Actividad no es sinónimo de eficiencia. El trabajo excesivo no equivale a fidelidad en el aprovechamiento del tiempo, ni prontitud para hacer todo lo que llega a las manos. Decirle “sí” a todos, para todo y a toda hora, tampoco quiere decir que el pastor es diligente en la atención de los miembros de su congregación. Por supuesto, se espera que dé prioridad a la atención del rebaño que se le confió y acerca del que deberá darle cuenta a Dios. Al mismo tiempo, el Señor desea usarlo mientras está gozando de buena salud, porque incluso en ese aspecto debe ser un ejemplo para la gente a la que sirve.

     Muchos pastores parece que no están enterados de sus limitaciones ni de la necesidad de dosificar sus energías. Se someten a un ritmo de trabajo verdaderamente abrumador. Viven excesivamente preocupados y ansiosos, negativamente estresados, con lo que disminuyen la eficiencia con que podrían seguir sirviendo a Dios y a su causa. Necesitan aprender de Cristo: “Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán” (Mat. 6:34).

     Este consejo no es una invitación a la irresponsabilidad, sino una exhortación a no alimentar preocupaciones insanas, que roban las fuerzas, giran en torno de sí mismas y no conducen a ninguna parte. Esa clase de preocupaciones nos quita la esperanza, nos inmoviliza al traer constantemente a nuestra memoria los desaciertos, los supuestos fracasos, la idea de que nada va a dar resultados. Nos sofoca al concentrar nuestra atención en el centro mismo del torbellino de los problemas y las provocaciones. Entonces dejamos de soñar, de arriesgarnos, de hacer planes, de avanzar. En cambio, la preocupación sana nos conduce a la acción.

     En cualquier situación el camino seguro es el que señala el apóstol Pedro cuando dijo: “[Echad] toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7). Originalmente, la expresión traducida como “echando toda vuestra ansiedad sobre él” implicaba una decisión y un acto llevados a cabo de una vez por todas. Eso significa que la vida, con sus cargas, dudas, temores y ansiedades siempre deben entregarse a nuestro Señor y Maestro, como una carga que ya no podemos soportar; pero él sí puede y sabe cómo hacerlo.

     Además, al escribir su epístola, Pedro sabía que sus lectores ya estaban en medio del fuego de las dificultades, lo que implicaba el reconocimiento de que son inevitables. Aunque no les restó importancia, tampoco les prestó mucha atención. Pasó enseguida a los beneficios, y dirigió la atención a los resultados finales: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (vers. 10).