La oración intercesora no es una opción sino una necesidad en la vida del pastor

Pero papi, tú prometiste orar por él. ¿Lo olvidaste? —Me preguntó con un dejo de frustración nuestra hijita de cuatro años, cuando terminé de elevar la oración familiar. Ella tenía razón. Yo había hecho esa promesa. Agradeciéndole por recordármelo y por su interés, nos arrodillamos de nuevo y ofrecí una oración especial por él.

Pensando en este episodio, comprendí nuestra gran necesidad de emular a Cristo en sus oraciones intercesoras. Nuestros corazones necesitan latir con el ritmo de las oraciones del corazón de Jesús por la humanidad. Cristo, nuestro Abogado, vive siempre para interceder por nosotros (véase Hcb.7:25). Su vida siempre estuvo rebosante de oraciones. Como dice Adolph Saphir: “En el Señor Jesucristo vemos claramente la unión de la oración con la vida”.[1]

Isaías habla de la preocupación del preencarnado Hijo de Dios: “Por amor de Sión no callaré, y por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que salga como resplandor su justicia, y su salvación se encienda como una antorcha” (Isa. 62:1). Además, Dios invita a sus centinelas apostados en los muros de Sión a unirse con él en sus incansables intercesiones en favor de su pueblo: “Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás. Los que os acordáis de Jehová, no reposéis, ni le deis tregua, hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la tierra” (vers. 6,7).

Intercesión: el camino elegido por Dios

Jesús emplea una estrategia tridimensional en sus intercesiones por nosotros. Y en esto se involucra a sí mismo, a sus centinelas (ángeles) y al Padre. El no descansa en sus oraciones de intercesión, pide a sus ángeles que tampoco descansen; y apela a ellos para que no den al Padre punto de reposo hasta que sus gloriosos propósitos a favor de su pueblo se cumplan.

Por supuesto, el Padre se siente complacido por esas iniciativas de intercesión porque su corazón es como el de ellos. El mismo busca insistentemente por todas partes nuevos intercesores. “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé” (Eze. 22:30).

Las intercesiones siempre fluyen del corazón de Dios y deben fluir también de los nuestros. Dios todavía necesita nuestros corazones, nuestros hogares y nuestros labios en su búsqueda de intercesores. En su inquieta prosecución busca alguien que “se (ponga) al portillo” en favor de otros. Es sencillamente asombroso saber que Dios nos concede un elevado honor al llamamos para ser intercesores ante su trono y compartir con nosotros la carga que siente por la humanidad. En realidad, lo que quiere es que participemos en el ministerio intercesor de Cristo.

¿Cómo hacemos esto? Pienso en mi niñez y en mi devota madre. El recuerdo de sus oraciones todavía me ayuda a tener confianza en la oración. Muchas veces, al pasar cerca de su cuarto, la escuchaba derramar su alma delante de Dios. Era difícil tener en poco un encuentro espiritual tan profundo. A mí me producía una tremenda impresión. Aquellos momentos me dejaban con la profunda convicción de que Dios debe de haber oído y contestado sus oraciones. Ella parecía estar en una conexión viviente con Dios y le hablaba de corazón a corazón como aun amigo íntimo en quien uno confía.

Más captado que enseñado

Este tipo de oración es sagrado, más captado que enseñado. A veces siento el desafío de emular el ejemplo de mi madre. Al igual que los discípulos, deseo que Jesús me enseñe a orar (Luc. 11:1).

Los discípulos observaban a Jesús frecuentemente orando por él mismo, por ellos y por otros. Sabían que su vida y su obra estaban ligadas estrechamente con sus oraciones. Ellos se conmovieron cuando lo vieron y “parecía estar en la misma presencia del invisible; había un poder viviente en sus palabras, como si hablara con Dios”.[2]

Jesús derramaba su corazón delante de Dios con tan ferviente intensidad, que Pablo escribe: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (Heb. 5:7).

Si Jesús sintió la necesidad de orar, e intercedió tan constantemente, ¿cuánto más deberíamos orar nosotros los pastores? Es posible que prefiramos predicar antes que orar, estudiar y servir antes que suplicar, organizar antes que agonizar. ¿Nos atreveremos . a decir que preferimos participar en un seminario sobre la oración antes que participar en una sesión real de oración?

Un famoso teólogo visitó cierta vez un seminario para evaluar su programa de entrenamiento ministerial. Al final de esa semana comentó ante la facultad diferentes aspectos del mismo. Hizo una pausa y luego preguntó con mucho énfasis: “¿Pero cuándo oran ustedes aquí?”

Esa pregunta hizo eco en el desafío de Andrew Murray cuando escribió que Dios “mira a los miles de jóvenes y señoritas que se preparan para la obra del ministerio y la misión, y observa fervientemente para ver si la iglesia les está enseñando que la intercesión, el poder con Dios, debe ser su primera preocupación, al educarlos y ayudarlos a llevar a cabo la misión”.[3]

Es posible que como pastores nos veamos tan envueltos en la rutina de nuestra profesión que lleguemos a estar demasiado ocupados como para conectar nuestras vidas significativamente con la vida de Dios. Preguntémonos a nosotros mismos: ¿Cuándo fue la última vez que derramamos lágrimas por nuestras propias transgresiones, por las fallas de nuestro pueblo, y clamamos a Dios por los pecados del mundo? Samuel Chadwick lo dijo bien: “Parecería que lo más grande que hay en el universo de Dios es un hombre que ora”, y sin embargo “sólo hay una cosa que sea más asombrosa… que el hombre, sabiendo esto, no ore”.[4]

Socios con Jesús

Una vez más, consideremos a Cristo. Todas sus decisiones importantes fueron concebidas mediante la oración que prevalece. Todos sus pasos fueron guiados por la intercesión. El comenzó su ministerio con oración en el Jordán. Combinó sus enseñanzas y hechos con oración. Terminó su vida orando en el Getsemaní y en el Gólgota. Vivió, enseñó, sanó y murió orando.

¡Incluso ya colgado en la cruz intercedió por quienes le crucificaban! En su angustia, suplicó a su Padre que perdonara a sus enemigos que se deleitaban al verlo sufrir y morir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23:34). Su intercesión parecía anticipar la posibilidad de que alguien pudiera volverse de sus malos caminos incluso en el último momento.

Jesús anhela que lleguemos a ser socios íntimos suyos en la intercesión por amigos y enemigos. El Padre, en su inigualable amor, “nos resucitó [con Cristo] y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (Efe. 2:6). Si estamos sentados junto a Cristo, ¿no deberíamos compartir su compasión, y participar en sus poderosas intercesiones en favor de la humanidad?

Escuchemos a Wesley Duewel hablar del privilegio cristiano de participar en la intercesión: “No hay una función más semejante a la de Cristo que la de ser cointercesor con él por las prioridades que están en su corazón … La oración prevaleciente es gloriosa porque le une a usted con los latidos del corazón de Cristo. Es gloriosa porque en la oración prevaleciente usted comparte la visión de Cristo”.[5]

Tal es la gloriosa realidad de la oración intercesora. Como dice el apóstol Santiago: “La oración eficaz del justo puede mucho” (Sant. 5:16). Es posible que sintamos cuán injustos somos y por lo mismo cuán poco prevalecen nuestras oraciones. Este texto no está hablando de nuestra justicia. Lo que hace es animamos a reclamar la justicia de Cristo y llegar a ser participantes de sus oraciones.

Cristo es en verdad “Jehová justicia nuestra” (Jer. 23:6), y él es el Hombre justo cuyas oraciones pueden mucho. Así, cuando unimos nuestras vidas a la suya, mezclando nuestras rebuscadas plegarias con sus preocupaciones y con su omnipotente vida de oración intercesora, nuestras súplicas pueden mucho. Nunca estamos solos cuando oramos, porque Jesús está allí cercándonos con su presencia, apuntalando nuestras oraciones con las suyas en su trayectoria hacia el trono de Dios. Y así nuestras oraciones, mezcladas con las suyas, llegan a ser verdaderamente efectivas.

Al mezclar nuestras oraciones con las de él, Jesús toma nuestra causa como si fuera suya. Él toma un caso comprometiéndose a ganarlo infinitamente más seguro que el más competente abogado. Él se pone a sí mismo en la línea, apoyado por lodos los recursos del ciclo. Y al continuar confiando en él, poseemos su amplia garantía de que tratará nuestro caso decisivamente con una perfecta mezcla de justicia y misericordia. “Tan pronto como un hijo de Dios se acerca al propiciatorio, llega a ser cliente del gran Abogado. Cuando pronuncia su primera expresión de penitencia y súplica de perdón, Cristo acepta su caso y lo hace suyo, presentando la súplica ante su Padre como su propia súplica”.[6]

El Espíritu Santo y la intercesión

El Espíritu Santo también está comprometido con Jesús en su ministerio de intercesión. “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad”, escribe Pablo, “pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom. 8:26). Además, Pablo nos asegura que “por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efe 2:18).

El Espíritu Santo es el “ejecutor”[7] que ruega junto con nosotros por la causa de Dios, ejecutando la voluntad de Dios en nuestras vidas. “En un sentido verdaderamente bendito el Espíritu Santo hace nacer sus peticiones dentro de nosotros y enciende la fe dentro de nosotros”.[8] Además, el Espíritu Santo no sólo ora por nosotros y con nosotros, sino también en nosotros. Pablo nos estimula a orar en el Espíritu: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu … Por todos los santos… y por mí” (Efe. 6:18, 19). A medida que oramos en el Espíritu, entramos en la mente del Espíritu quien “todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Cor. 2:10). Dios, que conoce la mente del Espíritu Santo, también conoce la nuestra, respondiendo a nuestras súplicas, unidas (con las del Espíritu Santo), de acuerdo con sus propósitos.

Hagamos frente a la realidad. Con frecuencia no deseamos orar, no sabemos cómo, por que o cuándo orar. Es por eso que necesitamos que el Espíritu Santo permee nuestros corazones y nos capacite para orar. “Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Rom. 8:27).

Cierta vez un amigo dijo que había dejado de orar por otros porque no funcionaba. Yo le pregunté cómo oraba y cuán a menudo lo hacía. “Una o dos veces”, dijo, y entonces se descorazonaba y dejaba de interceder. La oración intercesora no se abandona así tan fácilmente. No es esporádica. Es continua, permanente. Reconoce lo que Pablo dijo hace mucho tiempo: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efe. 6:12). Siendo que estamos comprometidos en un conflicto espiritual tan grande, no podemos damos el lujo de ser flojos en nuestra vida de oración. No podemos ser otra cosa que socios perpetuos en el ministerio de oración de Jesús.

Sobre el autor: Philip G. Samaan, Ph.D., es editor de la lección trimestral de la Escuela Sabática para adultos, Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, Silver Spring, Maryland, EUA.


Referencias:

[1] Adolph Saphir, Our Lords Pattern for Prayer (Grand Rapids: Kregel Publications, 1984),pág. 25.

[2] Elena G. de White, El discurso maestro de Jesucristo, pág. 87.

[3] Andrew Murray, The Ministry of Intercession (New York: Fleming H. Revell Co.. 1898). págs. 168, 169.

[4] Samuel Chadwick, The Path of Prayer (Kansas City, Kansas: Beacon Bill Press. 1931), págs. 11.12.

[5] Wesley L. Duewel, Mighty Prevailing Prayer (Grand Rapids: Zondervan Pub. Corp. 1990), pág. 27.

[6] Elena G. de White. Joyas de los testimonios, tomo 3, pág. 29.

[7] Véase Judson Comwall, Praying the Scriptures (Allamonte Springs. Fla.: Creation House, 1990). págs. 147.148.

[8] Duewel, pág. 222.