Una de las tentaciones contra la cual el ministro debe combatir en el ejercicio de su profesión es la tendencia a justificar el resentimiento personal como una santa indignación. El resentimiento pugna por aflorar cuandoquiera que el pastor se enfrenta con la incomprensión, la falsedad, la crítica injustificada o una obstinada oposición a sus planes. Tal actitud podría ser una expresión de sus propias emociones inmaduras y sobreexcitadas.
Los predicadores afectados con resentimientos ocultos predican sermones cargados de quejas y reprensiones, que no son otra cosa que un reflejo de su estado emocional perturbado. La expresión verbal de ese resentimiento latente constituye un envilecimiento del ministerio evangélico.
Cada obrero debiera cerciorarse de que su condenación del pecado no constituya meramente una condenación de algunos pecadores en particular que se sientan entre la congregación. Siempre debiera estar consciente del hecho de que cada feligrés libra una dura batalla contra el pecado y el mal, y que por lo tanto necesita constantemente de una provisión de ánimo en el Señor, y el inspirador mensaje de paz, amor y salvación provisto en la Palabra de Dios.
El verdadero ministro siempre debe buscar mediante la oración y el compañerismo, amar y comprender a su pueblo. Toda congregación cristiana posee el derecho otorgado por Dios de verse libre del resentimiento del predicador. En su libro “The Minister Looks at Himself,” el Dr. Wayne C. Clark se refiere a la frustración del predicador que afronta la actitud de ciertos miembros de su congregación que menosprecian sus esfuerzos más fervientes hechos desde el púlpito. Clark indica que generalmente la razón que yace a la base de todo esto es “que el ministro ha igualado sus propósitos con los propósitos del cielo. Parece incapaz de percibir la diferencia entre ambos. Se asegura a «í mismo, le asegura a la congregación, y aun al Señor, que está trabajando y sacrificándose, únicamente para el beneficio de la iglesia; sin embargo, realmente puede estar trabajando y sacrificándose, aunque inconscientemente, en gran parte para su propio beneficio. Esto explica que le resulte sumamente difícil obrar objetiva y desapasionadamente cuando encuentra oposición.” (Pág. 10.) Más adelante el Dr. Clark hace notar: “Cada hombre de Dios debe pasar a través de su bautismo de fuego y beber su copa de amargura. Ninguno está exento de no ser comprendido y de ser mal interpretado.”—Id.. pág. 12.
Un predicador que da rienda suelta a su resentimiento se cierra a las realidades, acibara su propia índole, aleja o toma indiferentes por lo menos a algunos de sus feligreses, y vicia la administración de la iglesia. Favorece únicamente a sus partidarios; y su ira transmitida destruye la religión vital en las vidas de los demás tanto como en la suya propia.
“El ministro —declara Wayne C. Clark— debe comprender que un estado de resentimiento crónico constituye un estado de ánimo enfermizo, estrechamente relacionado con otras formas de enfermedad mental”—Id., pág. 18.
El ministro, más que ningún otro hombre, debiera reconocer que la imperfección constituye la suerte de la naturaleza humana, y que ninguna redención se alcanza por el camino de la condenación. Podrá servir de instrumento de Dios para la salvación de su pueblo únicamente trayendo a sus feligreses junto a su corazón y amándolos. El amor cristiano contiene un poder sanador.