¿Por qué Dios pide nuestros recursos?

Alguien pregunta: “¿Por qué Dios pide nuestros recursos? Yo los daría gozoso si él los necesitara. Pero no los necesita. Él es el dueño de la plata y del oro, de los animales que pacen en las colinas. Él puede pronunciar una palabra para crear lo que necesita, si así lo desea. Entonces, ¿por qué tengo que dar lo que necesito para atender mis propias necesidades?”

Otra persona razona de este modo: “¿Necesita el predicador mis diezmos y ofrendas? Tal vez, pero él no necesita tanto como pide. Además, a mí no me gusta este predicador. Me agradaba el que había antes, pero se fue a una. iglesia más grande, y allí está bien remunerado. Entonces, ¿por qué tengo que dar?”

“¿Necesitan mis ofrendas los pobres? —se pregunta un tercero—. Algunos las necesitan, pero la mayor parte no estarían pobres si no fueran tan perezosos o tan mal administradores de sus cosas. Si yo diera para ellos, estaría fomentando la indolencia. Que ellos trabajen así como lo hago yo; que ellos aprendan a hacer planes previsores, como yo los hago. ¿Por qué tendría que darles mi dinero?” “¿Los misioneros? Sí, supongo que daré algo para ellos. Pero no estoy muy seguro de estar satisfecho con la manera como emplean el dinero. Pienso que podrían mejorar sus métodos y arreglárselas con mucho menos”.

Alguna otra persona dice: ‘‘Realmente, al dar para la iglesia estamos dando para nosotros mismos, porque nosotros constituimos la iglesia. En ese caso, ¿por qué tengo que dar para la iglesia en primer lugar? Prefiero guardar mi parte y gastarla como me convenga”.

Se han formulado muchas preguntas como éstas. Pero cuán pequeñas parecen cuando se las coloca junto a la gran verdad de la mayordomía: Dios nos da para que podamos dar a otros. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito.[1] Los ángeles de Dios “hallan su gozo en dar’. En esto se revela “el gran principio que es la ley de la vida para el universo”.[2] Se ha dejado este claro principio para la humanidad: “De gracia recibisteis, dad de gracia”.[3]

La pregunta: “¿Por qué tengo que dar?” no se contesta en primer término desde el punto de vista de cuánto dinero se necesita, o de quién lo necesita, sino de cuánto necesito la experiencia de dar. Tampoco es asunto de dar a una iglesia, a un ministro, a un misionero o a cualquier persona, sino más bien, de dar al Señor a través de los conductos designados por él.

La respuesta la encontramos en los tres principios básicos de la mayordomía; a saber, (1) dar constituye un reconocimiento de la soberanía de Dios —es el dueño de todas las cosas—, de su bondad, de sus mercedes para conmigo. (2) El dar me enseña a ser generoso con los demás; me ayuda a ser semejante a Dios en carácter. (3) El dar me confiere el señalado privilegio de ser un colaborador de Dios; me ayuda a asemejarme a Dios en mis hábitos y mi práctica.

Reconocimiento de la soberanía y la bondad de Dios

Todo lo que una persona es, todo lo que tiene, pertenece a Dios.[4]  Es Dios quien imparte salud y fortaleza; él da talentos e inteligencia para ganar dinero.[5] Por lo tanto, los diezmos y las ofrendas son nada más que la devolución de lo que es de Dios: “Lo recibido de tu mano te damos”.[6] Son el reconocimiento de la bondad de Dios, la expresión del agradecimiento del hombre y de su amor a Dios.

“En pago del gran amor con que Cristo os amó, debéis llevarle vuestra ofrenda de agradecimiento. Debéis hacer una ofrenda de gratitud de vosotros mismos. Vuestro tiempo, vuestros talentos, vuestros recursos —todo ha de fluir hacia el mundo en una ola de amor para salvar a los perdidos”. [7]

“Le devolvemos lo que es suyo, y con ello una ofrenda para testimoniar nuestra gratitud. Así nuestra práctica será un sermón semanal que declarará que Dios es el poseedor de toda nuestra propiedad, y que él nos ha hecho mayordomos suyos para utilizarla para su gloria”. [8]

“Así Dios nos ha impartido el tesoro más preciado del cielo al darnos a Jesús. Con él nos ha dado todas las cosas para disfrutar de ellas copiosamente… El pide que lo reconozcamos como el Dador de todas las cosas; y por esta razón dice: De todas vuestras posesiones me reservo una décima parte, además de los dones y las ofrendas, que deben llevarse a mi tesorería. Esta es la provisión que Dios ha hecho para adelantar la obra del Evangelio” [9]

Sin embargo, la dadivosidad cristiana fue establecida con un propósito más elevado que el de reconocer la soberanía y la bondad de Dios. La obligación de los diezmos y las ofrendas tenía el propósito de enseñar lecciones de generosidad y consideración hacia los demás. Las Escrituras dicen: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo”, y sea “vuestro siervo”.[10] Se nos ha dicho que “uno de los mayores pecados del mundo cristiano actual es el fingimiento y la codicia en el trato con Dios”.[11] Debemos guardarnos “de toda avaricia” “porque el amor al dinero es la raíz de todos los males”.[12] En otro lugar se nos amonesta:

“La dadivosidad constante y abnegada es el remedio de Dios para los pecados gangrenosos del egoísmo y la codicia… Él ha ordenado que la dadivosidad debiera convertirse en un hábito, que debiera contrarrestar el peligroso y engañador pecado de la codicia. La continua dadivosidad mata a la codicia”. [13]

“Muchos en el pueblo de Dios corren el peligro de ser entrampados por la mundanalidad y la codicia. Debieran comprender que es su misericordia la que multiplica las solicitudes de sus recursos”.[14]

La generosidad es el ejercicio de una virtud cristiana. La ley de la vida decreta que nada puede vivir mucho tiempo sin ejercicio. El ejercicio fortalece los órganos, pero un órgano que no se utiliza, no tarda en atrofiarse y morir. La dadivosidad cristiana es un medio en las manos de Dios para perfeccionar un carácter compasivo y amante en su pueblo. Es una oportunidad de agradecer a Jesús por su generosidad hacia nosotros cuando éramos pecadores.

“Vi que en la providencia de Dios las viudas y los huérfanos, los ciegos, los mudos, los cojos, y las personas afligidas de muchas maneras, han sido colocadas en estrecha relación cristiana con su iglesia; es para probar a su pueblo y desarrollar su carácter verdadero.[15]

“En su sabia providencia, Dios ha colocado a los pobres en nuestro medio, para que estén siempre con nosotros, a fin de que mientras presenciemos las diversas formas de necesidad y sufrimiento en el mundo, seamos probados y llevados a una posición donde podamos desarrollar el carácter cristiano. Ha colocado a los pobres entre nosotros para despertar en nosotros la simpatía y el amor cristianos”. [16]

Nadie duda que Dios, con una sola palabra, podría desterrar la pobreza y el sufrimiento del mundo, pero él prefiere, en su amor omnisciente, permitir que el hombre haga esta obra para que experimente el más elevado de todos los gozos —el de ayudar a otros— y aumente su capacidad de amar. Acerca de esto se ha dicho con una hermosa figura, que nuestras ofrendas serán “un suave aroma para Dios”, y también que “el mismo acto de dar expande el corazón del dador, y lo une más plenamente con el Redentor del mundo”. [17] El mismo pensamiento se amplía en el siguiente párrafo:

“Dios planeó el sistema de la beneficencia a fin de que el hombre llegara a ser semejante a su Creador, benevolente y de carácter desinteresado, y que finalmente fuera un participante con Cristo de la recompensa eterna y gloriosa”.[18]

La tercera razón que se da al pedido que Dios hace de una parte de los recursos de los hombres, es que el hombre debe llegar a ser semejante a Cristo no sólo en carácter sino también en hábito y en práctica, para que estas características mencionadas lleguen a ser una parte integrante de su naturaleza.

En sociedad con Dios

Es verdad que Dios no necesita la plata y el oro del hombre —para él ni para los que realizan su obra. Él puede proporcionar dinero en abundancia por el mandato de su palabra. En efecto, Dios no depende del hombre para predicar el Evangelio, pero en su amor eligió ese medio para la realización de su obra. Así el hombre se convierte en un socio con Dios, un medio a través del cual la misericordia y la verdad de Dios son derramadas al mundo. Así es honrado al participar en la obra más elevada, más noble y maravillosa en que sea dado ocuparse. Notemos las siguientes declaraciones de la pluma inspirada:

“En su amor infinito les ha concedido a los hombres el privilegio de ser participantes de la naturaleza divina, y ellos, a su turno, de difundir sus bendiciones a sus semejantes. Este es el honor más elevado, el mayor gozo, que Dios puede derramar sobre los hombres”. [19]

“Cada uno tiene su obra señalada en el gran campo; y sin embargo nadie debiera concebir el pensamiento de que Dios depende del hombre. Él podría pronunciar una palabra, y cada hijo de la pobreza sería enriquecido. En un momento podría sanar a la raza humana de todas sus dolencias. Podría prescindir de los ministros y hacer que sus ángeles fueran los embajadores de su verdad. Podría haber escrito la verdad en el firmamento, o haberla impreso en las hojas de los árboles y en las flores del campo; o, con voz audible, habría podido proclamarla desde el ciclo. Pero el Dios omnisapiente no eligió ninguno de estos medios. Él sabía que el hombre debía tener algo en qué ocuparse para que esta vida fuera una bendición para él… Así hace al hombre el medio para distribuir sus bendiciones sobre la tierra. Dios planeó el sistema de la beneficencia para que el hombre llegara a ser, como su Creador, benevolente y de carácter desprendido, y finalmente participara con él de la recompensa eterna y gloriosa”. [20]

En las declaraciones precedentes se destacan tres puntos: (1) Dios no necesita nuestros recursos o nuestra ayuda. (2) Dios nos honra haciéndonos colaboradores con él. (3) Al dar a los pobres y sostener su causa, también estamos ayudándonos a nosotros mismos al fortalecer los hábitos de amor, generosidad, desprendimiento y compasión, que pertenecen a la misma naturaleza de Dios.

El plan de Dios de la benevolencia sistemática, es decir, de los diezmos y las ofrendas planeados y entregados regularmente, es uno de los medios más maravillosos de poner en práctica el plan de salvación dado por Dios. Demanda el ejercicio de lo más noble que hay en el hombre. Se nos ha dicho que el sistema de los diezmos, “así como el sábado”, se “funda sobre un principio que es tan perdurable como la ley de Dios”,[21] y que es para el bien del hombre.

Mientras el propósito de la benevolencia sistemática o mayordomía no consiste en primer término en reunir dinero para los fines de la iglesia, creemos que la aplicación de este plan resolverá los problemas financieros de la iglesia. Si cada miembro lo siguiera, se completaría con creces cada uno de los objetivos financieros. La obra de Dios en el mundo se terminaría rápidamente y Jesús vendría pronto. [22]

Estímulos y promesas

Al promover la mayordomía cristiana y la benevolencia sistemática, el ministro siempre debiera realzar ante su congregación al Salvador sufriente y su amor inextinguible por la humanidad. “Yo di mi vida por ti, ¿qué has dado tú por mí?” Después de todo, la mayordomía es un “servicio razonable”.

Alguna persona, aun con la mejor de las intenciones cristianas, se sorprenderá ante la sugestión de dar el 20 por ciento o más de sus entradas. El tema debe presentarse a los hermanos, en forma profundamente espiritual, y con mucho tacto. Debieran hacerse muy reales las promesas de Dios y su constante cuidado amante citando textos bíblicos que contengan promesas alentadoras para el dador consagrado y alegre, y relatando casos de personas que recibieron bendiciones a causa de su fidelidad.

Leemos que el Israel antiguo contribuía, para fines religiosos y de caridad con “la cuarta parte de su renta o entradas [el 25%], y que “unos pocos israelitas escrupulosos devolvían a Dios cerca de la tercera parte [el 33%] de todos sus ingresos”. Lejos de empobrecerlos, “la fiel observancia de estos reglamentos era uno de los requisitos que se les imponía para tener prosperidad”. [23] Dios retribuía con abundancia la fidelidad de su pueblo.

Los requerimientos de Dios no son menores hoy de lo que eran en la antigüedad. La revelación de la gracia de Dios, el esclarecimiento por el Espíritu Santo, la plenitud de la Palabra de Dios, son bendiciones que hoy recibimos por añadidura. Los numerosos recursos materiales y las comodidades de la vida actual no pueden compararse con los bienes que poseían los hijos de Israel. ¿Tenemos, entonces, razón para ser menos generosos, para estar menos dispuestos a sacrificarnos que ellos, especialmente cuando se hace la promesa: “Dad lo que podáis ahora… y Dios volverá a llenar vuestra mano”, y “cuanto más demos, tanto más recibiremos”? [24]

Sobre el autor: Pastor de la Asociación Sur de California.


Referencias

[1] Juan 3:16; Efe. 5:2.

[2] El Deseado, pág. 16.

[3] Mat. 10:8.

[4] 1 Cor. 6:19, 20.

[5] Hech. 17:25-28; Deut. 8:17, 18.

[6] 1 Crón. 29:14.

[7] Testimonies, tomo 9, pág. 50.

[8] Counsels on Stewardship, pág. 80.

[9] Id., pág. 65.

[10] Luc. 9:23; Mat. 20:26.

[11] Testimonies, tomo 4, pág. 475.

[12] Luc. 12:15. 1 Tim. 6:10.

[13] Testimonies, tomo 3, pág. 548.

[14] Id., tomo 9, págs. 254, 255.

[15] Id., tomo 3, pág. 511.

[16] Id., tomo 3, pag. 391

[17] Counsels on Stewardship, pág. 30.

[18] Testimonies, tomo 9, pág. 255.

[19] Counsels on Stewardship, pág. 23.

[20] Testimonies, tomo 4, págs. 472, 473.

[21] Id., tomo 3, págs. 395, 404.

[22] Id., tomo 9, pág. 58.

[23] Patriarcas y Profetas, pág. 566; Testimonies, tomo 4, pág. 467.

[24] Counsels on Stewardship, págs. 50, 90.