Treinta y ocho años atrás tuve la oportunidad de dar una disertación a un grupo de pastores con respecto a tres peligros o amenazas para el trabajo y la vida personal del pastor. Hoy, observando alrededor, percibo que esos peligros todavía continúan actuales, y tal vez necesiten ser enfrentados con más determinación y sentido de urgencia que en aquella época.
¿Cuáles son esas amenazas? ¿Cómo pueden ser tratadas?
Profesionalismo
Cuando un joven aspirante al ministerio llega a su primera iglesia, normalmente exhibe considerables dotes de entusiasmo. Se muestra extremadamente feliz con su llamado. Valientemente y sin temor empuña la espada del Espíritu en la batalla por su Señor.
Sin embargo, después de haber enfrentado algunos chascos y frustraciones, con el pasar de los años, no es raro que él perciba que su celo se va evaporando con el calor del combate pastoral. La espada, antes flameante, ahora se torna opaca, escondida en su vaina. Raramente es empuñada con el mismo vigor de otrora. Para algunos, ese cambio sucede a un ritmo más lento que para otros. Pero la dura realidad es que poquísimos son invulnerables a él.
En tanto, el “primer amor” al ministerio se va perdiendo, siendo poco a poco sustituido por un profesionalismo frío e insensible. Las tareas todavía continúan siendo cumplidas, pero de un modo mecánico, rutinario y formal. Los trabajos de predicación, evangelización, visitación y aconsejamiento son realizados bajo un raro sentimiento de opresión y por obligación. Para una incómoda parte de los ministros, el pastorado simplemente se convirtió en una carrera, una simple ocupación como cualquier otra.
Cuando este tipo de profesionalismo domina, el contacto de corazón a corazón lentamente se degenera en mera técnica de trabajo. El pastor mantiene la formalidad muy habilidosamente, pero ¿dónde
está el espíritu? El verdadero pastor ministra con la bondad de un santo, mostrando real interés personal. Él no ve a su congregación como un lugar de trabajo cualquiera, ni a sus parroquianos como simples casos. Por el contrario, considera a su iglesia como un hospital donde las personas heridas pueden encontrar amor y tierno cuidado.
El profesionalismo indiferente puede mirar con frialdad desde el púlpito, especialmente cuando quien lo ocupa ostenta una colección de títulos altisonantes. Sin embargo, esa frialdad atrae a pocos a Cristo, por la simple razón de que realmente no lo exalta en primer plano. No puede resolver problemas. Los teóricos de la Biblia pueden hasta conseguir éxito en desatar los intrincados nudos de la teología, pero si no buscaron en las Escrituras el bálsamo para las necesidades humanas ofrecerán poco beneficio sólido para las personas. El pastor puede librarse del peligro del profesionalismo sólo si ama al Señor de la iglesia, a las personas y al trabajo para el cual fue llamado. Tal como Jesús, el verdadero pastor sufre con las ovejas, por las ovejas y junto con ellas.
La penetrante cuestión es: ¿Qué es lo que los miembros de nuestras congregaciones más necesitan recibir de nosotros? ¿Teoría? ¿Técnicas de trabajo? ¿Autoridad? ¿Erudición? Esas cosas tienen su lugar y pueden ser de ayuda, pero, en primer lugar, nuestros hermanos necesitan recibir inspiración, esperanza, bondad, consuelo y comprensión gentil. Precisan un corazón pastoral que pulse con verdadero interés por ellos, constreñido no por el mero deber profesional sino por el amor de Cristo. La letra del profesionalismo mata, pero el espíritu de una apasionada proclamación en sociedad con el Espíritu Santo produce vida.
Petrificación
Durante un reciente viaje al Brasil, compré algunos muñequitos que, manipulados, realizan algunas interesantes exhibiciones. Pero ellos son fríos, petrificados y están muertos. Están fosilizados. El ministro no puede fosilizarse. La ley de la vida ministerial es que alguien crece, o decae y se petrifica. Jamás encontré un pastor, no importa cuán maduro y experimentado sea, que no tenga la necesidad de crecer espiritual e intelectualmente.
Una de las mejores actividades que existen para mantener al pastor en crecimiento es el evangelismo. Los meros predicadores pueden marchitarse en caso de que pierdan el contacto con el pueblo, dejando de hacer el trabajo personal. En cambio, el vigoroso trabajo de evangelismo público y personal mantiene al ministro en forma y metodológicamente actualizado.
El entrenamiento en el servicio y el progreso en sabiduría también son deberes ministeriales. Es dudoso que Dios llame al pastorado a individuos que no les gusta estudiar. El estudio y la aplicación de la mente forman parte de la vida ministerial. La práctica regular de ejercicio es tan necesaria para la mente del pastor como lo es para su cuerpo. Si la mente no es nutrida el pastor se tomará intelectualmente anémico y superficial, un predicador insignificante que habla simplemente lo obvio.
Aun cuando estaba en la prisión, esperando la llegada de sus ejecutores, Pablo se preocupó por crecer a través del estudio. En tal circunstancia, algunos despreciarían los libros; pero Pablo se interesó en ellos y le pidió a Timoteo que le proveyera libros y pergaminos (2 Tim. 4:13).
El tiempo en que vivimos ofrece oportunidades sin precedentes para ese tipo de crecimiento. El ministro, con su computadora e Internet, tiene acceso inmediato a ilimitados recursos de información y conocimiento. No hay razón ni disculpas para el estancamiento.
Pesimismo
El ministro de más edad es probablemente más vulnerable al peligro del pesimismo que un pastor más joven. El mayor ciertamente ya experimentó más chascos y fallas a lo largo de la vida. De esa forma, corre el peligro de volverse más pesimista y contagiar a otras personas, al igual que a su congregación. Aunque seamos humanos, como pastores debemos evitar eso a toda costa.
Si existió alguien que tenía razones para ser pesimista, ése era Pablo cuando estaba en prisión. Sin embargo, desde allí él escribió la más alegre de sus epístolas, a los Filipenses. Sin duda, Pablo conoció tiempos de melancolía interior y, posiblemente, hasta el mismo desánimo y la depresión. Pero, en sus epístolas no existe evidencia de haber comunicado eso a otros creyentes.
El criticismo es frecuentemente siervo del pesimismo. Ningún pastor puede ser verdaderamente un embajador de Dios y criticar desdeñosa y destructivamente a la iglesia de Dios y a su liderazgo. Ningún embajador puede hablar de manera despectiva de su país y de su Gobierno y continuar en la función de representarlos. Hablar negativamente respecto de sus colegas y de los dirigentes es una forma de echar puertas al crecimiento. Es también un camino seguro para el negativismo y la depresión.
Un pastor bien puede estar cansado del cuerpo y abatido de espíritu. Pero la verdad es que las personas ya tienen muchos fardos y luchas particulares como para soportar a un pastor crítico y pesimista.
Antídoto
Éstas son algunas de las amenazas que rondan al pastor. Existen otras, pero éstas son especialmente insidiosas porque no avanzan sobre la presa de una sola vez. Al contrario, se desarrollan lentamente, como un tumor maligno.
Por otro lado, las tres “P” deplegaria, propósito y pasión representan antídotos que de hecho ayudan a proteger contra los males referidos, así como a curarlos. La autobiografía espiritual del apóstol Pablo nos ofrece una salida correcta para los problemas de la vida pastoral. Ella nos habla sobre cómo Dios le proporcionó una fuente de poder que vuelve al ministro fuerte, productivo y vencedor: “Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor. 12:9).
Sobre el autor: Director de Relaciones Públicas y Libertad Religiosa de la Asociación General de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.