Las dos caras de una moneda
Según lo que he visto y experimentado, el fracaso y el éxito son útiles en los esfuerzos de Satanás por alcanzar su objetivo. El éxito y el fracaso, esos dos impostores, como los llamaba Rudyard Kippling, pueden abonar el terreno para una deserción ministerial, o al menos dañar seriamente su liderazgo. Es por ello que creo necesario dedicar tiempo para hacer una semblanza de estos dos enemigos potenciales del ministerio.
La daga del fracaso
La derrota y el fracaso, con su lúgubre séquito de humillación y vergüenza, es, quizá, la circunstancia más dolorosa y apropiada para adoptar actitudes equivocadas y hacer decisiones desastrosas. Beber la copa amarga de la derrota, puede ser la prueba más cruel para un ser humano. Muchas veces, el mortal veneno del fracaso pone fin a las aspiraciones, los ideales y los buenos deseos del pastor. Por eso muchos huyen de él como huirían de la misma muerte.
Cada ministro tiene sus propias aspiraciones al entrar al ministerio. A estas expectativas personales se añaden las de la organización y las exigencias de la iglesia. Esta montaña de metas se convierte en un Everest por conquistar, y el deseo de conquista se transforma en un sueño. Pero, al no alcanzar la anhelada cima, el sueño se convierte en una pesadilla.
Jaime* es un joven pastor que hace dos años entró como aspirante al ministerio. Mientras viajábamos por la sinuosa carretera que conducía a la ciudad donde estaba la iglesia principal de su distrito, me confesó con tristeza que se sentía fracasado. No había podido alcanzar sus metas, y peor aún, tampoco las metas de la organización para su distrito. Con un dejo de tristeza en la voz, me informó que estaba a punto de decidir si “servía o no para ser pastor”. Evaluaba su llamado al ministerio y consideraba seriamente la posibilidad de una renuncia. El fracaso hundía profundamente sus garras en el alma de aquel joven ministro.
¿Qué impulsa a un ministro a pensar en la deserción? ¿La creencia de que no se valora su trabajo? ¿El no poder alcanzar sus metas? ¿La presión excesiva? ¿Las heridas que se le causan cuando se le habla de su ineficacia?
Las circunstancias, las personas, pueden ser distintas, pero la causa es la misma: el espectro del fracaso le había robado la felicidad en el servicio y ya no esperaba una palabra de reconocimiento.
Durante mi primer año de ministerio fui cambiado tres veces de distrito. Me preguntaba si estos traslados eran el resultado de mi ineficiencia, pues en ninguno de aquellos lugares había logrado desarrollar un programa que satisficiera mis necesidades de realización, y menos la de mis superiores. Con frecuencia recibía llamadas del presidente para recordarme mis objetivos y lo distante que me encontraba de la meta. Jamás imaginé en mi vida de estudiante que una tensión tal fuera parte del dorado romance del ministerio.
¿Quién quiere ser amonestado privada y, en algunos casos, públicamente? ¿Quién desea que se ventilen sus fracasos, que se le compare, y que se vea como una hormiga frente a un elefante? De alguna manera el pastor tiene que reaccionar, y lo hace. La frustración, resultado de su fracaso, provoca un cambio en su personalidad y asume algunas de las siguientes actitudes equivocadas:
1. Disculpa sus resultados. Las excusas se vuelven importantes en la vida ministerial, y con el deseo de no ser rebajado ante los ojos de sus compañeros encuentra constantemente una razón que lo deje bien parado.
2. Desvía sus esfuerzos. Aquellas áreas de su ministerio que no le dieron resultado son descuidadas o remplazadas por otras que están en concordancia con sus dones. Su ministerio adquiere una sola dimensión, en detrimento de otras áreas igualmente importantes.
3. El resentimiento que provoca la crítica. La amonestación, justa o injusta, ha provocado amargura en su ministerio; y ahora, en venganza, critica los objetivos, los métodos y las personas, con el fin de justificar su fracaso y proyectar su culpabilidad. Esta crítica envenena constantemente la atmósfera de su ministerio.
4. Renuncia. Con el propósito de liberarse de un fardo de sueños convertidos en pedazos, da un golpe de timón a la embarcación de su vida, en busca de nuevos horizontes.
Cómo salir:
1. No se compare y acepte sus limitaciones. Dios le dio un talento a usted. ¡Póngalo a trabajar! Piense en las dos blancas de la viuda.[1]
2. Evalúe objetivamente la razón de su fracaso. Estudie a Josué.[2]
3. De ser necesario, busque asesoría profesional y capacitación para hacer bien su trabajo.[3]Recuerde a Moisés.
4. Las grandes victorias pueden surgir de los aparentes fracasos. No se rinda antes de alcanzar la cima del éxito.[4]
5. Póngase los anteojos divinos, para ver, no lo que el hombre mira sino lo que Dios ve, para enriquecer su vida espiritual. Es bueno pensar en la historia del siervo de Eliseo.[5]
6. “Esfuérzate y sé valiente”.[6]
7. Dios bendice a través del éxito, pero también a través de los aparentes fracasos. Piense en José.
8. Recuerde que ante los ojos mortales de los discípulos la muerte de Cristo en la cruz fue la más amarga derrota, ¡sin embargo, era la más gloriosa victoria!
9. Haga frente al desaliento con la convicción de que es un sentimiento pecaminoso e irracional.[7]
10. Desarrolle su fe y confianza en Dios.
El fantasma del éxito
Al contrario del fracaso, éste no se observa como un enemigo potencial del ministro. Estar en el centro del escenario, iluminado por todos los reflectores, halagado por una lluvia de aplausos, felicitaciones y sonrisas, nunca podrían considerarse como un peligro. Al contrario, es necesaria una dosis de reconocimiento. Es una de las necesidades legítimas del alma humana. El problema se manifiesta cuando las dosis crecen y vuelven adicto al que las recibe. Frases como: ¡Eres el orgullo de nuestro campo! ¡No hay otro como tú! ¡Tienes un gran don! ¡Nunca había escuchado un sermón como ese! ¡Eres un siervo de Dios! Y podríamos añadir muchas más a la lista, que hacen daño. El pastor se vuelve entonces el siervo que clama por las corrientes, ¡no del agua de la fuente divina! ¡Sino de las turbias y estruendosas aguas del reconocimiento humano.
Pedro había sido el más aventajado alumno de la facultad. Su inteligencia despertaba la admiración de todos, y la envidia de algunos de los que lo rodeaban. Todos le auguraban un futuro brillante. Ocho años más tarde lo encontramos predicando en un púlpito de la disidencia. Doce años después, era pastor metodista.
La historia se ha repetido una y otra vez; y las estrellas que deslumbraban los ojos de muchos, perdieron su fulgor. La forma en que sucede esto es conocida pero la causa no siempre nos resulta clara: se debe al mareo producido por las alturas.
Cuando, después de cinco años de trabajo en el ministerio se me concedió la oportunidad de ser el evangelista del campo, el tamaño de mi “YO” se vio afectado momentáneamente por el ascenso vertiginoso. No sé si les pasa a todos, pues es posible que exista algún santo que no sienta aletear las alas del orgullo a sus espaldas, elevándolo en su imaginación, cuando es elegido para realizar una empresa delicada e importante, para dirigir un distrito prominente o recibir un premio. ¡Tal vez exista tal santo! ¡De existir, yo diría que está listo para ser trasladado fuera de este mundo! El elixir del éxito puede embriagar a cualquier ministro de Dios. Pero gracias al Señor, quien, conociendo nuestra naturaleza, nos coloca, como a Pablo, un aguijón en la carne. Esto nos recuerda que somos mortales, y que su poder se perfecciona en la debilidad. No obstante, al subir en el ascensor del éxito, pueden aflorar las siguientes actitudes:
1. El plus ultra. Supone que es capaz de hacerlo todo, y que es indispensable en el engranaje de la obra de Dios. Ello le crea un quebranto emocional cuando no es elegido o tomado en cuenta para una empresa importante. El ser ignorado le produce vértigo y el resentimiento ocupa un lugar en su alma. En ese sentido, intenta la venganza, y una alternativa es privar a quienes le ignoraron de su presencia, trabajo y capacidades. Empieza el camino de la deserción.
2. Autosuficiencia. Estar en la cresta de la ola del éxito le hace creer que está allí porque es un hombre fuera de serie; algo así como una especie rara o única. Dios no tiene mucho o nada qué ver. Este es el crepúsculo de una lumbrera, es probable que en ese momento su trabajo y su cristianismo no sean más que máscaras para ocultar sus propósitos egoístas.
3. Alejamiento de Dios. Este es el corolario de lo anterior. El éxito lo lleva a contemplar sus logros, sin considerarlos como logros de Dios. Se atreve a mirar a aquellos que quedaron asombrados en la barca, en vez de mirar a Jesús. El hacer esto, y hundirse en el fracaso, son dos movimientos de una misma escena.
4. La renuncia. Si no se ha dejado al Espíritu Santo podar esos sentimientos equivocados, se está a un paso de renunciar a la vocación ministerial.
Qué hacer:
1. No olvidar que todo viene de Dios.[8]
2. Considerar que cada uno cumple una función importante en este mundo.[9]
3. Observar en el testimonio bíblico que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad.[10]
4. Reflexionar en que solamente con Dios podemos ser lo que somos. Somos algo si estamos con Dios y escondidos detrás de él.[11]
5. Recordar que todo pasa… también el éxito.[12]
6. Tener presente que hay que dar cuenta a Dios del uso de los dones que nos confía, así como del uso de la autoridad recibida.[13]
7. No olvidar que el siervo de Dios nunca actuará por cuenta propia.[14]
8. Decorar el carácter con la hermosa virtud de la humildad.[15]
9. Recordar que somos polvo, ¡nada más!
La espiral de la vida y del ministerio
El pasado ha sido testigo de mis fracasos. Estos aciagos momentos golpearon, demolieron y casi aniquilaron mi vida, mi familia y mi ministerio. Los años que han pasado se han encargado de curar las heridas, más las cicatrices permanecen. Ellas son la “marcas” que llevo. Sin embargo, por extraño que parezca, han enriquecido más mi ministerio, galvanizado mi carácter y madurado mi experiencia con Dios, que aquellos momentos de éxito, por importantes que hayan sido en mi vida.[16]
Es en la soledad y oscuridad del fracaso, cuando Dios nos recuerda en medio de la incertidumbre, que sólo somos herramienta en sus manos.[17] ¡Nada más! El gran herrero nos está limpiando, afilando, moldeando y dándonos la forma que quiere que tengamos. Después de todo ¿qué valor tiene un instrumento si no sirve para la tarea asignada? ¿Qué hubiera sido de Moisés sin los cuarenta años en el desierto, después de renunciar al trono de Egipto? ¿Por qué fue José vendido como esclavo? ¡Cautivo, después de ser el hijo predilecto de Jacob! ¿Todavía podríamos hacernos esa pregunta, después de leer estas historias?
Por otro lado, ¿puede el instrumento llenarse de orgullo, luego de ser usado con éxito en alguna empresa? ¿Quién merece el elogio? ¿El instrumento, o la mano que lo usó? Y esto, sin importar todas las bondades que tenga. Una herramienta podría ser subutilizada, mal usada, olvidada, y dejada que se oxide y se cubra de polvo en un rincón del taller. Esto debe recordamos que no somos nosotros los que haremos salir el agua de la roca, sino Dios. Él podría haber usado a otro, ¡no importa el instrumento! ¡Puede ser una fatigada asna,[18] o un cuervo despreciable,[19] el poder es de Dios.
Apreciados ministros, enfrentemos al enemigo, en su intento de separarnos del llamado de Dios y dejemos que el Espíritu Santo mantenga firme el timón de nuestro ministerio, al servicio de Jesús. Después de todo… ¡sólo somos felices en su servicio!
Referencias
[1] Lucas 21:1-3.
[2] Muchos de los protagonistas de la Biblia, cuyo liderazgo nos llena de admiración hoy, también experimentaron el fracaso y su alma bebió la copa del dolor. En Josué 7:1- 26 se encuentra la manera de enfrentar estas desafortunadas, pero muy humanas, situaciones.
[3] Hasta el más grande estadista de todos los tiempos, escuchó el consejo oportuno dejetro. Exodo 18:13-27.
[4] Recuerde la experiencia de desánimo del profeta Elias, quien en un momento de crisis no veía a nadie más que él. Sin embargo, Dios, que veía mucho más, no lo abandonó.
[5] 2 Reyes 6:8-23.
[6] Josué 1:9
[7] Elena G. de White, Profetas y reyes, pág. 120.
[8] Juan 3:27
[9] Efesios 4:6-13.
[10] 2 Corintios 12:5-10
[11] Hechos 17:28
[12] Eclesiastés 3:M0
[13] Mateo 25:14-30.
[14] Gálatas 2:20.
[15] Mateo 11:29; Santiago 4:6.
[16] Hubbard sentenció: “Dios no mira cuántas medallas, títulos o diplomas tienes, sino cuántas cicatrices”.
[17] Comentando la muerte de Juan el Bautista, Elena G. de White escribió: “Dios no conduce nunca a sus hijos de otra manera que la que ellos eligirían si pudiesen ver el fin desde el principio, y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo como colaboradores suyos” (El Deseado de todas las gentes, pág. 197).
[18] Números 22:30.
[19] 1 Reyes 17:6.