El reavivamiento de mi iglesia empieza con el reavivamiento de mi propio corazón.

Hace unos meses, mientras preparaba un sermón, mi atención fue capturada por un texto al que no había atendido previamente: “Porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder” (1 Cor. 4:20). Para un predicador profesional, no es difícil pronunciar palabras. Sin embargo, este texto nos desafía a ir más allá de las palabras: es una invitación a experimentar el poder del Espíritu Santo, obrando en y a través de mí.

Dios está moviendo a la Iglesia Adventista a buscar una experiencia de reavivamiento y de reforma en el poder del Espíritu Santo. Para lograr este objetivo divino, debemos recordar que nuestras palabras no son suficientes. Únicamente la poderosa habilitación del Espíritu Santo, transformando nuestros corazones y encendiendo nuestro espíritu, nos equipará para cumplir esta sagrada tarea.

Como le dijo Jesús a un renombrado maestro de la palabra de su tiempo: “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3, NVI). Probablemente, al igual que Nicodemo, muchos de nosotros creemos que lo que nos hace falta es mayor conocimiento, cuando nuestro problema es mucho más profundo. Por eso, Jesús señala que, a fin de ser aptos para ministrar los asuntos del Reino de Dios, debemos asegurarnos de haber experimentado en el orden personal la obra regeneradora del Espíritu Santo.

El apóstol Pablo estaba totalmente consciente de esta solemne realidad. Recordemos su súplica: “Por esta razón me arrodillo delante del Padre […] le pido que, por medio del Espíritu y con el poder que procede de sus gloriosas riquezas, los fortalezca a ustedes en lo íntimo de su ser, para que por la fe Cristo habite en sus corazones […]” (Efe. 3:14-17, NVI; cf. Gál. 4:19).

Desde el día en que el texto de 1 Corintios 4:20 capturó mis pensamientos, un solemne mensaje se apoderó de mi mente. El reavivamiento de mi iglesia empieza con el reavivamiento de mi propio corazón. Solamente entonces el Espíritu Santo podrá utilizarme como canal de vida espiritual para otros. Como lo dice Elena de White: “Solo la vida engendra vida”.[1] En todo momento se debería tener presente que la vivencia espiritual de la iglesia es, en general, un reflejo de la vivencia espiritual de sus líderes.

El ejemplo de Jesús

Es vital que cada conductor espiritual conozca y comprenda el proceso que el Espíritu Santo sigue en la transformación de su propio corazón. La manera en que Jesús trabajó con sus discípulos, y específicamente con Pedro, es una maravillosa ilustración de la obra que desea realizar en la vida de sus pastores hoy.

“Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Juan 21:21, 22). Es en este momento que se inicia una transición sorprendente en cada discípulo; Jesús restaura sus ideas y sus emociones. Quienes estaban llenos de temor ahora se llenan de gozo. Entonces son comisionados y equipados con el Espíritu Santo para ser testigos de Jesucristo.

Jesús sopla el Espíritu Santo en ellos. Es inevitable relacionar este hecho con aquel primer soplo que convirtió a un muñeco inerte de barro en un ser viviente (Gén. 2:7). De modo semejante, Jesús sopla el Espíritu Santo sobre aquellos que serían sus representantes en un mundo cautivo por el pecado.

Elena de White señala: “Les estaba confiando un cometido muy sagrado, y deseaba impresionarlos con el hecho de que sin el Espíritu Santo no se podía realizar esa obra. El Espíritu Santo es el aliento de la vida espiritual en el alma; la impartición del Espíritu es la impartición de la vida de Cristo. Empapa, al receptor, con los atributos de Cristo. Únicamente quienes han sido así enseñados por Dios, los que experimentan la operación interna del Espíritu y en cuya vida se manifiesta la vida de Cristo, han de destacarse como hombres representativos para ministrar en favor de la iglesia.[2]

La obra del Espíritu Santo

¿Cómo opera el Espíritu Santo esta transformación interna, que luego se manifiesta en un ministerio poderoso en favor de la iglesia? Martin Hanna sugiere que el Espíritu Santo toma cuatro iniciativas divinas, que deben ser acompañadas por cuatro respuestas por parte de quienes siguen el liderazgo del Espíritu (c. Rom. 8:14).[3]

A continuación, analizaremos cada una de estas iniciativas divinas y su contraparte humana, a la luz de la experiencia del apóstol Pedro, tal como se registra en los evangelios y en los escritos de Elena de White. Observaremos que este proceso interno se constituye en el sólido fundamento sobre el cual Dios edifica el ministerio público de sus obreros en favor de la iglesia y del mundo.

  1. Convicción-Confesión

En el relato de Lucas 22:31 al 34 (cf. Mat. 26:33; Luc. 22:61, 62), notamos los esfuerzos que Jesús realizó por comunicar a Pedro los peligros que afrontaba como resultado de su suficiencia propia. No obstante, junto con la advertencia, Jesús anuncia que, “una vez vuelto” [epistrefo],el apóstol convertido confirmaría a sus hermanos. El vocablo que se traduce como vuelto implica un cambio radical de dirección, tanto en un sentido físico (Hech. 9:40; 16:18; Apoc. 1:12) como espiritual (Sant. 5:20; 2 Ped. 2:22). La primera obra del Espíritu es convencernos de nuestra absoluta debilidad y pecaminosidad (Juan 16:8). Mientras esto no suceda, vivimos en constante peligro de maximizar nuestras capacidades y logros, en desmedro de nuestras debilidades y defectos. La advertencia bíblica es clara: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas” (Jer. 17:9). Solo cuando percibo la grandeza de mi pecado puedo recibir y experimentar la abundancia de la gracia divina (Rom. 5:20). Gracias a la obra del Espíritu Santo, llego a ser plenamente consciente de mi debilidad, y Dios puede obrar poderosamente a través de mí (cf. 2 Cor. 12:9,10).

Lamentablemente, Pedro no se conocía a sí mismo. El Señor tuvo que permitir este tropiezo, con el propósito de librarlo de una desgracia mucho mayor. “Cuando Pedro dijo que seguiría a su Señor a la cárcel y a la muerte, cada palabra era sincera; pero no se conocía a sí mismo. Ocultos en su corazón estaban los malos elementos que las circunstancias iban a hacer brotar a la vida. A menos que se le hiciese conocer su peligro, esos elementos provocarían su ruina eterna. […] La solemne amonestación de Cristo fue una invitación a escudriñar su corazón. Pedro necesitaba desconfiar de sí mismo y tener una fe más profunda en Cristo.[4]

A semejanza de Pedro, muchas veces necesitamos atravesar experiencias de humillación y de fracaso. Es en medio de estas experiencias críticas que nuestros ojos son guiados a fijarse en el único que puede traernos el perdón y la restauración. La noche oscura del alma se convierte, entonces, en el preámbulo de un nuevo amanecer.

Luego de negar reiteradamente a su Maestro, la mirada amorosa de Cristo despertó la conciencia de Pedro. “Ahora comprendía, con amargo pesar, cuán bien su Señor lo conocía a él, y cuán exactamente había discernido su corazón, cuya falsedad desconocía él mismo”.[5] Ahora, Pedro se veía como realmente era. Lo que vio lo llevó a un estado de total desesperación. Por fin era consciente del potencial de maldad que albergaba en su propio interior. “No pudiendo soportar más tiempo la escena, salió corriendo de la sala, con el corazón quebrantado. Siguió corriendo en la soledad y las tinieblas, sin saber ni querer saber a dónde. Por fin se encontró en el Getsemaní. En el mismo lugar donde Jesús había derramado su alma agonizante ante su Padre, Pedro cayó sobre su rostro y deseó morir”.[6]

  • Conversión-Arrepentimiento

En el Getsemaní, en el mismo lugar donde Cristo había sido probado hasta el límite, Pedro experimentó una verdadera conversión. “Dejó ese jardín como un hombre convertido. Estaba entonces listo para compadecerse de los tentados. Fue humillado y podía simpatizar con los débiles y errantes”.[7]

Es maravillosa la manera en que Dios nos guía a través de este proceso, muchas veces doloroso, pero necesario. Jesús nunca perdió de vista a Pedro; el Consolador lo sostuvo en todo momento. Por medio de un ángel, inmediatamente después de su resurrección, Jesús le envió este mensaje personal: “Pero id, decid a los discípulos, y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea, allí le veréis, como os dijo” (Mar. 16:7).

En Juan 21:15-19 encontramos el diálogo restaurador entre Jesús y el Pedro convertido. Elena de White, de forma reveladora, nos narra los entretelones de este encuentro. Dice ella: “Era evidente la transformación realizada en Pedro. Las preguntas examinadoras del Señor no habían arrancado una sola respuesta apresurada o autosuficiente; y, a causa de su humillación y arrepentimiento, Pedro estaba mejor preparado que nunca antes para actuar como pastor del rebaño […].

“La primera obra que Cristo confió a Pedro al restaurarlo en su ministerio fue apacentar a los corderos […] Había sido preparado para ella por su propia experiencia de sufrimiento y arrepentimiento […] Recordando su propia debilidad y fracaso, Pedro debía tratar a su rebaño tan tiernamente como Cristo lo había tratado a él […] Sin el amor de Jesús en el corazón, la obra del ministro cristiano es un fracaso […].

“Antes de su caída, Pedro había tenido la costumbre de hablar inadvertidamente, bajo el impulso del momento. Siempre estaba listo para corregir a los demás, para expresar su opinión, antes de tener una comprensión clara de sí mismo o de lo que tenía que decir. Pero el Pedro convertido era muy diferente. Conservaba su fervor anterior, pero la gracia de Cristo regía su celo. Ya no era impetuoso, confiado en sí mismo ni vanidoso, sino sereno, dueño de sí y enseñable. Podía entonces alimentar tanto a los corderos como a las ovejas del rebaño de Cristo”.[8]

La conversión de Pedro ilustra de modo notable la obra transformadora que el Espíritu Santo anhela realizar en el interior de todo aquel que ha sido llamado a ser pastor del rebaño de Cristo. Esta experiencia cambia el sentido de la vida. Antes buscábamos engrandecernos y hacernos de un nombre; ahora buscamos glorificar a Dios y engrandecer su Nombre. Se verifica un cambio total en nuestra actitud hacia Dios, nuestro prójimo y nosotros mismos. El amor de Dios inunda cada rincón de nuestro ser, y se expande hacia los demás.

La experiencia del arrepentimiento es dolorosa pero, al mismo tiempo, tremendamente sanadora y liberadora. Significa muerte para mi “falso yo” (que cuida apariencias y compite por la aprobación humana). Ha nacido un nuevo ministro, para cumplir un nuevo ministerio en el poder del Espíritu (2 Cor. 5:17).

  • Consagración-obediencia

Un corazón convertido se deleita en obedecer a Dios. Frente a las amenazas de los sacerdotes, a quienes temía poco tiempo atrás, el Pedro convertido expresó con claridad: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5:29).

La obediencia es el corazón del discipulado; es la piedra de toque de nuestra experiencia cristiana. El texto de Mateo 7:21 al 29 enfatiza el lugar central que ocupa la obediencia en el desarrollo de una experiencia cristiana sólida. Al inicio de este pasaje, Jesús establece una distinción reveladora: producir buenas obras no es necesariamente lo mismo que obedecer. La pregunta clave es: ¿Es esta realmente la voluntad de Dios, o es simplemente una iniciativa personal? Elena de White comenta: “Para Pedro, la orden ‘Sígueme’ estaba llena de instrucción. No solo para su muerte fue dada esta lección, sino para todo paso de su vida. Hasta entonces Pedro había estado inclinado a obrar independientemente. Había procurado hacer planes para la obra de Dios, en vez de esperar y seguir el plan de Dios […] Pero él no podía ganar nada apresurándose delante del Señor. Jesús le ordena: ‘Sígueme’. No corras delante de mí. Así no tendrás que arrostrar solo las huestes de Satanás. Déjame ir delante de ti, y entonces no serás vencido por el enemigo”.[9]

  • Confirmación-Perseverancia

En Juan 21:18 y 19, Jesús anunció a Pedro que tendría el alto honor de servir hasta el día de su muerte. Con certeza esta promesa lo acompañó a lo largo de todo su ministerio; su mensaje, en 2 Pedro 1:10 y 11 así lo atestigua: “Por lo tanto, hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del llamado de Dios […] Si hacen estas cosas no caerán jamás, y se les abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”. La consigna es clara: Perseverar hasta el fin, sin caer jamás.

Lamentablemente, como cuerpo ministerial, constantemente sufrimos la pérdida de algunos colegas. Casi sin excepción, miramos hacia atrás, al momento de nuestra graduación, y podemos recordar una considerable lista de amigos y compañeros que iniciaron su ministerio con nosotros, y que ya no están.

En un estudio realizado por el Dr. J. Robert Clinton, destacado profesor de Liderazgo en el Seminario Teológico de Fuller, se determinó que, en la Biblia, pocos líderes terminan bien. De un universo de alrededor de cien líderes renombrados, solo cerca del 30% terminaron bien.[10] ¡Esto significa que 2 de cada 3 no lo hicieron! Pareciera que las cosas no han cambiado mucho.

El liderazgo espiritual siempre fue complejo y desafiante. Sin embargo, Dios sigue procurando hombres dispuestos a ser sus representantes durante los episodios finales de la historia de este mundo. Nunca fue fácil ser un ministro de Dios; mucho menos lo es ahora. Sin embargo, no necesitamos temer. La promesa permanece plenamente vigente: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos […] hasta lo último de la tierra” (Hech. 1:8).

Conclusión

Es tiempo de que el ángel de Apocalipsis 18:1 ilumine la Tierra con la gloria de Dios. En distintas partes del mundo, Dios está obrando maravillas en medio de su pueblo. Golden Lanpani es un laico adventista que, lleno del poder del Espíritu Santo, ha sido usado por Dios para levantar 43 nuevas iglesias y llevar a las aguas bautismales a alrededor de 11 mil personas, durante sus casi veinte años de ministerio en Malaui. Ha enfrentado persecuciones, e incluso atentados contra su propia vida.

En todo momento, ha sido preservado por el Señor de modo maravilloso.[11]

Testimonios como este nos recuerdan la era apostólica; pero, al mismo tiempo, nos animan a creer que los mejores días para esta iglesia todavía están por acontecer. La promesa es segura. “Y después de esto derramaré mi

Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones […] Y todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo” (Joel 2:28, 32). No está lejano el día en que testimonios aislados, como este, se multiplicarán por el mundo entero, como parte de la lluvia tardía que equipará al pueblo de Dios para la culminación de la proclamación del evangelio en esta Tierra. Definitivamente, Dios puede hacer cosas increíbles a través de personas comunes, quienes voluntariamente se someten a su guía.

Cada líder espiritual tiene la posibilidad de formar parte de este movimiento divino. Es hora de rendirnos totalmente a la soberanía del Espíritu Santo, quien traerá la presencia de Cristo a nuestras vidas. A semejanza de la experiencia de Pedro, como fruto de esta renovación personal, podremos guiar a nuestras iglesias a una experiencia de reavivamiento y de reforma. Elena de White nos recuerda que “el Señor necesita hombres de intensa vida espiritual”[12] porque, a final de cuentas, la renovación de mi iglesia empieza con la renovación de mi propio corazón.

Sobre el autor: Decano de la Facultad de Teología en la Universidad Adventista de Chile.


Referencias

[1] Elena de White, La educación, p. 85.

[2] El Deseado de todas las gentes, p. 488

[3] Martin Hanna, “What is ‘Christian’ About Christian Leadership?”, en The Journal of Applied Christian Leadership (Summer 2006), pp. 21-31.

[4] White, El Deseado de todas las gentes, pp. 411,412.

[5] Ibíd., pp. 431,432.

[6] Ibíd, p. 432.

[7] Testimonios para la iglesia, t. 3 (APIA, 2008), p. 416.

[8] El Deseado de todas las gentes, pp. 494, 494

[9] Ibíd, p. 494.

[10] Richard Clinton y Paul Leavenworth, Un buen comienzo: Cómo edificar sobre una base firme para una vida entera de ministerio, pp. 18-20. (http://www.scribd.com/doc/23223028/Un-Buen-Comienzo).

[11] Charlotte Ishkanian, “Un hombre y su Dios”, Adventist World (diciembre de 2010), pp. 24,25.

[12] White, Obreros evangélicos, p. 65.