La superstición apoya la observancia del domingo
Nada sabemos en cuanto a los sentimientos del común del pueblo que vivía en los primeros siglos de la Era Cristiana, con respecto a la observancia del domingo. Pero, la periódica aparición de leyes que obligaban a honrar ese día. nos indica que no se lo aceptaba sin oposición.
Esta institución enteramente humana, establecida a la fuerza por las autoridades civiles y eclesiásticas, debe haber encontrado gran resistencia. que en muchos lugares asumió los caracteres de una lucha muy tenaz. Sin embargo, el hecho de que se trataba de leyes del Estado y de la Iglesia influyó grandemente en favor de la adopción del domingo.
El reemplazo de la observancia del sábado por la del domingo tuvo lugar principalmente durante el siglo décimo después de Jesucristo. En el occidente, donde Roma ejerció su hegemonía más directamente, se dejó de lado al sábado mucho más fácilmente que en el oriente. Por otra parte, el ritual de la Iglesia Ortodoxa Griega revela que durante los siglos medioevales se tenía hecha provisión para la observancia del sábado en sus iglesias.
No obstante, fue difícil hacer que el pueblo aceptara esas leyes relativas a la obligatoriedad de observar el domingo. Por eso se echó mano de la superstición, afirmándose por ejemplo que un paralítico sufría de su mal como consecuencia de haber profanado el domingo. Tenemos amplias referencias en ese sentido merced a la pluma de un obispo de la ciudad francesa de Tours, llamado Gregorio, que vivió en el sexto siglo de nuestra era.
Pero retrocedamos un poco más. Doscientos años antes de la época de Gregorio, era obispo de Tours un hombre llamado Martín, que llegó a resultar de profunda gravitación en la historia del cristianismo primitivo. La gente lo tuvo en tan alta estima—con el tiempo lo erigió en el santo patrono de Francia—que la iglesia confiada a su cargo, y donde fue finalmente sepultado, se convirtió en lugar de peregrinaje, patrocinado especialmente por quienes creían en la intercesión de los espíritus de los santos muertos. Millares de peregrinos provenientes de lodos los puntos de Francia se reunían en Tours para rendirle culto y adoración, suplicar su protección contra sus enemigos y rogar por la curación de sus males.
Gregorio de Tours se sintió altamente honrado cuando se lo designó obispo de una iglesia que había sido presidida por tan alta figura eclesiástica—un santo, según se lo había considerado al obispo Martín, —y se abocó a la tarea de demostrar el poder del mismo para atended a las súplicas de los que buscaban su auxilio. Relata el obispo Gregorio que entre los que fueron sanados figuraban paralíticos que sufrían de su mal por haber trabajado en domingo y a quienes Martín curó milagrosamente. Recorramos algunos de los casos mencionados en los escritos de dicho obispo.
En la primavera del año 591, en la ciudad de Limoges “muchos fueron consumidos por fuego del cielo” por haber profanado “el día del Señor.” “Este día—continúa diciendo Gregorio, —es sagrado pues en el principio fue el primero que vio la luz creada y además fue testigo de la resurrección del Señor. Por lo tanto debería ser observado con toda fe por los cristianos, evitando hacer en él obra alguna.”
Cierto agricultor no reverenció “el día del Señor.” Terminada la cosecha puso el grano en el molino y comenzó a moler. Una vez concluida la tarea, la mano con que tenía asida la manija no quiso abrirse, y además le dolía enormemente con cada esfuerzo. Al advertir el agricultor lo inútil de sus tentativas cortó la’ manivela y con ella se encaminó a la iglesia de San Martín. “Después de ofrecer oraciones y cumplir vigilias, los dedos cedieron y la mano se le restauró a su condición anterior.” Años más tarde repitió el trabajo de molienda justamente en el día que la iglesia procuraba hacer sagrado y por cuya profanación había sido aparentemente castigado por Dios, “y nuevamente la manija le quedó pegada a la mano. Lanzando gritos de dolor se dirigió apresuradamente a la iglesia del santo.” Pero, de acuerdo con lo que merecía, no fue atendido inmediatamente y tuvo que cargar con la manivela del molino. Pasaron dos años y, finalmente, en la festividad de San Martín quedó libre de su carga.
A otro hombre, un senador del pueblo de Angers, “por haber fabricado una llave en el día del Señor se le contrajeron los dedos de ambas manos de suerte que las uñas se le hincaron en las palmas. Quien había querido abrir su puerta no pudo abrir sus manos.” Por espacio de cuatro meses, “las uñas lacerándole la carne, y las palmas en descomposición, estuvo suplicando la ayuda del confesor.” Al fin de ese tiempo y tras cuatro días de oración y ayuno fue sanado y vuelto a su hogar, por lo cual no pudo menos (pie alabar el poder de San Martín. De allí en adelante su amonestación a todos fue que no procuraran hacer “lo que él había intentado.”
Una mujer se volvió paralítica porque transcurrido “el día sábado, puesto ya el sol e iniciada la noche de la resurrección del Señor” se puso a amasar y colocó un pan en el horno. Inmediatamente comenzó a dolerle el brazo, y “al poner un segundo y un tercer pan, la mano se le quedó adherida a la paleta que sostenía. La señora se dio cuenta de que estaba bajo la condenación del poder divino, y sin más arrojó la paleta. Pero no pudo evitar el castigo. La mano dolorida se cerró y las uñas penetraron en la palma. Ningún médico pudo curarla,” y no le quedó más remedio que ir a la iglesia de San Martín. Después de haber orado allí fervorosamente volvió a su casa con la mano restituida y prometió que cada mes ofrendaría a la iglesia del santo una semana de servicio fiel. Cumplió su promesa por un año, pero luego dejó de asistir a la iglesia una semana, y estando sentada dentro de la casa, los ojos comenzaron a dolerle terriblemente. En el espacio de una hora quedó ciega y entonces sin demora se dirigió a la iglesia de San Martín, donde confesó su pecado “derramando allí sus oraciones y súplicas e hizo penitencia por la falta cometida. Al octavo día perdió sangre por los ojos; pero eso sí, volvió a ver la luz del día.”
Otro hombre de la ciudad de Bourges, llamado Leudolfo, segó todo su trigo. Una vez completada la tarea, temiendo que alguna lluvia pudiera perjudicar su cosecha, “temprano en la mañana del día del Señor unció los bueyes, los encaminó al campo y comenzó a cargar el carro con gavillas.” Entonces empezó a sentir como si sus pies estuvieran ardiendo y volvió a casa. Después de celebrar una misa enyugó nuevamente los bueyes y con toda prisa se dirigió al campo, donde otra vez llené» de haces el carro. Pronto sus ojos se sintieron presa de un dolor como producido por espinas que estuvieran punzándolos. “Sufría del más vivo dolor en los ojos y al cerrarlos no los pudo volver a abrir. Permaneció ciego un año entero,” pero en el festival de San Martín acudió a la iglesia, y tres días más tarde recuperó la vista.
“El día del Señor” fue también honrado por supuestos “milagros.” Un habitante del pueblo de Angers, siempre en Francia, cayó postrado de una grave enfermedad. Perdida la voz y el oído, consumido de alta fiebre, debió yacer insensible por varios días, después de lo cual la fiebre lo dejó, si bien se quedó mudo y sordo. Sus hermanos, “que no pensaban en Dios,” aprovechando la ocasión lo privaron de su parte de la herencia de la familia y lo expulsaron de la casa. Pero aunque “este hombre se hallaba privado del oído y el habla, había conservado sus facultades mentales.” Se proveyó de unas tablas para escribir, que comenzó a golpear para atraer la atención de la gente a su necesidad de auxilio. De esta manera consiguió llegar hasta Tours, donde se unió a unos pordioseros. Por un período de seis años este pobre hombre “se mantuvo de las riquezas de la santa capilla. Pero sucedió que en la noche de un día del Señor, mientras yacía a la puerta de su casa, el lugar se llenó súbitamente de una gran luz, ante la cual se sintió aterrorizado y cayó postrado de temor. Le pareció entonces que un hombre vestido con ropas sacerdotales lo tocaba y poniéndole la cruz de Cristo en la frente le decía: ‘El Señor te ha sanado. Levántate y ve rápido a la iglesia y da gracias a Dios.’ Este hombre en efecto se levantó y alzando su voz en agradecimiento llenó el vecindario con sus exclamaciones.”
Tales son los relatos que se hicieron circular en favor de la observancia del domingo. Hasta qué punto los obispos favorecieron su difusión, no nos es dado sino imaginarlo; pero sin duda los eclesiásticos echaron mano de la ventaja que les ofrecía la credulidad de la gente para lograr sus fines.
¡Bajo qué circunstancias se implantó la observancia del domingo! Este día nació con la tradición, se popularizó merced al culto del sol. se revistió de antisemitismo, se lo sancionó mediante una ley coercitiva y se lo santificó al amparo de la superstición. Y hubo que recurrir a todo esto por falta de un texto de la Sagrada Biblia que lo autorizase.
Pero felizmente todos estos esfuerzos humanos no disfrutaron sino de un éxito parcial. El verdadero día de reposo de Dios, el sábado, sobrevive.