PREGUNTA 43 Puesto que los adventistas creen que el hombre permanece inconsciente en la muerte, ¿cómo explican lo que declaró nuestro Señor acerca del rico y Lázaro? Si sus palabras no enseñan que los hombres reciben su recompensa en ocasión de su muerte, ¿qué enseñan? ¿Cuál es el propósito de la historia? Definan su posición.

El comentario teológico acerca de la historia del rico y Lázaro ha sido dividido a lo largo de los siglos, ubicándose eminentes y piadosos eruditos en ambos lados de la cuestión. La mayoría, sin embargo, parece haber considerado la historia como una parábola, mientras que algunos han sostenido que se trataba de un relato histórico. Los adventistas, por numerosas razones, creemos que es una parábola.

La palabra “parábola” viene del griego parabolé, sustantivo derivado de un verbo que significa “poner al lado” o “hacer correr juntos”. Jesús usó parábolas para revelar grandes verdades. Colocaba una historia sencilla al lado de una profunda verdad, y lo profundo era iluminado por lo sencillo.

I. Antecedentes y propósito de la parábola

La historia del rico y Lázaro forma parte de un grupo de parábolas dirigidas particularmente a los fariseos, aunque estaban presentes también “publicanos y pecadores”. El hecho de que Jesús hablara con parias y pecadores era motivo de dura crítica de parte de los escribas y fariseos. Ellos murmuraban: “Este a los pecadores recibe, y con ellos como” (Luc. 15:2). La actitud de ellos llegó a ser ocasión para un grupo de conmovedoras historias, una de las cuales es la parábola del rico y Lázaro. La primera de ellas es la historia de la oveja perdida, seguida por la de la moneda perdida, luego la del hijo pródigo, y la del mayordomo infiel.

Aunque cada una de esas historias recalca puntos vitales del Evangelio de nuestro Señor, la lección es la misma. Al llegar al punto culminante de la historia de la oveja perdida, nuestro Señor dice: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento” (Luc. 15:7). No puede dejar de advertirse la ironía en su referencia a los “noventa y nueve justos”. Jesús recalca el mismo pensamiento en la conclusión de la historia de la moneda perdida, y nuevamente en la historia del hijo pródigo. Tanto la muchedumbre como los fariseos captaron la verdad de sus palabras, pero los fariseos se resistieron a aceptar el mensaje.

Al esforzarse por revelarles su mensaje de amor, Jesús ilustraba el reino de Dios de muchas maneras. Más de cien veces en los evangelios hallamos la expresión “el reino de Dios”, o “el reino de los cielos”, y siempre Jesús recalcó el pensamiento de que su reino está lleno de gozo y regocijo. Pero esos fariseos, rodeados como estaban de normas, reglamentos y tradiciones, no encontraban en su religión lugar para el gozo, y menos por la recuperación de los perdidos. De hecho, su orgullo los separaba de aquellos que debieran haber sido objetos de su compasión.

Por eso, a fin de enseñar la lección del reino a aquellos hombres pagados de sí mismos, Jesús contó la parábola del mayordomo infiel. Cierto hombre rico tenía un mayordomo. Este había disipado los bienes de su señor, y fue llamado a rendir cuentas. No es de extrañar que un hombre tan inescrupuloso siguiera una conducta poco recomendable. Estaba haciendo provisión para su futuro, y a fin de congraciarse con aquellos que habían tenido trato con él, fue a verlos uno por uno e hizo pacto con ellos.

A los que le debían dinero a su amo les sugirió esta forma de arreglo: Si uno le debía a su amo cien medidas de trigo, el mayordomo le aconsejó al deudor que escribiera ochenta. Si la deuda era de cien medidas de aceite, se le aconsejaba al deudor que escribiera cincuenta. Eso, naturalmente, era deshonesto e ilícito. Pero el hombre, con astucia, estaba haciéndose de amigos para el futuro. Nadie argumentaría que en esta parábola Jesús estaba aprobando la deshonestidad y trampería del mayordomo. Sin embargo, estaba sacando una importante lección de la astucia de ese hombre. Aun un hombre malo hace provisión para su futuro terrenal; ¡cuánto más importante es que el hijo de Dios tenga en cuenta la vida venidera! Entonces el gran Maestro agrega: “Los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz” (Luc. 16:8).

Los fariseos no apreciaban esas lecciones porque “eran avaros”, y cuando oyeron esas cosas “se burlaban de él” (Luc. 16:14), es decir, trataron de ridiculizar las enseñanzas de Jesús. Su actitud motivó una severa reprensión de nuestro Señor: “Vosotros sois los que os justificáis delante de los hombres; pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que entre los hombres es ensalzado es abominación a la vista de Dios” (Luc. 16:15, VM). En ese contexto Jesús pronunció una de las declaraciones más esclarecedoras de todas sus enseñanzas. Dijo: “La Ley y los Profetas llegaron hasta Juan, desde entonces el reino de Dios es predicado, y cada uno entra en él con violencia” (Luc. 16:16, VM). Weymouth traduce: “Toda clase de personas han estado esforzándose por entrar en él”.

El Evangelio de Cristo es tan ancho como el mundo, y en su reino puede recibir la bienvenida toda persona, sin importar su posición social, educación, nacionalidad o situación financiera. ¡Cuán diferente era la enseñanza de los escribas y fariseos! Estos pretendían que la pobreza era una evidencia de la maldición de Dios, mientras que las riquezas eran un pasaporte para la gloría. El mensaje de nuestro Señor hallaba pronta cabida entre las multitudes, especialmente entre aquellos que los fariseos despreciaban. Leemos que “gran multitud del pueblo le oía de buena gana” (Mar. 12:37). Gente de todas las categorías, tanto los miembros pisoteados de la sociedad como muchos de los más privilegiados, se estaban esforzando por entrar en el reino. Pero los fariseos, por su misma actitud hacia el gran Maestro y hacia aquellos que creían en su mensaje, estaban prácticamente excluyéndose a sí mismos del reino.

A los tales dijo Jesús: “Mas ¡ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando” (Mat. 23:13). Y otra vez: “Los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios” (Mat. 21:31). Los parias que no conocían la ley y los profetas se estaban esforzando por entrar en el reino, y los que conocían los Escritos Sagrados y sabían cada jota y tilde de los mismos estaban rechazando las buenas nuevas de salvación.

En sus parábolas, Jesús denunció el egoísmo y la avaricia que tanto abundaban entre los religiosos de aquellos días. Los fariseos eran avaros, y la avaricia tiene su origen en el mezquino egoísmo. Parte del deseo de obtener algo a expensas de otros. Rebaja y esclaviza el alma. Destruye el juicio y lleva a los hombres a actuar en forma ilícita y malévola. Fingir justicia para alcanzar fines deshonestos es un procedimiento diabólico.

Pero eso era precisamente lo que estaban haciendo esos hombres. Eran orgullosos y avaros, pero se afanaban por justificarse delante de los hombres. Al mismo tiempo se burlaban del más grande Maestro de todos los tiempos. Tenían la ley de Dios en sus manos, pero la ley del pecado estaba en sus corazones. Estaban perfectamente familiarizados con las jotas y tildes de la Palabra escrita, pero no conocían la Palabra viviente, el Autor de toda verdad. A pesar de su piedad externa, estaban en la práctica rechazando al Santo de Dios. Su religión era puramente exterior, y su actitud motivó esos quemantes reproches de nuestro Señor. En lugar de ser un gozo, la religión había sido convertida por ellos en una carga. En vez de reconocer que el reino era accesible para todos, lo hacían una herencia exclusiva de unos pocos favorecidos.

Con toda su supuesta piedad, esos mismos maestros eran sumamente laxos en asuntos de moral. Los rabinos sancionaban el divorcio por las causas más insignificantes. Hillel, abuelo de Gamaliel, enseñaba que un hombre podía divorciarse de su esposa por cosas tan banales como el haber quemado la comida o haberle puesto demasiada sal a la sopa. (Véase Talmud Gittin 90a.) Los fariseos violaban en forma tan flagrante los eternos principios de la gran ley moral, que nuestro Señor tuvo que decir: “Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley. Todo el que repudia a su mujer, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada del marido, adultera” (Luc. 16:17, 18).

Cuando Jesús pronunció esas palabras, estaba acercándose al fin de su ministerio público. El Salvador estaba haciendo sus últimos llamados. Ante él estaban publicanos y pecadores, fariseos y la multitud. ¡Cuánto anhelaba que todos pudiesen ir a él y hallar la salvación! El propósito de ese grupo de parábolas era demostrar que el reino del cual hablaba era más que forma y ceremonia; era una comunión con Dios y con el hombre.

En la historia de la oveja perdida se ilustra bellamente el amor del pastor, mientras que la diligente búsqueda de la mujer por la moneda de plata enseñaba la lección del valor de lo que se había perdido. Pero ninguna historia es tan conmovedora como la del hijo pródigo, pues allí se expresa el amor paternal de Dios. Y la culminación de las tres parábolas es similar: hubo gran regocijo por la recuperación de aquello que se había perdido. La historia del mayordomo infiel, aunque más difícil de entender, enseñaba una gran lección especialmente a los fariseos, pues muchos de ellos eran inteligentes hombres de negocios.

Pero ahora el Maestro enseña otra gran verdad: la necesidad de estar preparados para el día de la muerte. Para enseñar esa lección contó la historia, ahora familiar, del rico y Lázaro, cuyo propósito era recalcar la importante verdad de que las riquezas, lejos de conducir a un hombre a las habitaciones eternas con los salvados, pueden en cambio convertirse en un barrera que impida el acceso a la salvación.

La mayoría de los comentadores concuerdan en que esta parábola singular del rico y Lázaro está lógicamente ubicada a continuación de la historia del mayordomo infiel. Con suma habilidad nuestro Señor describe al hombre rico. No hay indicación alguna de que el rico tuviese algo digno de censura en su vida exterior. No se lo pinta como un hombre voluptuoso, injusto o corrompido. Era rico y vivía en una hermosa mansión. Además, era tolerante, pues hasta le permitía a Lázaro que mendigara a su puerta. El lugar eterno de ese rico, según el concepto social de los fariseos, estaba asegurado. Como hijo de Abrahán, el rico sin duda se enorgullecía de su linaje. Pero cuando se cierra la cuenta de su vida, una gran sima lo separa de Abrahán, un abismo insalvable. Jesús mostró que toda su vida había transcurrido en medio de una falsa seguridad. Siendo hijo de Abrahán, el hombre naturalmente pensaba que formaría parte del reino de Dios. Pero Jesús reveló que no sólo estaba fuera del reino eterno, sino que estaba para siempre excluido del mismo. Ese es el punto central de la parábola.

II. Análisis de la parábola

1. LA DIFICULTAD DE UNA INTERPRETACION LITERAL.—El escenario de la parábola es el Hades, el equivalente griego del Seol hebreo. Suele citarse a menudo esta parábola para apoyar el concepto popular de la inmortalidad natural del alma. Los defensores de esa posición sostienen que esta parábola proporciona una autoritativa vislumbre de la vida futura, dada por Cristo mismo, y descorre el velo del mundo invisible.

Veremos ahora algunos de los problemas que tienen los que sostienen esta interpretación. En esta descripción, tanto el rico como Lázaro habían muerto, habiendo el rico sido sepultado con las ceremonias del caso. Aunque no se dice nada acerca de un alma intangible e inmortal que se separara del cuerpo en la muerte, a menudo se considera a estos dos personajes como espíritus desencarnados, dos fantasmas, que expresan su respectiva y fantasmal miseria o dicha con palabras que salen de sus labios.

En la historia se describe al rico, atormentado, como viendo de lejos a Lázaro en el seno de Abrahán —concepto común— y rogándole a Abrahán que envíe a Lázaro para que alivie el tormento del rico con una gota de agua para refrescar su lengua. Pero en respuesta se le recuerda que hay un abismo insalvable entre ambos.

Tal es el cuadro: el abismo entre el cielo y el infierno, realísticamente demasiado ancho para que puedan salvarlo las personas que están en lados opuestos, pero suficientemente angosto para permitirles conversar. Ahora bien, si esta descripción es literal, entonces las moradas de los malvados y de los perdidos están para siempre al alcance de la vista y del oído de unos y de otros, y sin embargo el espacio que hay entre ambas es infranqueable. ¡Fue este concepto lo que dio pie a la extraña suposición de Jonatán Edwards de que la visión de las agonías de los condenados aumenta la bienaventuranza de los redimidos!

No debe olvidarse que Lázaro fue llevado “al seno de Abrahán” y no ante la presencia de Dios. (Véase la parte III.) Abrahán es aquí el personaje principal, y se describe a cada personaje como si no hubiese pasado por una resurrección previa. Pero este concepto lleva a un laberinto de absurdos y contradicciones. Crea una mezcla confusa de lo literal y lo figurado, y violenta las claras afirmaciones de la Escritura. (Continuará).