La recuperación de lo divino en la experiencia humana

Mientras más nos acercamos al año 2000, más evidente será la paradoja de la religión. Aun cuando la religión organizada está perdiendo atractivo para un creciente segmento de la población culta, hay un general y creciente interés en la espiritualidad. En vista de que muchos perciben que la religión organizada está más orientada al ritualismo y otros detalles menores, que hacia la espiritualidad, han empezado, al parecer, a buscar esta última en otra parte: fuera de las iglesias tradicionales.

Esto demanda una reorganización de las prioridades de modo que se enfatice la espiritualidad y se haga relevante la fe. Esta debe hablar de las preocupaciones actuales y futuras de nuestro tiempo. Tales preocupaciones comprenden: ambiente, pobreza, diversidad, conflictos ético/raciales, respeto por los demás, y una existencia que tenga propósitos y razón de ser.

Entre los problemas que el siglo XXI planteará a la gente, uno de los mayores será el resultado de la supervía de la informática y la reconstrucción tecnológica de todos los aspectos de la vida. Doquiera vaya la gente estará interconectada con otros a través de la tecnología computarizada. En algún momento la gente deseará estar sola, alejada de lodo, con todos los sistemas apagados. Necesitará silencio y zonas tranquilas donde apartarse de la vida tecnificada y experimentar la paz, la sanidad, y el descanso del “tecnorruido”. Una necesidad tal pone sobre el tapete un asunto crucial en la calidad de nuestro bienestar en el siglo XXI. ¿Tiene la supervía de la información un “área de descanso”? La respuesta es sí: en la espiritualidad. Pero esta búsqueda de la tranquilidad crea otro problema: el de la sensación general de alienación que es parte importante de la vida del siglo XX.

La alienación humana y la búsqueda de la espiritualidad

La realidad de la alienación y el extrañamiento de toda forma de vida es uno de los hechos sociales más evidentes de nuestros días. Esta realidad no es un fenómeno reciente, sino que ha ido creciendo gradualmente a lo largo de la historia humana. Albert Bergensen, en un importante artículo titulado “Eco-alienation”, publicado en un número especial de Humboldt Journal of Social Relations (tomo 21, No. 1. [1995]) sugiere que la humanidad ha pasado a través de “tres etapas de alienación”: alienación de lo divino, alienación de lo humano y alienación de la naturaleza.

La alienación original y fundamental es la alienación de Dios que ocurrió en un “Edén primigenio” como una ruptura con lo divino, un extrañamiento del mundo sagrado. Esta forma de describir la experiencia humana como “extrañada” y separada de Dios permeó el pensamiento humano hasta el siglo XV con el surgimiento del Renacimiento. Hasta ese momento la teología era la reina de las ciencias y el punto de vista de la humanidad tenía un marco predominantemente religioso.

Desde el siglo XVI, hasta el XX el énfasis cambió de Dios como el centro del cosmos a la humanidad como el centro del significado. La alienación tomó otras formas: separación de nosotros mismos, de nuestro trabajo, y de nuestros prójimos, es decir, todos los demás seres humanos. Esta fue también una etapa de formas extremas de inhumanidad. Este período, alimentado por una insaciable codicia y una búsqueda excesiva de las cosas materiales, vio el surgimiento del expansionismo europeo, la imposición de la esclavitud, actos genocidas contra las poblaciones indígenas, y la reestructuración del mundo entre los ricos y los pobres. Pero esta sed de engrandecimiento propio, que está en el mismo centro del humanismo secularizado, ya tenía en su seno las semillas destructivas de la tercera alienación: la separación de la naturaleza o alienación ecológica.

Desde el principio del siglo XX, las fuerzas de la codicia humana han avanzado continuamente hacia adelante en una ola infinita de destrucción ambiental, con poca o ninguna preocupación por el futuro de nuestro hogar planetario. El resultado es que en esta última parte del siglo XX ha surgido una nueva advertencia de extrañamiento, la alienación del mundo natural y de nuestro yo “ecológico”: la interconexión e interdependencia humana con todas las formas de vida terrenal.

El resultado acumulado de estas tres formas de alienación es la actual desintegración espiritual. Pero juntamente con ella apareció un yo social desarticulado y fragmentado desprovisto de todo significado y propósito para la vida, destituido de una conexión con Dios, con nosotros mismos, con otros seres humanos y con la naturaleza.

Hay un flujo natural de estas tres formas de alienación: primero, la separación de Dios; sigue la separación de nosotros mismos y de los demás seres humanos y por último, la separación de nuestro ambiente natural y de todas las formas de vida a las cuales nos debemos y con las cuales estamos relacionados.

Lo que los seres humanos están comenzando a descubrir, reconocer y experimentar, es que no somos seres meramente religiosos, humanos o ecológicos, sino esencialmente espirituales. Estamos reñidos con lo divino, unos con otros, y con la naturaleza, porque nuestro espíritu humano se ha separado de Dios, en quien se origina nuestra necesidad de interpelación. El resultado de esta pérdida es una alienación progresiva y generalizada de todas las demás formas de vida. Estas tres formas de alienación son, en esencia, un extrañamiento espiritual: la separación del espíritu humano del Espíritu de Dios y de la naturaleza. Cuando eso ocurre, es fácil ver la forma en que ha evolucionado el pensamiento humano: de Dios como el Creador de la vida, al ser humano como creador de Dios, y a la consideración de todas las formas de vida como dioses.

La mesa de la vida

Para poder conocer este extrañamiento espiritual necesitamos reconocer la existencia de cuatro dimensiones o entidades que tienen que ver con el bienestar del ser humano: física, social, mental/emocional y espiritual. La vida humana saludable debe tener estas cuatro dimensiones operando perfectamente. Con esto no quiero decir que, necesariamente, debieran ser perfectamente sanas (porque ¿quién de nosotros es perfecto en cada una de estas cuatro dimensiones?), sino, cuando menos, funcional. El área física comprende el cuerpo; la social tiene que ver con nuestras relaciones con los demás; la mental/emocional está relacionada con la mente y las actitudes; y la espiritual, enfatiza el significado y el propósito.

La interrelación de estas cuatro dimensiones puede ser ilustrada con una mesa. La “mesa de la vida” está equilibrada cuando las cuatro patas o dimensiones se han desarrollado en forma armoniosa o proporcional. Cuando la mesa está equilibrada, cuando las cuatro patas están bien colocadas en el piso, puede soportar bastante peso. Sin embargo, una mesa puede dar la impresión de estar equilibrada aun cuando una de las patas esté más corta. Pero el desequilibrio resultante no se detecta fácilmente, sino hasta que se ejerce presión sobre ella. Sólo podemos ver el desequilibro existente cuando se derrama algo que colocamos encima. Algunas personas parecen confiables y responsables, pero cuando se las somete a presión, demuestran ser indignas de confianza y no se puede contar con ellas. Para la mayoría de la gente la pata que cojea, o la dimensión que recibe atención mínima, es, generalmente, la espiritual.

Una mesa también puede desequilibrarse si una de las patas es demasiado larga. Este tipo de desequilibrio se detecta con mayor facilidad, porque tiende a destacarse. Nosotros tendemos a poner nombres especiales cuando una de las dimensiones se ha desarrollado más a expensas de las otras. A la gente que tiene muy desarrollada la dimensión física se les dice muchas veces “chicos”. Si la que se destaca es la dimensión social se les llama “animales festivos”, “socialistas”. Si la dimensión mental es la que sobresale, se los llama “sabios”. Y si la dimensión espiritual es la más notoria, se los llama “fanáticos religiosos”.

Aunque las cuatro dimensiones son importantes para una vida equilibrada, la más importante de todas es la dimensión espiritual. Es la que da significado y propósito a las otras tres. Si una de las dimensiones pasa por una transformación o experimenta un cambio repentino, es el ancla espiritual la que da a la vida una sensación de bienestar, significado y propósito.

La preocupación actual por recuperar las cuatro dimensiones de la vida es un esfuerzo — cansador, si usted prefiere, en sus muchas y variadas expresiones — para reconectarnos una vez más con Dios, puesto que la alienación de él da lugar a las otras formas de alienación. Lo que necesitamos hoy es una forma holística de espiritualidad que no sólo intente reconectar a los seres humanos una vez más con Dios, sino también con los demás seres humanos y con el mundo natural/ecológico, nuestro “hábitat”, por así decirlo, del cual todos somos mayordomos. El resultado es un círculo completo.

¿Cómo emergió la preocupación por esta clase de espiritualidad?

El surgimiento de la espiritualidad

Como corolario de la reestructuración del mundo inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el humanismo científico se erigió como el gran salvador de la humanidad. Después de todo, había sido el despliegue de lo mejor de la investigación científica que había producido la bomba atómica y puesto fin a la guerra. Con el lanzamiento del Sputnik y la carrera espacial, la ciencia llegó a considerarse como la solución a los problemas humanos. El interés en la religión pareció declinar. En la década de 1960, con el surgimiento del secularismo, como un estilo de vida sin Dios, los sociólogos comenzaron a predecir la defunción de la religión tan pronto como se olvidaran las notas al pie de página de la historia. Los teólogos liberales y los humanistas seculares proclamaron “la muerte de Dios”.

Durante las décadas de 1970 y 1980, el mundo se lanzó a una frenética carrera en pos del materialismo, destruyendo a su paso la calidad del ambiente. Sin embargo, las voces de protesta de varias partes del mundo ya estaban elevando un clamor de advertencia, por encima del ruido del materialismo y del cientificismo provenientes de los cambistas de monedas en el templo del capitalismo. Esas voces comenzaron a invitar a la gente a abandonar el punto de vista mecánico, fragmentado, aislado y deshumanizado que tenían del mundo, para adoptar un punto de vista mucho más interesado en el ser humano y el ambiente.

Para fines de la década de 1980 y principios de la de 1990 se observó un giro notable hacia la espiritualidad. Las preocupaciones globales por la conexión humana y un sentido comunal de la vida así como la comprensión de nuestra interdependencia con nuestro ecosistema son parte de este retomo, tan limitado como es y como muchos cristianos pueden verlo.

Esta concientización global del sentido comunal de la humanidad fue posible, en parte, por dos factores. Primero, una tecnología avanzada que ha convertido a nuestro mundo en una aldea de telecomunicaciones electrónicas, donde es posible saber instantáneamente lo que está ocurriendo a los demás. Segundo, la comprensión de que el materialismo científico, lejos de ser un salvador que resuelve los problemas humanos, es, en gran medida, responsable del dualismo destructivo que fragmenta el espíritu humano y nos aparta de nuestro ambiente natural.

Ha surgido, no obstante, un nuevo paradigma o forma de percibir a nuestro mundo como una “concientización global” enfocada a la idea de que toda forma de vida, tanto humana como ambiental, está interconectada. Esta forma de ver la vida, holística y muy bíblica, tiene un profundo sentido espiritual.

A medida que la mayoría de las religiones pierde su enfoque, una generación entera, desilusionada con las trivialidades de la religión organizada, se está volviendo a las formas de expresión religiosa de la Nueva Era con la esperanza de recobrar el sentido de lo espiritual. Pero la esencia de la Nueva Era es un volverse hacia adentro del ser, la experimentación de un estilo religioso de auto-ayuda que conecta lo humano con la naturaleza y con lo sobrenatural. Esto ha dado como resultado una idea popular pero inadecuada de espiritualidad.

Pero ¿qué es espiritualidad?

Una definición de espiritualidad

Yo enseño en una universidad estatal, reconocida mundialmente por sus programas de estudio sobre el ambiente, que está localizada, no por coincidencia, en una zona donde se respeta muchísimo el pensamiento de la Nueva Era: Arcata, California. Muchos de mis estudiantes están interesados en la espiritualidad. En mis clases, particularmente en mi curso de sociología de la religión, tengo que definir la espiritualidad en forma tal que abarque las necesidades de todos los grupos y extremos, desde los cristianos nacidos de nuevo hasta los ecologistas, que tienen por lema “la tierra primero” y están esclavizados por las formas de pensamiento de la Nueva Era.

Permítaseme emplear dos definiciones de espiritualidad recogidas de varias fuentes y desarrolladas después de años de buscar la forma de comunicar este elusivo concepto a diferentes audiencias, que tienen variadas, pero con frecuencia vagas, concepciones del término.

La espiritualidad es una realidad intangible y una fuerza vital animadora c integradora que no puede ser comprendida por la razón humana solamente. Sin embargo, es tan importante como la razón, el intelecto, la emoción en el contexto del comportamiento humano. Es el centro de la devoción, la lealtad, y la preocupación por aquello que nos da seguridad y un sentido de propósito digno. Adorarlo constituye nuestro dios —sea éste el yo, la raza, el grupo étnico, la iglesia, el dinero, las creencias ideológicas, el sexo, otra persona, Alá, Buda, el Gran Espíritu de Jesucristo. Es el objeto de nuestro amor último, del impulso humano, de la dedicación, y la fuente de poder. Es el vínculo que interconecta a los seres humanos entre sí, a los humanos con el mundo natural y con lo divino.

En esta definición de espiritualidad, dios se escribe con una d minúscula, porque el dios que está en el centro de las vidas de la mayoría de la gente, incluso en las de muchos de los profesos cristianos, no es el Dios de la Biblia, sino uno de factura humana: un ídolo. Un ídolo es cualquier producto de factura humana, ya sea material o inmaterial, al cual la gente dedica su devoción, su lealtad e interés, y alrededor del cual organizan sus vidas.[1]

Landon Gilkey, en su famoso libro, Shantung Compound. dice por qué Dios debe ser el centro de nuestra espiritualidad.

“La única esperanza de la condición humana es que la religiosidad [de los seres humanos] encuentre su verdadero centro en Dios y no en los ídolos de fabricación humana que aparecen en el curso de nuestra experiencia. Si [la gente] ha de olvidarse de sí misma para convivir con los demás, para ser honesta bajo presión, y lo suficientemente racional y moral como para establecer un sentido de comunidad, debe tener un centro de lealtad y devoción, alguna fuente de seguridad y significado más allá de su propio bienestar.

“Este centro de lealtad más allá de ellos mismos no puede ser una creación humana; debe ser mayor que el individuo, pero todavía finito, como la familia, la nación, la tradición, la raza, o la iglesia. Únicamente el Dios que creó a todos [los seres humanos] de modo que no representa a ninguno de ellos en forma exclusiva; sólo el Dios que gobierna toda la historia y por lo tanto no es el instrumento de ningún movimiento histórico en particular; sólo el Dios que juzga a sus fieles así como a sus enemigos, y ama y cuida a todos, puede ser el centro creativo de la existencia humana” (pág. 234).

Permítaseme ahora, a la luz de todo lo dicho, dar una definición de espiritualidad más sencilla. Espiritualidad es esa intangible realidad, esa fuerza integradora y animadora que nos conecta con lo divino — no importa cómo se lo defina —, a unos con otros, y con el mundo natural, cuya resultante es un estado de seguridad con un sentido de propósito digno. Esta es una espiritualidad holística, espiritualidad en tres dimensiones, que conecta el centro humano, nuestro yo social: verticalmente con Dios, es decir, el mundo de lo sagrado; horizontalmente con la humanidad, el mundo de la gente; y hacia abajo con la naturaleza, el mundo de todas las formas de vida no humana.

La mayoría de los cristianos tiende a ver únicamente una espiritualidad unidimensional: la vertical, como una devoción personal a Dios, divorciada de toda preocupación por la humanidad. Este fue el tipo de espiritualidad que condujo al surgimiento del monaquisino en las etapas iniciales del catolicismo y más tarde en el pictismo protestante, y con el tiempo produjo el rechazo del cristianismo por parte del humanismo. Otras formas de espiritualidad unidimensional han sido enfoques humanísticos dirigidos únicamente al reino horizontal, es decir, al mundo. Hay un creciente movimiento espiritualista que surge con potencia de formas psicológicas populares y de auto-ayuda. Busca poner a los seres humanos en contacto con sus sentimientos, sus emociones, y la comunión de unos con otros a través de filosofías orientales, técnicas de meditación, y teorías del desarrollo de la personalidad. Junto con todo esto, la Nueva Era, una forma de espiritualidad de alivio “al vapor” y tendenciosa, está invadiendo las estructuras corporativas, los planteles universitarios, y las comunidades suburbanas del mundo, en un esfuerzo por poner a la gente más a tono con su “verdadero yo interior”.

Muchas de estas formas espiritualistas eliminan la necesidad de la dimensión vertical con Dios, pues se cree que la divinidad está dentro y no fuera del ser. De acuerdo con estas formas de espiritualidad todos somos dioses, y lodo lo que uno tiene que hacer es descubrir al dios que está dentro de uno mismo, así como en la naturaleza. Grupos neo-paganos, y algunas formas de diosas de la espiritualidad, son ejemplos de esta forma de espiritualidad unidimensional.

El movimiento del evangelio social en el seno del cristianismo de fines de siglo y las teologías de la liberación desde 1960 han enfatizado una forma bidimensional de espiritualidad: la vertical con Dios y la horizontal con la humanidad. El resultado ha sido un mayor activismo político enfocado hacia el cabio social y la justicia socioeconómica. Sin embargo, un elemento que se ha perdido en ambos enfoques ha sido la preocupación por nuestro hogar ecológico/ambiental.

Todas estas formas de espiritualidad, sin embargo, son — en el mejor de los casos — de construcción bidimensional. Lo que se necesita es una espiritualidad holística y tridimensional que nos conecte con Dios, con la humanidad y con nuestro mundo ecológico. Esta es una espiritualidad que sirve como fuerza integradora de la vida, que disuelve todas las formas de alienación —religiosa, humana y ecológica — y dota de significado y propósito a estos tres mundos o dimensiones.

La gente de hoy está buscando significado en el caos de la sociedad y de sus propias vidas. Esta es la fuerza impulsora que está detrás de toda la búsqueda de espiritualidad, un deseo de hallar significado a la vida y propósito digno en la existencia — el porqué que está detrás del qué.

Gilkey nos dice que “el significado de la vida es el combustible que impulsa la maquinaria humana. Sin él somos indiferentes y aburridos, no hay metas ni estímulos para trabajar, no somos inspirados por preocupación alguna ni sensación de significado; nuestro potencial no tiene combustible, por lo tanto, permanece ocioso. Sin significado carecemos de dirección y somos presa fácil de toda suerte de desesperación y ansiedad, incapaces de permanecer firmes contra cualquier nuevo viento de adversidad”. Este agotamiento espiritual subyacente en el mismo corazón de la carencia de significado que experimentan muchas iglesias cristianas de nuestros días. Una recuperación de la auténtica espiritualidad cristiana en sus tres dimensiones cambiará mucho en este triste cuadro.

Encontramos espiritualidad genuina u holística; es decir, seguridad y significado para la vida, cuando nuestras vidas están centradas en aquello que nadie puede arrebatarnos. ¿Por qué? Porque sólo aquello que nadie puede quitamos es capaz de damos un sentido de seguridad genuina, y es lo único que puede considerarse como el verdadero Dios colocado en el centro de nuestra espiritualidad. Todo lo demás se disuelve bajo la presión o los cambios del tiempo.

La fuente de la espiritualidad

En una era tan inestable y de rápidos cambios sociológicos, la gente busca desesperadamente un ancla confiable para el alma. Muchos la están buscando ahora en la espiritualidad. Pero esta área puede resultar también hoy en otra bancarrota como lo fue la ciencia en el pasado, si la gente pone en el centro de su vida lo que no es eterno ni divino, sino temporal y transitorio. El no centrar la vida en lo sagrado ha dado origen a las variadas formas de alienación a través de la historia: religiosa, humana, ecológica, y ahora espiritual.

Un enfoque cristiano equilibrado exige una espiritualidad holística que esté centrada en Dios, verdadero objeto de nuestra adoración. Requiere un Dios que no cambia sino que es el mismo ayer, hoy y por los siglos, y quien debido a eso crea un sentido de equilibrio integrado entre los mundos humano, natural y espiritual. Este tipo de espiritualidad no se halla en otro lugar sino en el Espíritu Santo, quien crea un deseo y un anhelo de Dios en el corazón humano, junto con un profundo respeto — pero no adoración — de la naturaleza y los demás seres humanos.

San Agustín (354-430 d. C.), al reconocer la necesidad de espiritualidad que tienen los seres humanos, declaró: “Tú nos has hecho para ti, oh Dios, y nuestros corazones estarán intranquilos hasta qué encuentren su descanso en ti”. Blas Pascal (1623-1662 d. C.), nos recordó que “hay un vacío en el corazón de cada [ser humano] modelado según Dios, que no puede ser satisfecho por ningún ser creado, sino sólo por Dios, el Creador, dado a conocer por medio de Jesucristo”. En esto consiste la esencia de la espiritualidad genuina u holística.

El desafío que se plantea a la iglesia cristiana y a los ministros cristianos de hoy, es modelar una auténtica espiritualidad, y diseñar paradigmas de ministerio edificados sobre una espiritualidad holística, y no sobre la del patrón tradicional unidimensional o, en el mejor de los casos, bidimensional. Sólo entonces se reavivarán las iglesias, y llevarán a cabo una misión relevante a las profundamente sentidas necesidades de espiritualidad del siglo veintiuno.

Sobre el autor: Caleb Rosado, Ph.D., es profesor de sociología en la Humboldt State University, Arcata, Ca., EUA.


Referencias:

[1] Esta definición ha sido adaptada de las ideas de Martin E. Many y R. Scott Appleby, The Glory and the Power: The Fundamentalist Challenge lo the Modern World (Boston: Beacon, 1992), y Langdon Gilkey, Shantung Compound (New York: Harper Collins, 1966).