Después de su resurrección, y tras pasar cuarenta días con sus discípulos, Jesús les dio una orden que encontramos sintetizada en las palabras del Evangelio de Marcos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (16:15). Mateo registró en esta forma la gran comisión: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (28:19).

Predicar el Evangelio es indudablemente uno de los mayores privilegios que el Señor ha concedido a los hombres. Es una tarea que no fue confiada a los ángeles, seres celestiales, sino a los hombres falibles y pecadores. La Sra. de White escribió en el libro Los Hechos de los Apóstoles: “Dios no escoge, para que sean sus representantes entre los hombres, a ángeles que nunca cayeron, sino a seres humanos, a hombres de pasiones semejantes a las de aquellos a quienes tratan de salvar. Cristo se humanó a fin de poder alcanzar a la humanidad. Se necesitaba un Salvador a la vez divino y humano para traer salvación al mundo. Y a los hombres y mujeres ha sido confiado el sagrado cometido de dar a conocer ‘las inescrutables riquezas de Cristo’” (pág. 98).

Pablo, el apóstol de los gentiles, escribió: “Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (Rom. 10:13-15).

Estas palabras paulinas nos sugieren, entre otras, las conclusiones que siguen:

  1. En la iglesia hay necesidad de predicadores para efectuar la divulgación oral de la Palabra de Dios al mundo.
  2. Hay necesidad de un ministerio organizado y consagrado, cuya función primordial sea la predicación, la exhortación y la enseñanza.
  3. Esos predicadores deben ser separados (Hech. 13:12) por el Espíritu Santo y enviados como embajadores de Dios para realizar negociaciones de paz entre el cielo y la tierra.
  4. Esos predicadores deben tener un solo propósito, a saber: predicar “a Jesucristo, y a éste crucificado” que es “poder de Dios, y sabiduría de Dios” (1 Cor. 2:2; 1:24).

Los predicadores del Evangelio, para realizar una obra fecunda, necesitan, entre otras, las siguientes cualidades:

  1. Ser aptos para enseñar. Pablo escribió: “Conviene que el obispo sea… apto para enseñar” (1 Tim. 3:2). No basta la instrucción teológica. Es indispensable el dominio del arte de la comunicación. Los predicadores deben saber crear lo que Emmerson Fosdick llama “un diálogo cooperativo”, a fin de presentar claramente el camino de la salvación a los pecadores.
  2. Ser sinceros y fieles, en su conducta y sus procedimientos, y ser dedicados a la obra para la cual han sido llamados. 1 Cor. 4:2; Mat. 5:16.
  3. Tener una vida santa e irreprochable. (2 Cor. 6:6; Isa. 52:11). ¡Cuán extraordinaria fue la influencia de Elíseo! Su vida intachable hizo que la mujer sunamita diera este memorable testimonio: “Este que siempre pasa por nuestra casa, es varón santo de Dios” (2 Rey. 4:9)
  4. Estar dominados por una pasión conmovedora por las almas. (Hech. 20:31; 2 Cor. 2:4; Rom. 9:1-3.) Fue esta consumidora pasión por los perdidos la que indujo a Enrique Martin a orar de rodillas en una de las playas de la India: “Aquí, Señor, quiero ser enteramente gastado por ti”.
  5. Ser modestos. El orgullo y la vanidad son defectos que conspiran contra los triunfos de la cruz. Jesús dijo a sus discípulos: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29).
  6. Estar dispuestos a soportar las dificultades del ministerio, sufriendo con paciencia las flaquezas humanas de los que se oponen a su labor. (2 Cor. 6:4.) La vida pastoral está muchas veces llena de incomprensiones.
  7. Someterse enteramente a la voluntad de Dios. Sus sermones, esencialmente bíblicos, deben tener como fundamento las palabras empleadas con tanta frecuencia por los profetas del Antiguo Testamento: “Así dice Jehová”.

EL PROPÓSITO DE LA PREDICACIÓN

¿Cuál es el propósito y el plan de la predicación? Su propósito consiste en salvar a los pecadores. Este es el gran objetivo de toda predicación, y cuandoquiera que prediquéis, cuandoquiera que habléis ante una congregación en cualquier parte del mundo, debéis experimentar intensamente el sentimiento de que vuestra tarea consiste en ayudar a la gente para que logre su salvación. Muchas veces no tomamos conciencia de este hecho; cuando estamos frente a la gente y predicamos, no comprendemos la solemne santidad de la obra en la que nos encontramos empeñados. Pablo lo comprendió cabalmente, y lo manifiesta en 2 Corintios 5:20: “Así que somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros”. Pensad en el contenido de esta expresión: “Como si Dios rogase por medio de nosotros”. Somos sus portavoces. Verdaderamente, las Sagradas Escrituras exponen claramente la concepción que tiene el Señor del elevado cargo del embajador de Cristo.

Pablo coloca al ministro del Evangelio en la posición de un mensajero de Dios. Esta es una experiencia notable para un ser humano, si es que puede aquilatarla. Cuandoquiera que estéis ante vuestra congregación, ocupáis el lugar de Cristo. Estáis ahí como el hombre mediante quien Dios hablará a su pueblo en esa ocasión. ¿Y qué obra más elevada podría hacer el hombre que la de hablar como portavoz de Dios? ¿Qué posición más elevada podría ocupar que la de ser un mensajero del Todopoderoso? Pensando en esto, el apóstol escribió: “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria, a quien anunciamos, amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre” (Col. 1:27, 28). (I. H. Evans, The Preacher and his Preaching, pág. 70.)