o paseaban, él trabajaba. No permitía que su trabajo fuera una carga para él, o que le provocara úlceras. Trataba de sacarles el mejor provecho a los talentos que poseía. Cualquier persona que haga eso será bendecida por el cielo. Dios multiplicará sus capacidades.
Nunca he conocido una fórmula mágica para llegar a tener éxito en el ministerio. No creo que alguien disponga de ella. Se han escrito libros para tener éxito como predicador, y nadie duda que haya mucho de bueno en ellos.
Tomad al obrero que está a la cabeza de todos por el número de almas ganadas, y estudiad los métodos que emplea en su trabajo, tratando de descubrir el secreto de su éxito. Tal vez llegaréis a la misma conclusión a que llegué yo después de trabajar durante décadas con pastores adventistas. Una persona llega a tener éxito porque pone todo su ser al trabajo. No dispersa sus esfuerzos en cosas secundarias. Trabaja incansablemente.
Nunca habrá un sustituto para el esfuerzo consagrado. Dios no bendecirá a la persona que no intenta hacer algo. Dios promete ir con nosotros si es que vamos, pero debemos continuar yendo a algún lugar, haciendo cosas, persiguiendo un fin, si queremos que él nos ayude. No quiero ser sacrílego, pero no veo cómo puede Dios bendecir a un predicador indolente, inactivo.
Sobre el autor: Redactor de libros de la Pacific Press Publishing Association.