El mundo tiene soluciones para este problema, que los cristianos no debemos usar. Dios, en cambio, nos presenta una propuesta infalible.
¿Se sintió amargado usted alguna vez? ¿Conoce o convive con alguien que alimenta sentimientos de amargura? Como pastores, necesitamos estar preparados y saber cómo ayudar a solucionar este problema, mediante la observación y el examen del ejemplo de personajes que, como usted o como yo, no están inmunes a la amargura.
En el Antiguo Testamento, figura una mujer cuyo nombre significa “dichosa”, “feliz”; era Noemí, que se mudó de Israel a otro lugar con su marido y sus hijos. Quedó viuda y, en los años siguientes, también murieron sus dos hijos. Al conversar con sus nueras, les dijo: “Mayor amargura tengo yo que vosotras, pues la mano de Jehová ha salido contra mí” (Rut 1:13). Al llegar a Belén, dijo a los que se le acercaban: “No me llaméis Noemí, sino llamadme Mara; porque en grande amargura me ha puesto el Todopoderoso. Yo me fui llena, pero Jehová me ha vuelto con las manos vacías. ¿Por qué me llamaréis Noemí, ya que Jehová ha dado testimonio contra mí, y el Todopoderoso me ha afligido?” (vers. 20, 21).
Según ella, Dios le había quitado el marido y los hijos. Cinco veces, en estos versículos, acusa a Dios por la amargura que sentía. Muchas personas hacen lo mismo hoy. No sólo están amargadas, sino también, al parecer, disfrutan de ello. Las encontramos en el mundo y también en las iglesias que dirigimos. Es fácil detectarlas. Basta mirarles los ojos y descubrir las arrugas que surcan el rostro, incluso de gente joven. Se puede percibir la amargura cuando sonríen y hablan, y hasta en el tono de la voz, porque la amargura lo impregna todo.
Otro personaje amargado fue Jonás. Observemos cómo conversó con Dios: “Entonces dijo Dios a Jonás: ¿Tanto te enojas por la calabacera? Y él respondió: Mucho me enojo, hasta la muerte” (Jon. 4:9). Creía que estaba bien sentirse amargado. Hay gente a la que le gusta estar amargada con los demás. Pero el apóstol Pablo aconsejó de este modo: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Cristo también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efe. 4:31, 32).
Cómo reaccionar frente a la ofensa
Éste es el asunto: ¿Es posible ser dulce, comprensivo y amargado al mismo tiempo? La amargura y la dulzura son actitudes que surgen desde el fondo del alma; pero son tan contradictorias que no pueden existir juntas en el corazón. Pablo dice que debemos abandonar toda amargura, para volvernos atentos y compasivos. Por lo tanto, la amargura debe desaparecer. Pero, antes de eliminarla, es necesario que la conozcamos. Aunque sea relativamente fácil descubrir la amargura en los demás, no siempre es fácil identificarla en nosotros mismos. Por eso, es muy importante que tengamos una comprensión bíblica de este problema.
Supongamos que un cristiano comete un pecado; que dice una mentira, por ejemplo. ¿Qué sentimiento tendrá: culpa o amargura? La respuesta es culpa. Pero, digamos que alguien difunde una falsedad acerca de ese cristiano. ¿Cuál sería, en ese caso, su sentimiento? Amargura. La culpa es lo que sentimos cuando pecamos; sentimos amargura cuando los demás pecan contra nosotros. Si hubiéramos pecado, nos sentiríamos culpables, y sabríamos que es nuestro deber confesar ese pecado y abandonarlo. Pero, ¿qué podemos hacer con la culpa de los demás? La amargura siempre se basa en el pecado real o imaginario de otra persona.
Analicemos el caso de una ofensa imaginaria. Muchas veces, nos amargamos porque imaginamos que alguien dijo o hizo algo en contra de nosotros, en circunstancias en que eso nunca ocurrió. Esperamos un pedido de perdón que el otro no puede cumplir. En ese caso, ¿permaneceremos amargados por el resto de la vida? A propósito, las personas amargadas no imaginan la posibilidad de estar equivocadas. En cuanto aparece la amargura, la culpa del otro es indiscutible. En este caso, si él o ella quieren librarse de la amargura, debe reconocer la verdadera condición de la otra persona.
Y, ¿si la ofensa es genuina? Algunos amargados realmente fueron maltratados. ¿Cómo lidiar con eso? La amargura tiene que ver con una ofensa que de alguna manera se relaciona con nosotros. No depende de cuán grande o cuán profunda sea, sino de cuán íntimo y cuán cercano sea el ofensor; y los probables candidatos, en este caso, son los padres, los hermanos, el esposo, la esposa, los hijos, los colegas, los superiores inmediatos, los subordinados, etc., etc. Y hay mucha gente que está amargada con Dios.
Una venenosa contaminación
Usted puede creer que tiene derecho a amargarse, pero la Biblia no le reconoce a nadie ese derecho. Pablo dice que debemos abandonar toda amargura, y añade: “Mirad bien, no sea […] que brotando alguna raíz de amargura (en alguno de vosotros), os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Heb. 12:15).
En este texto, se compara la amargura con una raíz. Y, como sabemos, la raíz está bajo tierra y no se la puede ver, aunque haya señales visibles de su presencia. El hecho de que una raíz no se vea no significa que no exista. El fruto que nace tiene una relación directa con la raíz que lo produce. Así como la raíz de un manzano produce manzanas, la raíz de amargura producirá frutos amargos. Tenemos que cuidar para que no crezca ninguna raíz de amargura, no cause problemas ni perjudique a la gente.
Usted ¿ya observó cómo se difunde la amargura por toda la iglesia? Puede avanzar por una congregación como el fuego en el rastrojo. ¿Por qué sucede esto? Alguien que estaba amargado dejó que la raíz apareciera en la superficie y produjera sus frutos. El autor de la Epístola a los Hebreos nos advierte, para que nos cuidemos de que nadie abandone la gracia de Dios. Cuando permitimos que eso ocurra, la amargura aparece y contamina a mucha gente.
Si alguien conserva la amargura dentro de sí, hasta se puede enfermar. Entonces va a ver al médico clínico, que lo deriva a un psiquiatra. Éste reconoce que hay una enfermedad, y le dice: “Usted está enfermo, mi amigo, porque ha pasado veinte años resentido con alguien. Ha mantenido eso oculto todos estos años, y ahora ese sentimiento se ha descompuesto dentro de usted; el veneno está actuando y lo ha enfermado físicamente. Aclare las cosas con esa persona. Saque de dentro de sí esa amargura”.
El mundo tiene dos soluciones para el problema de la amargura: conservarla dentro del individuo y, si lo hace, se enferma; o dejarla salir, y entonces la enfermedad se esparce por todos lados. En cambio, la solución de Dios consiste en arrancar la raíz; lo que sólo es posible por la acción de su gracia. El amargado necesita conocer a Jesucristo, para poder extirpar la raíz de amargura. Los cristianos no debemos aplicar las soluciones del mundo. Cuando decidimos imitar al mundo, siempre salimos perjudicados. Por eso, no debemos conservar la amargura dentro de nosotros, ni compartirla con los demás tampoco. Debemos someterla al Padre, por medio del Hijo.
“Pero si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica. Porque donde hay celos y contención, ahí hay perturbación y toda obra perversa” (Sant. 3:14-16).
Si usted cree que con el tiempo los celos y la mezquindad -frutos de la raíz de amargura- cederán ante la madurez y desaparecerán, está equivocado. Al contrario, con el paso de los días, esas características se profundizarán. Los amargados se vuelven más amargos con el transcurso del tiempo. Y, si abrigamos amarga envidia, por ejemplo, el resultado será un aumento de la envidia todavía. Eso no viene del Cielo, sino del demonio.
La ruta de la liberación
Antes de poder libramos de la amargura, tenemos que admitir que estamos amargados. Una buena evidencia de ello es que recordamos cada detalle de lo ocurrido. Usted, sin duda, ha mantenido millares de conversaciones a lo largo de la vida, y se ha olvidado de la mayoría de ellas. Pero una conversación capaz de generar amargura pudo haber ocurrido hace cinco años o más, y usted todavía se acuerda de cada palabra dicha u oída, de la entonación y las inflexiones de la voz. Si usted sabe exactamente qué sucedió, eso significa que está amargado. Alguien podría objetar y decir que también existe la capacidad de recordar buenas conversaciones, pero la gente acostumbra a acordarse más de lo malo que de lo bueno.
He trabajado mucho con gente que se quiere divorciar. Conozco a algunos desde que se casaron, cuando eran muy felices. Pero, mientras se están divorciando, no recuerdan un solo momento de felicidad. Toda la conversación gira en torno de lo que les causó daño. Eso no significa que no tuvieron momentos felices, pero se concentran en cuán acertados estaban ellos y cuán equivocados los demás. Si alguien tiene una memoria afinada para recordar los detalles de las cosas que sucedieron hace muchos años, cuando todavía eran niños o jóvenes, y la usa para acusar a los demás, eso es una indicación de que está amargado.
Entonces, ¿por qué no nos podemos librar de la amargura? El problema es que, para conseguirlo, necesitamos traer de vuelta a nuestro corazón los acontecimientos que provocaron la amargura. Pero, en lugar de eso, la tentación es señalar al ofensor y decir: “¿Ves lo que hiciste?” Ésa es la naturaleza de la amargura. Para arrancarla de mí, necesito reconocer que es mi problema, antes de confesarlo y olvidarlo.
Pero alguien podría decir: “No estoy amargado; sólo estoy un poco herido”. Pero los síntomas de una herida emocional son bien parecidos a los del resentimiento; hay una íntima relación entre estar herido y sentirse amargado. El resentimiento, con el tiempo, se transforma en amargura. En ésta, el resentimiento se convierte en rencor y se deteriora. Además, si se lo alimenta, tiende a empeorar; la corriente sigue su curso. Existe una clara relación entre la amargura y el odio, y la Biblia advierte sin ambages que también hay una relación directa entre el odio y el homicidio.
Necesitamos entender cuán pecaminosa es la amargura. La razón por la cual la gente no encara directamente este pecado es, precisamente, por la idea de que le corresponde al otro. El enemigo le puede sugerir esta idea: “Cuando tu ofensor deje de perjudicarte y se arrepienta, entonces te vas a sentir mejor”. Pero, supongamos que el ofensor no se arrepiente; ¿va a quedar usted amargado por el resto de la vida? ¡Eso no tiene sentido! Usted también puede argumentar: “Lo voy a perdonar cuando se arrepienta; no antes. Tengo derecho a estar amargado hasta que llegue ese momento”. En este caso, usted mantiene enhiesto el muro de la amargura, y si un día el ofensor viene y le dice: “Lo siento mucho; estoy arrepentido”, difícilmente usted lo perdonará, porque la amargura no perdona. Para perdonar, usted debe estar listo para hacerlo antes de que el ofensor le hable. En otras palabras, usted se debe librar de la amargura, no importa qué haga la otra persona. La amargura es un pecado que se alimenta a sí mismo. El amargado decide serlo independientemente del ofensor. Ya vi el caso de que el ofensor pidió perdón, y el amargado siguió con su amargura. También conozco gente que está amargada con sus padres que ya murieron y que no le pueden pedir perdón. Los padres murieron; la amargura no.
El Dr. Jim Wilson, en su libro How to be Free From Bitterness [Cómo librarnos de la amargura], cuenta que cierta vez tuvo una conversación con un preso, al que le había hablado varias veces acerca del evangelio, y se habría referido claramente al tema de la amargura. Cierta vez, el preso le dijo:
-¿Cómo puede usted librarse de la amargura contra alguien que castiga injusta e inmerecidamente a su hijo de apenas 3 años?
-Cuando usted se libre de esa amargura -le replicó Wilson-, usted podrá ayudar a esa persona, de modo que nunca más castigue a otros chicos.
-No -respondió el preso-, a ese tipo nadie lo puede ayudar.
Entonces, Wilson se enteró de que ese hombre estaba preso porque había asesinado a alguien que había castigado a su hijo de sólo 3 años; y estaba amargado. Manifestar amargura no es lo mismo que librarse de ella.
La única solución para este problema es la confesión a Dios, de este pecado, con plena confianza en los méritos de Jesucristo, en su muerte y su resurrección. No debemos permanecer amargados, ni mucho menos compartir este asunto con los demás. Sólo hay una cosa que hacer: confesar la amargura como un gran pecado y pedir perdón. Y necesitamos ser persistentes en la confesión.
Derramemos “agua dulce”
Amy Carmichael, en su librito If [Si], hace una observación significativa. Dice: “Un vaso lleno de agua dulce hasta los bordes no puede derramar ni una sola gota de agua amarga, aunque se lo sacuda violentamente”. Si está lleno de agua dulce y se lo agita, todo lo que podrá hacer es derramar algunas gotas de agua dulce. Si se lo sacude con más fuerza aún, derramará más agua dulce. Del mismo modo, si alguien esta “lleno de agua dulce” y sufre algún tipo de agresión, sólo derramará agua dulce. Las sacudidas no transforman el agua dulce en amarga; sólo arroja fuera del vaso el agua dulce que ya estaba adentro.
Si usted está lleno de dulzura y de luz, y alguien lo sacude, sólo derramará dulzura y luz; Si estuviera lleno de miel, eso es lo que derramaría. Si derrama vinagre, es porque ese líquido ya estaba en el recipiente de su corazón. En otras palabras, la amargura no es en absoluto la consecuencia de lo que el otro hizo, sino de lo que alimentamos y acariciamos dentro de nosotros. Si estuviéramos llenos de dulzura y luz, podríamos decir: “¡Miren lo que hizo este pobre hombre! Si yo lo hubiera hecho, me estaría sintiendo muy mal. Es posible que él se esté sintiendo así. ¡Voy a ayudarlo!” Si no reaccionamos de esta manera, es porque estamos amargados, y estamos pecando.
Creo que este pecado es el principal impedimento para que se produzca un reavivamiento espiritual entre nosotros, los pastores de la grey. Dios dijo, por medio de Elena de White: “Puede que haya hombres que tengan excelentes dones, muchas capacidades, espléndidas cualidades; pero un defecto, un solo pecado albergado, ocasionará al carácter lo que es al barco una tabla carcomida: un completo desastre y una ruina absoluta (Joyas de los testimonios, t. 1, p. 480).
Hagamos una autocrítica real y sincera. Entonces, por la gracia de Dios, pongamos en práctica el consejo de Pablo: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados” (Efe. 4:31-5:1).
Esta experiencia se debe manifestar en nuestros matrimonios, en nuestro trato con los colegas, los dirigentes y los dirigidos, como representantes y portavoces de Dios.
Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor en el Centro Universitario Adventista de Sao Paulo, Rep. del Brasil.