El privilegio de la oración es para mí una de mis más preciadas posesiones, porque tanto la fe como la experiencia me convencen de que Dios mismo me ve y me contesta, y nunca me atrevo a censurar su respuesta. Mi parte consiste solamente en suplicar. A él le corresponde plenamente el dar o el negar, según él sabe qué es lo mejor. Si fuera de otra manera, de ningún modo me aventuraría a orar. En la quietud del hogar, en la excitación de la vida y las luchas, en la presencia de la muerte, el privilegio de hablar con Dios es inestimable. Lo valoro más porque no requiere nada que el hombre, aunque carezca de inteligencia, no pueda dar, a saber, la más sencilla expresión de su más simple deseo. Aun cuando no pueda ver, ni oír, ni hablar, todavía puedo orar de tal modo que Dios me escuche. Cuando finalmente pase por el valle de sombra de muerte, espero poder hacerlo en comunión con él. —W. T. Greenfell.
El Ministro y su Hogar
Es verdad el fiel ministro de Dios es el hombre más ocupado del mundo. Siente la carga de las almas confiadas a su cuidado. Tiene conciencia de su responsabilidad hacia los millares que no conocen al Señor, y de quienes es “deudor;” tiene que darles a conocer el plan de salvación.
Además, en medio de esta pesada tarea, tiene que bendecir a los niños, hablar palabras de consuelo a los tristes y desanimados, aconsejar a las familias que tienen desavenencias, encauzar a los jóvenes por la senda del bien e infundir esperanza en los que se despiden, ante la tumba, de algún ser amado. Sí; estas actividades absorben casi todo el tiempo del ministro; sin embargo, no constituyen una razón para el descuido del calor y el compañerismo de su propio hogar.
La fiel esposa de un abnegado ministro exclamó en cierta ocasión: “Mi esposo ya no se interesa en mí. Vive sólo para la obra, y cuando por las noches regresa a casa, se pone a leer o estudiar, y se molesta si le dirijo la palabra. Yo no sé si aún me quiere, o no.”
Ningún ministro de Dios podrá tener ascendiente alguno sobre los hogares comprendidos dentro de su grey, a menos que él mismo experimente cada día la saludable influencia de un hogar bien constituido y feliz. Por ocupado que esté, debe dedicar, aunque sólo sea una noche por semana, enteramente a su esposa y a sus hijos, si los tiene. Debe hacer sentir a los suyos que se interesa en su bienestar y que, después de Dios, los ama sobre todas las cosas.
Que la esposa oiga de sus labios palabras de aprecio por la ropa limpia, el alimento sano y equilibrado y por su habilidad en transformar la casa en el rincón más agradable del mundo. Esas palabras constituyen la mejor medicina para una esposa abrumada por la rutina del hogar; y contribuyen a conservarla animada y bien dispuesta, y hasta a prolongarle la vida.
Por otra parte, a toda esposa le agrada que la consulten al hacer planes concernientes al hogar; que la hagan partícipe de los problemas que son de interés mutuo; y que tengan en cuenta sus ideales, al elaborar juntos una sana filosofía de la vida.
Para fortalecer aún más los vínculos del hogar, conviene que los esposos tengan un “hobby” común, que los una mental y espiritualmente, al propio tiempo que les sirva de distracción.
La sierva del Señor dice que un hogar feliz es un anticipo de los gozos que nos aguardan en el reino de Dios. Queridos ministros, aunque estéis muy ocupados, no descuidéis lo que os debe ser más caro que cualquier otra cosa: el calor de vuestro hogar.