Tomemos a los tres componentes del círculo familiar, y construyamos con ellos un santuario conceptual.

A todos nos gusta recordar que la institución del matrimonio tuvo su origen en el jardín del Edén, antes que el pecado entrara al mundo. Pero a nadie le gusta pensar que en nuestros días esta institución sufre acosada por graves males que la han transformado en algo muy distinto de lo que Dios tenía en mente al establecerla. Peor todavía resulta comprobar que, aun en el seno de la iglesia, el manto del matrimonio —y por extensión, la vida familiar—, cubre multitud de sufrimientos, abusos y corrupciones que afligen la vida de los miembros, tanto nuevos como antiguos.

Muchos creen que los problemas de la vida familiar son el dinero, los parientes, los hijos y otras cosas similares. Sin embargo, todo consejero familiar sabe que hay muchos matrimonios que experimentan esta clase de dificultades, pero la paz entre ellos no se ve alterada por las circunstancias desfavorables por que atraviesan. En algunos matrimonios, las dificultades de la vida fortalecen la unión de los miembros y en otros, las mismas circunstancias los hacen entregarse a interminables conflictos y recriminaciones. La diferencia es que hay familias cuya conducta sigue —consciente o inconscientemente— el modelo bíblico que debe gobernar todas nuestras relaciones humanas.

La Iglesia Adventista del Séptimo Día tiene el deber sagrado y urgente de proveer conducción sólida y efectiva para sus miembros y para la comunidad en todo lo que se refiere a la preservación de las instituciones que Dios estableció para el beneficio y la protección de la sociedad y las relaciones humanas. No en vano tenemos un Salvador que la

Inspiración describe como nuestro “Consejero maravilloso” (Isa. 9:6 KJV margen).

Muchos pastores y dirigentes de la iglesia se lamentan por tener que usar en su proceso de aconsejamiento marital y familiar, elementos extraídos de la psicología secular. Reconocen que hay cierta utilidad en las fórmulas psicológicas y sociológicas, por lo menos en lo que se refiere a la descripción de fenómenos y procesos psicosociales, y la prescripción de alternativas de conducta que sean más funcionales. Pero cuando se llega a la aplicación de las decisiones se tropieza con el tristemente familiar obstáculo que presenta la falta de poder, la impotencia de los afectados para lograr modificaciones permanentes de la conducta en su nivel fundamental. El consejero espiritual que desea orientar a los miembros de su rebaño no puede menos que simpatizar con el sentir que expresa el pasaje de Santiago 2:15,16: “Y si un hermano o una hermana están desnudos y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?”

Si el lector está en esta situación, no necesita desesperar. Dios no nos manda hacer nada sin darnos, junto con el mandato, los medios de realizarlo. Y al enviarnos a “desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados”, así como a romper “todo yugo” (Isa. 58:6), el Señor no estaba poniendo su confianza precisamente en los escritos de Freud…

Hay en la Palabra de Dios tesoros incomparables de sabiduría, que él desea poner en las manos de sus hijos para que éstos hagan una obra muy superior a la que puede hacerse echando mano de las obras contaminadas de la sabiduría humana y secular. Es tiempo de que el consejero cristiano, laico o eclesiástico, se apropie del conocimiento prístino y poderoso que brilla en las páginas de la Sagrada Escritura, sin pedirle disculpas a nadie— y sobre todo, sin sentirse inferior a nadie— por hacerlo.

Por encima de todo, el pastor o consejero laico adventista tiene en sus manos la herramienta de aconsejamiento más poderosa y completa que sea posible imaginar. Me refiero a la posibilidad de tomar la verdad central del adventismo y hacer con ella aplicaciones prácticas, perfectamente adaptadas a las necesidades de la vida diaria del creyente, en cualquier sentido que sea necesario.

Y lo más bello de hacer esto es que nadie necesita estudiar largos años llenándose la memoria de conceptos seculares. Los beneficios de aplicar el fundamento de nuestra fe a nuestro ministerio son inmediatos, y no dependen de complicados razonamientos teológicos. La sabiduría de Dios es, en primer lugar, sencilla, accesible. Al apropiarnos de ella, nuestro ministerio en favor de los demás se ve despojado de todo lo innecesario, lo inútil, lo que le quita su efectividad. Queda en nuestras manos, entonces, una herramienta sumamente liviana, precisa y fácil de manejar.

Cuando nos referimos a la “verdad central del adventismo”, estamos hablando, naturalmente, del Santuario. Eso sí, no como un ejercicio en arquitectura —según la actitud tradicional—, sino reconociendo que, fundamentalmente, el estudio del Santuario no es otra cosa que el estudio de la naturaleza y el ministerio de nuestro Señor Jesucristo.

Cristo es nuestro Santuario místico de salvación. Y la transformación de su ministerio salvador en una herramienta conceptual de uso general debiera ser la gran prioridad del adventismo. Debe ser nuestra prioridad ante Dios que nos llamó con este propósito; ante nuestra madre espiritual —la iglesia—, que por falta de esta luz se ve debilitada e impotente; y ante el mundo que perece en sus pecados, atormentado por los inevitables sufrimientos que éstos ocasionan.

Al destilar el concepto fundamental del Santuario, encontramos que éste define tres ambientes (el atrio, el lugar santo y el lugar santísimo). Estos tres ambientes revelan dos grandes realidades: una, estructural; la otra, funcional. Ambas ocupan un lugar específico en la formación del marco psicosocial normativo en que se deben establecer la estructura y las funciones de la familia sana o normal.

Armados con estos elementos básicos, podemos aplicar el conocimiento del Santuario en calidad de concepto a las realidades de la vida familiar. Tomemos a los tres componentes del círculo familiar, y construyamos con ellos un santuario conceptual. En él, los tres ambientes representan al padre, la madre y los hijos. El padre y la madre, en su relación de especial y completa intimidad, reflejan el tabernáculo, esa estructura en la cual dos ambientes formaban una unidad perfecta e indivisible, y sin embargo mantenían su individualidad distintiva sin perder su armonía estructural y funcional.

Así como el tabernáculo se erguía en medio del atrio, del mismo modo los cónyuges viven rodeados de sus hijos, los cuales reflejan fielmente en su personalidad y su conducta la influencia modeladora de sus padres.

Dios se ha revelado a su pueblo en el Santuario, y al crear este mundo y sus habitantes, lo hizo reflejando su imagen en todos los aspectos de su obra maravillosa. Por eso, al evaluar su actividad creadora al fin de cada día, dice la Escritura que todo lo halló “muy bueno”. Personalmente creo que el concepto del Santuario es de aplicación universal y que revela la forma ideal de relacionarnos con Dios y con el prójimo. Por ello, no pensemos que esta aplicación del Santuario a la vida familiar es forzada o simplemente el producto de la casualidad.

Sin embargo, el proceso de hacer la correlación de los elementos del Santuario con las realidades de la estructura y dinámica familiar requiere más bien un libro que un artículo. Con todo, para darnos una idea general de su validez bastarán algunos ejemplos.

El padre refleja las realidades del Lugar Santísimo

En la organización familiar, el padre conforma el Lugar Santísimo. Esto no lo hace ser más importante que la madre; simplemente le confiere ciertas características específicas, y define sus sagradas responsabilidades. Recordemos que tanto el Lugar Santo con sus actividades cotidianas, como el Lugar Santísimo con sus rituales anuales prefiguraban dos aspectos igualmente importantes y vitalmente necesarios del ministerio salvador de nuestro Señor Jesucristo.

El Arca: Así como el Lugar Santísimo era el refugio del Arca de la Alianza, el padre cristiano atesora en su corazón el propósito prioritario de promover y facilitar la unión y la reconciliación de su familia con Dios.

La Ley: La sagrada ley de Dios está firmemente establecida en su conciencia, y gobierna su conducta.

El Propiciatorio: El arca contenía las tablas de los Diez Mandamientos, la expresión escrita de la justicia de Dios. Pero ese pétreo documento estaba permanentemente cubierto por una tapa de oro, llamada el Propiciatorio, o “asiento de la misericordia”. Otra expresión bíblica que lo designa es el “trono de la gracia”. El padre que recuerde este hecho nunca dejará que sus pasiones lo provoquen a la aplicación de la justicia sin mezcla de misericordia. El legislador del hogar debe recordar a cada instante que su única gestión legítima es la humilde imitación de Cristo en todos los aspectos de la conducción de su familia.

El Maná: Diariamente el padre recibe el maná, el pan del cielo que es la presencia de Jesucristo por medio de la investidura del Espíritu. El padre cristiano que no estudia diariamente la Palabra de Dios, no tiene vida espiritual que impartirle a su familia. Y cuando su esposa e hijos necesitan alimento espiritual, todo lo que puede ofrecerles en vez de pan es quizás, una piedra…

La vara: La vida del padre de familia debe dar testimonio de haber experimentado una renovación completa de su naturaleza original. Así como la vara de Aarón llegó al Arca de la Alianza como testimonio de que su dueño había sido escogido por Dios para un ministerio sagrado, el cual dependía del poder renovador de Dios, del mismo modo el padre cristiano debe ser ejemplo de nueva vida en Cristo Jesús. De palo seco destinado a la hoguera, pasa a ser rama verde, perfecta por tener brotes, flores y fruto al mismo tiempo. ¿Qué más se le puede pedir a una rama? El padre cristiano hará bien en recordar las palabras del Dios de Israel relativas a la vara: “Florecerá la vara del varón que yo escoja” (Núm. 17:5). El padre ha sido elegido por Dios para un ministerio sagrado como sacerdote de la familia. Si no se santifica, si no es consciente de esta realidad solemne, su presencia en el círculo familiar no hace otra cosa que contaminarlo y profanarlo.

El Libro de la Ley de Moisés: Este rollo que contenía las leyes y mandatos que regulaban la vida cotidiana del pueblo de Israel había sido escrito por Moisés. Pero no contenía las opiniones personales del patriarca, ni reflejaba sus preferencias caprichosas. Era la transcripción fiel de todo lo que Dios le había declarado para beneficio de su pueblo. Del mismo modo, al padre de familia se le permite establecer las leyes y ritmos de la vida del hogar. Pero estas leyes no deben reflejar sus caprichos y preferencias individuales. Por el contrario, deben ser el fiel reflejo de la voluntad de Dios. Deben expresar los eternos principios de la justicia divina, y nunca las tendencias y preferencias del corazón humano. Y su aplicación debe estar plenamente de acuerdo con los propósitos de la gracia salvadora de nuestro Señor Jesucristo. El abuso de este privilegio lleva al padre a ocupar la poco envidiable posición de

Anticristo en el Santuario familiar. Pasa a sentarse en el trono de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios…

Los querubines: Los ángeles de Dios están siempre ocupados en ayudar a los padres en su tarea de dirigir su familia por los caminos de Dios. Además, toman fielmente nota de todo acto y decisión que el padre realiza en la conducción de su familia. Anhelan ver el resultado de los esfuerzos de Cristo por reproducirse en el carácter de todos los miembros de la familia cristiana. Y serán testigos incorruptibles de las terribles consecuencias que produce el apartarnos de las pautas que Cristo ha prescrito para sus hijos. El ministerio familiar del padre no es anónimo: se realiza a plena luz, y a plena vista de los “vigilantes y santos” ministros de luz. ¡Posición solemne, tarea sagrada!

La Presencia: ¿De qué sirve un santuario sin la presencia santificadora de Dios en él? ¿De qué servirían los esfuerzos y la consagración humilde de la familia a los propósitos sagrados, si Dios no le concediera la bendición maravillosa de su presencia personal? Al igual que Moisés, la oración de todo padre debe ser: “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros…?” (Exo. 33:15, 16). El padre cristiano no descansa hasta asegurarse de que la presencia de Dios estará con él y su pequeño “pueblo” cada día.

La madre encuentra su modelo en el Lugar Santo

Las responsabilidades de la madre reflejan el ministerio continuo de nuestro Señor Jesucristo en el Lugar Santo.

El velo: Lo único que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo era un velo parcial, un cortinado que determinaba la división de los dos ambientes. En el Santuario de Israel era un símbolo del cuerpo de Cristo. En el santuario familiar es un recordativo para ambos cónyuges, que Dios espera que ambos preserven su individualidad, sin que la de uno de ellos se sumerja en la del otro. La autoridad que al esposo se le permite ejercer sobre su esposa tiene claros límites. Es válida únicamente mientras el esposo se mantenga fiel a su cometido de obedecer y enseñar la Palabra de Dios.

Pero si el esposo cristiano piensa que su posición le permite obligar a los demás miembros del círculo familiar a obedecer sus caprichos y decisiones arbitrarias, pierde su derecho a ser obedecido. Está invadiendo los derechos divinos, y sufrirá la suerte del usurpador.

Por su parte, ninguna esposa debe invadir la legítima esfera de autonomía que le corresponde a su esposo. Este arreglo prohíbe cualquier intento de remodelar al cónyuge a nuestra propia imagen y semejanza. Lo que el mismo Dios se ha comprometido a respetar, ¿cómo podríamos nosotros invadirlo? El mensaje del tabernáculo es, pues, “unidad en la diversidad”.

El candelabro: La esposa y madre es para el hogar y sus habitantes fuente constante de luz, y tiene una lámpara para cada uno de ellos, la cual

brilla con la misma intensidad que las otras. No hay en su corazón favoritismos. Su amor abarca e ilumina a todos sus hijos por igual. Pero ese amor no proviene de su naturaleza humana, sino de la entrega de su humanidad a la unción del Espíritu divino. Como la frágil mecha se empapaba del aceite sagrado para recibir el fuego divino y consumirse lentamente en la producción de luz, así también la madre entrega sus afectos a la acción purificadera del Espíritu Santo para que no sean guiados por la pasión corruptora sino por el amor divino, ése que sólo actúa por principio y no por impulso. Provista de ese amor, puede bendecir y atraer al hijo más rebelde, inspirar al menos promisorio, fortalecer al más tímido y moldear al más duro.

El pan de la Presencia: Con el pan familiar sucede lo mismo que con la luz de las lámparas. Hay una provisión adecuada para todos, y no se discrimina al repartirlo. Además, el pan representa el elemento vital que imparte energía a los hijos y los anima a proyectarse con vigor hacia la vida adulta. En gran medida este ánimo, esta fuerza realizadora, surge de la relación que establecen los hijos y la madre en sus interacciones cotidianas, durante los primeros años de su desarrollo. Es el clima emocional que establece la presencia y actitud de la madre, lo que determina en buena medida el futuro de los hijos.

El altar del Incienso: El ministerio diario de la madre es, en muchos aspectos, anónimo. Los hijos, por su corta edad, no lo saben apreciar conscientemente. El padre, por su ausencia, a menudo lo pasa por alto. Sola en el hogar, la madre trabaja, lucha, teme, ora. Con frecuencia, su labor no es apreciada como debiera serlo. A semejanza de Cristo, la madre cristiana derrama sus días en servicio abnegado por el bien de su pequeño pueblo. Pero ante la vista de Dios, el aroma de su sacrificio asciende como el agradable perfume del incienso, y los ángeles ministradores le imparten la sabiduría y la fortaleza que tanto necesita. Su labor no pasa inadvertida, y su entrega no quedará sin recompensa.

Los hijos en el Atrio

La vida de los hijos revela públicamente qué tipo de relación existe entre los padres. El tabernáculo de la relación conyugal puede ser privado, pero la conducta de los hijos es muy pública. Transcurre a la vista de todo el pueblo. El carácter y los actos de los hijos indican la calidad de la relación que mantienen el padre y la madre. Idealmente, la vida de los hijos debe llevar el sello de los dos muebles que contenía el atrio.

El altar de los holocaustos: El altar era el lugar de la entrega de la víctima al sacrificio. En la vida de los hijos, el altar es un llamamiento a que aprendan la entrega voluntaria y gozosa a una vida de humilde obediencia y servicio abnegado en favor de la familia y la sociedad. Enseñar estas lecciones es la primera y principal tarea de los padres. Llévesela a cabo con la misma humildad y ternura con que los buenos sacerdotes de Israel ministraban en favor de los penitentes hijos de Dios. ¡Dichosos los hijos que desde sus más tiernos años aprenden a imitar a Jesús, crucificando el yo!

La fuente de purificación: El lavamiento en la fuente de bronce es una invitación al sacerdocio. Cuando los hijos han aprendido las lecciones de obediencia y entrega de su propia voluntad a los propósitos de Dios, los padres deben animarlos a que consagren sus tiernas energías a vivir para Cristo. Que el ejemplo de tos padres los haga desear entregarse, como el pequeño Samuel, a una vida plenamente consagrada al ministerio de las cosas santas, y dependiente enteramente de la virtud purificadera de la sangre de Jesucristo, por medio de la cual podrán mantenerse “sin mancha de este mundo”, después de haber sido lavados por él en la fuente del bautismo. La fuente y el agua de la Roca que la alimentaba, se hallan constantemente disponibles para que los hijos se valgan de ellas con el fin de mantenerse siempre limpios.

La dinámica del Santuario

En los círculos donde no se manifiesta la presencia de Cristo, la dinámica que motiva el establecimiento y la calidad de las relaciones, gira en torno a dos grandes polos: la búsqueda del poder, y el rechazo de la culpabilidad.

Cuando la primera pareja cayó en las redes de Satanás, perdieron su libertad y adquirieron una aplastante carga de culpabilidad. Dios, en su misericordia salvadora, ha provisto el medio de librarse de esa maldición. Cristo vino para “desatar las ligaduras de impiedad” y “dejar ir libres a los quebrantados” (Isa. 58:6). Y al Mesías se le dio el nombre de Jesús, “porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mal. 1:21).

En toda relación familiar en la cual se advierte la presencia de estos elementos: luchas por el poder y

el rechazo de la culpa, que también conocemos como el intento de establecer nuestra justicia propia, surgen toda clase de conflictos. Es imposible que en una relación controlada por la dinámica del Anticristo pueda existir la paz.

En cambio, si en el círculo familiar se establece la presencia gloriosa de Cristo por medio del Espíritu Santo, la fuerza motivadora de sus miembros pasa a ser el amor divino. No el fuego consumidor de las pasiones humanas no santificadas, sino el suave y constante resplandor de la presencia purificadera de Jesucristo, que alumbra nuestros motivos y nos lleva a imitar su ministerio redentor.

En vez de actuar por amor al poder, nos complacemos en aplicar el poder del amor. Nos gozamos en ser últimos en vez de primeros; en compartir cargas ajenas, en vez de imponerles las nuestras a los demás. Y la culpabilidad nuestra, la reconocemos libremente, y a imitación de Cristo, que llevó sobre si nuestros pecados, nos disponemos a llevar también las transgresiones de nuestros amados. De este modo podemos interceder humildemente por ellos ante Dios, como Moisés, Daniel y otros santos intercedían por su pueblo, identificándose con sus transgresiones.

Dice la sierva del Señor: “Dios no utiliza medidas coercitivas. El agente que emplea para expulsar el pecado del corazón es el amor. Mediante él trasforma…” (El discurso Maestro de Jesucristo, pág. 67).

El amor de Cristo es un principio permanente, no una emoción pasajera. Se lo aplica deliberadamente, aun cuando la otra parte no parezca merecerlo. Cuando menos merecemos recibir amor, más lo necesitamos.

Los padres y madres que por la gracia de Dios se identifican con los pecados de sus hijos aceptando la responsabilidad que a ellos les cabe por haberles dado un ejemplo imperfecto, por haber heredado sus propias tendencias al mal, abren las puertas para que la gracia divina restaure en los corazones de sus hijos la pureza y la santidad. Son agentes de redención, intercesores ante Dios, y su ministerio “cubrirá multitud de pecados” (Sant. 5:20).

Dios nos llama a construirle un santuario para que él pueda vivir entre nosotros. ¿Qué privilegio mayor que transformar nuestras relaciones familiares en un santuario íntimo y luminoso, por cuyo medio todos nuestros pasos los demos a la luz maravillosa que brota de la presencia gloriosa y transformadora de nuestro bendito Salvador?