A todos los que están involucrados en la misión de la iglesia, nada les preocupa más que el deseo sincero de verla crecer, prosperar, ampliar sus fronteras y alcanzar al mayor número posible de personas. Por eso, jamás debemos olvidar que fue establecida para servir, y que su objetivo principal es predicar el evangelio y conducir personas a Cristo. Nuestro blanco debe ser andar con el Salvador y ayudar a otras personas a caminar con él: eso es el discipulado.

 En este contexto, algunas consideraciones son importantes cuando hablamos sobre el discipulado. Tomando como base algunas referencias bíblicas, y sin querer distorsionar su sentido original, quiero presentar tres puntos de vista para nuestra reflexión:

 El discipulado debe ser el riel, y no un vagón más en el tren. A veces podemos estar imaginando que si creamos algo nuevo, como un programa, un proyecto, un manual o un eslogan, estaremos contribuyendo como nunca antes al crecimiento sólido de la iglesia. En realidad, no es exactamente así. Aunque todo eso tenga su lugar y su importancia, no debemos ver el discipulado como una “novedad” ni como un “vagón” más entre las muchas actividades que realizamos. Debemos considerarlo como el riel sobre el cual eventos, programas, materiales y estructuras se transforman en siervos de la causa mayor, que es el proceso del discipulado.

 En ese proceso, nuestra visión es global, pero nuestras acciones necesitan ser locales, intencionales y centradas en las personas. Continuar lo que otro comenzó es más importante que crear algo nuevo, “original”, pero sin conexión con el riel.

 El discipulado trae equilibrio entre cumplir la misión y cuidar. La iglesia apostólica se caracterizaba por el cuidado que había de unos hacia otros. Encontramos varias veces la expresión “unos a los otros” en el Nuevo Testamento (Rom. 12:10; 13:18; Efe. 4:32; 1 Ped. 1:22); algo que deja en evidencia la atención mutua que existía entre los primeros cristianos. Nadie vivía aislado, olvidado ni rechazado, sino que era abrazado, fortalecido y aceptado. Por otro lado, la iglesia no dispensó su atención exclusivamente a aquellos que formaban parte de la comunidad, olvidándose de los que estaban afuera. Los cristianos eran conscientes de la naturaleza misionera de su existencia. (Ver Hech. 1:8; 16:6-10; 2 Cor. 2:22).

 Esto nos lleva a pensar que el discipulado sin misión es cristianismo paternalista, y que la misión sin discipulado es cristianismo proselitista. Es necesario cuidar a los de adentro y alcanzar a los de afuera. Una forma de cuidar es involucrar a los miembros en la alegría de testificar. Eso fue lo que la iglesia aprendió de Cristo en su inicio, y lo que él espera de nosotros hoy.

 El discipulado transforma a cada miembro en el mensaje. Tenemos un mensaje poderoso, bíblico y relevante. Sin embargo, vamos a lograr influir sobre las personas solamente cuando esté impregnado en nuestro estilo de vida, cuando se transforme en la referencia para nuestros valores, y sea el patrón para nuestras elecciones y prioridades. El apóstol Pablo dice que somos la “carta de Cristo” (2 Cor. 3:2). No solamente tenemos el mensaje, sino también somos el mensaje cuando vivimos en total dependencia de Dios y reflejamos eso en nuestro círculo familiar, en nuestra vecindad, en nuestro trabajo y dondequiera que vayamos.

 Elena de White escribió: “Cuando hombres de diferentes vocaciones: agricultores, mecánicos, abogados, etc., se hacen miembros de la iglesia, vienen a ser siervos de Cristo; y aunque sus talentos sean completamente diferentes, su responsabilidad en cuanto a hacer progresar la causa de Dios por el esfuerzo personal y con sus recursos no es menor que la que descansa sobre el predicador” (Testimonios para la iglesia, t. 4, p. 459). No hay mayor argumento en favor del cristianismo que una vida cristiana coherente.

 Considere el discipulado como un riel sobre el que podremos andar para transformarnos en hijos de Dios maduros y comprometidos con la misión. Sin embargo, no olvide que es por medio del testimonio como alcanzamos al mundo para Cristo.

Sobre el autor: secretario ministerial asociado para la Iglesia Adventista en América del Sur.