Cristo señaló los pecados de los dirigentes contemporáneos con la voz de un corazón quebrantado. Se dirigió a ellos como el hombre que dentro de tres días moriría por ellos en una cruz. Cuando un hermano yerra, ¿darías tu vida para salvarlo? Nuestra celosa urgencia para reformar la Iglesia debe estar atemperada con una fina apreciación de la promesa del pacto de Dios de una iglesia unida.
Uno de los recuerdos más claros de mi niñez acerca de la Biblia es la historia de Coré,
Datán y Abiram.
Nuestra familia poseía un tomo de Scripture Prints del famoso grabador francés Doré que eventualmente avivó mi imaginación juvenil. Más de una vez contemplé la versión de Doré sobre el destino final de los tres ambiciosos levitas. Allí aparecían vestidos y equipados con toda su pompa sacerdotal hundiéndose entre los ásperos peñascos. Sus pertenencias les caían encima mientras las ardientes llamas los esperaban en las profundidades de la tierra.
Pero más sobrecogedora que la pintura de Doré era mi percepción de que sus niños también se precipitaran con ellos al abismo. Leo la dramática descripción, bíblica: “Y él (Moisés) habló a la congregación diciendo: Apartaos ahora de las tiendas de estos hombres impíos, y no toquéis ninguna cosa suya, para que no perezcáis en todos sus pecados.
“Y se apartaron de las tiendas de Coré, de Datán y de Abiram en derredor; y Datán y Abiram salieron y se pusieron a las puertas de sus tiendas, con sus mujeres, sus hijos y sus pequeñuelos… (y) la tierra abrió su boca, y los tragó a ellos, a sus casas, a todos los hombres de Coré, y a todos sus bienes” (Núm. 16:26, 27, 32).
Como niño, yo me preguntaba qué sentirían los niños al ver que la tierra se abría. Pienso una vez más en la orden de Moisés, ‘‘Apartaos ahora de las tiendas de estos hombres impíos,… para que no perezcáis en todos sus pecados”. Yo creía que si hubiera pertenecido a una de esas familias, hubiera obedecido a Moisés y escapado.
No todos los hijos de los rebeldes murieron
Años más tarde descubrí algunas referencias acerca de los hijos de Coré que daban a entender que siglos después del éxodo todavía él tenía descendientes que vivían. Entre este grupo se encontraba Samuel el profeta y Hernán el cantor (1 Crón. 6:22-28, 33-38). Once de los salmos (por ejemplo, los salmos 84 y 85) tienen introducciones que indican que eran de los hijos de Coré.
Un análisis de 1 Crónicas 6:22-28 y 33-38 muestra que los hijos de Coré en los salmos y en cualquier otra parte eran, en verdad, descendientes del bisnieto de Leví que descendió sin ceremonia alguna al Seol. Pero ¿cómo pueden haber sido suyos?
Para alivio y satisfacción mía descubrí la respuesta en Números 26:11, un versículo que indica sencillamente, “Mas los hijos de Coré no murieron”. Una lectura cuidadosa de Números 16 muestra que el relato original omite la familia de Coré, señalando que “Datán y Abiram salieron y se pusieron a las puertas de sus tiendas, con sus mujeres, sus hijos y sus pequeñuelos”.
¡Así que no todos los hijos de los rebeldes murieron! No todos ignoraron la apelación final de Moisés. Los hijos de Coré prestaron atención. En vez de morir con los rebeldes, vivieron para procrear descendientes durante generaciones que cantarían alabanzas al Señor en los atrios del templo.
“Mas los hijos de Coré no murieron”. Me alegro de que no murieran ¿y usted?
Coré, Datán y Abiram se consideraban a sí mismos nobles defensores del pueblo. Ellos hablaron claro en favor de los laicos. “Toda la congregación, todos ellos son’ santos” aseguraban, y no sólo los dirigentes (Núm. 16:3). Con toda valentía enfrentaron a los dirigentes que, según ellos, eran arbitrarios y culpables. Dijeron que Moisés los había sacado de la tierra que fluye leche y miel en vez de introducirlos a ella (vers. 14). En The Interpreter’s Bible, Albert George Bultler nos advierte que no seamos severos al juzgar a estos tres hombres, porque nosotros “nos gloriamos hoy en día en sus dos argumentos principales”.[1]
Y en verdad, muchas personas se glorían en ello. Quieren un ministerio valeroso que no titubee en llamar al pecado por su nombre, aun cuando éste haya sido cometido por los jefes principales. El profeta Isaías habló de levantar la voz como trompeta para exponer el pecado, y él personalmente llevó severos mensajes a los reyes Acaz y Ezequías. Admiramos a los reformadores porque demandaron cambios en las creencias y prácticas. Nuestro movimiento adventista nació en medio del pregón que llamaba a otras iglesias “Babilonia”; y nosotros respetamos los reproches escritos de nuestra mensajera moderna.
¿No reprochó Pablo a Pedro? ¿No llamó Jesucristo “hipócritas”, “serpientes” y “generación de víboras” a sus dirigentes contemporáneos? (Mat. 23:29,33).
Pero hay un lado equilibrado en las Escrituras. El Espíritu invita expresamente a la unidad ordenándonos inclinar nuestras cabezas a fin de lograrla. El espíritu de profecía nos insta a evitar el sentido de infalibilidad personal y reemplazarlo con nuestro respeto a las opiniones ajenas, incluyendo la de los dirigentes. Junto con la apatía negligente y la deferencia culpable, la Biblia también sugiere que la desunión y la falta de respeto es pecado.
Promesas del nuevo pacto
Hay varias versiones sobre el nuevo pacto en la Biblia y varias promesas señaladas por esas versiones. Por ejemplo, hay cuatro promesas en el nuevo pacto como lo formula Jeremías 31:33, 34, y por lo menos siete promesas en la versión registrada en Ezequiel 36:22-32.
Tanto en Jeremías 31 como en Ezequiel 36 Dios hace la promesa, “Y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” —o como Ezequiel cita al Señor, ‘‘y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios”. En ambas versiones encontramos que Dios ha prometido grabar su ley en nuestros corazones. Jeremías cita a Dios diciendo: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón”. Ezequiel indica: ‘‘Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu y haré que andéis en mis estatutos”. En Ezequiel Dios ofrece la promesa adicional, “y vindicaré mi grande nombre” entre las naciones por medio de vosotros”.
Cuando pensamos en la responsabilidad del ministro de reprender y reformar a la iglesia, debemos tener en mente estas promesas del nuevo pacto. Examinémoslas más detenidamente.
1. “Vosotros me seréis por pueblo”. La promesa de que somos el “pueblo” de Dios no se centra en nuestra relación personal con Dios. Encontramos eso implícito en las palabras de otra promesa del nuevo pacto, “y sabrán las naciones que yo soy”. Las promesas acerca de un pueblo invocan un concepto colectivo. Dios tendrá todo un pueblo, un grupo muy especial.
Cuando sacó a Israel de Egipto el plan de Dios era formar un pueblo especial. “Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra… por cuanto Jehová os amó, y…guarda el pacto y la misericordia” (Deut. 7:6-10).
El propósito de las plagas y la columna de fuego, del secamiento del mar Rojo, de la destrucción del ejército egipcio, y la tormenta, las llamas y el sonido de la trompeta en el monte Sinaí era la identificación de un pueblo. Tener un pueblo que fuera suyo era el propósito del derramamiento de la sangre del Cordero Pascual, y el mismo propósito está detrás y por encima de todo lo que Dios hizo.
El proveyó todo con el fin de darle origen a una nación, a un reino de sacerdotes, a su propio pueblo especial.
Este era también el propósito de la sangre y el dolor y la vergüenza de la cruz —presentar a un pueblo especial unido en el amor, así como en su nombre. En el Nuevo Testamento el Cordero pascual habló del buen Pastor que “da su vida por sus ovejas”, y añadía: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquellas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño y un pastor” (Juan 10:16).
Camino a la cruz para dar su vida por sus ovejas, Jesús oró, “Yo en ti y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que lo has amado a ellos como también me has amado” (Juan 17:21-23). Al usar palabras como éstas el Señor, nuestro Sacrificio, enriqueció nuestra comprensión cerca de la expiación, hecho que implica un arreglo entre personas, así como entre individuos y Dios.
En estos días finales Dios ha obrado otra vez como un “Dios que obra maravillas”.[2] Y continuará obrando maravillas en favor de su pueblo especial —el remanente que guarda los mandamientos y tiene el testimonio de Jesús. Son los santos que guardan los mandamientos y tienen la fe de Jesús, los “144 mil” que reciben el sello de Dios y permanecen en el monte de Sión cantando el cántico de Moisés y del Cordero. Entonan el cántico de Moisés, regocijándose en la liberación de la esclavitud del moderno Egipto. Cantan el himno del Cordero pascual, quien forjó la liberación y que “del trabajo de su alma verá y será saciado”. En las bocas de este grupo especial no se “ha hallado engaño”.
Dios está dirigiendo a un pueblo, no a unos pocos individuos disgregados aquí y allá, uno creyendo esto y el otro otra cosa… El tercer ángel está guiando y purificando un pueblo que debería avanzar con él. Algunos corren delante de los ángeles que conducen este pueblo; pero deben retrasar cada paso y humildemente seguir no más rápido que el ángel que dirige”.[3]
“Muévase potente el pueblo del gran Dios,
Pues de su gran Jefe marcha siempre en pos”.
Así cantamos y así debemos hacerlo. Pero, ¿qué si entorpecemos innecesariamente la unidad de los fieles mediante la desagradable crítica y las innovaciones motivadas por la búsqueda de la propia gloria?
¿Se mueve este grupo de hombres como un pueblo potente?
¡Murmurando y conspirando hasta después de las diez y media!
Así como los antiguos santos esperan recibir su recompensa, así insiste Dios en salvar a un pueblo leal, feliz, unido, singular. Hebreos 11:39, 40 nos recuerda que “todos éstos, aunque alcanzaron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido… para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros”.
Nuestra celosa urgencia por reformar la iglesia debe estar atemperada con una fina apreciación de la promesa del pacto de Dios de una iglesia unida.
“Mas los hijos de Coré no murieron”. Antes que apoyar la rebelión popular, permanecieron leales al pueblo escogido de Dios.
2. “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu”. “El cumplimiento de la ley es el amor” (Rom. 13:10). Cuando Dios hizo el pacto de que su Espíritu grabara su ley en nuestros corazones, lo hizo con su ley de amor. Y como sabemos, el amor “no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad” (1 Cor. 13:5, 6).
Una de las muchas formas como se presenta el nuevo pacto en la Biblia se encuentra en Gálatas 5:22, “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad”, y así sucesivamente. El amor es lo que sentimos hacia otra persona. Cuando el Espíritu de Dios escribe su ley en los corazones de sus seguidores, éstos sienten un amor y un afecto que posibilita la existencia de un pueblo singularmente unido.
Cristo invita a su pueblo a que sean reformadores; pero deberíamos tener un cardiograma espiritual regular para saber si estamos permitiéndole al Espíritu escribir su ley de amor en nuestros corazones. “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Rom. 8:9). “Mas los hijos de Coré no murieron”. Más que a su padre, ellos amaron al pueblo escogido de Dios.
3. “Y santificaré mi grande nombre”. Cuando Jesús bebió la copa que representaba la sangre del Cordero pascual, y dijo, “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre”, abrigaba en su mente más que el perdón del pecado. El nuevo pacto promete la condición de pueblo al que antiguamente estaba oprimido y desheredado. Promete aplicar el principio de amor a lo más recóndito de nuestras emociones y actitudes, y también nos promete el exaltado privilegio de formar parte de un grupo de personas mediante las cuales Dios puede vindicar su honor delante de las naciones.
De acuerdo con esta tercera promesa, cuando en el aposento alto Jesús les dio a sus discípulos el mandamiento de amarse los unos a los otros, añadió, “En esto conocerán todos que sois mis discípulos” (Juan 13:35). Camino al Calvario, él le rogó al Padre que “sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:23).
Jesús sabía que la lealtad y obediencia que mostraban sus otrora ingobernables y pendencieros discípulos sería una evidencia para el mundo que Dios lo había enviado. Mostraría que los había amado al enseñarles a amarse los unos a los otros. Su mutua confianza y perfecta armonía podrían comunicar algo vital acerca de Dios y acerca del significado de la misión de Cristo que nadie podría contradecir.
Con justa razón cantamos en relación a nuestra experiencia personal:
“Comprado con sangre por Cristo,
Cual hijo en su casa estoy”.
Pero cuando comprendemos nuestra función en la comunidad escogida de Dios, y que nuestro amor debe ayudar a vindicar su carácter en un mundo suspicaz y hostil, entonces podemos cantar:
‘‘Comprado para honrar a Cristo, Parte de su pueblo soy”.
Cuando Agustín le dio la espalda al amor de la familia, y declaró que el hombre está hecho para servir a Dios, pintó un lado del cuadro. Marco Aurelio, el filósofo emperador, pinceló el otro lado cuando dijo que los hombres, al igual que los dientes superiores e inferiores, están hechos los unos para los otros. Ninguno de los dos estaba completamente en lo cierto. Dios nos hizo para él mismo y para los unos a los otros. Por él mostramos nuestro amor al mundo y su amor por nosotros, al amarnos los unos a los otros.
‘‘Mas los hijos de Coré no murieron”. Ellos no querían saber nada de la deslealtad de su padre. Rehusaron tomar parte en el sucio mensaje que los rebeldes estaban difundiendo acerca de Dios y sobre la elección de los dirigentes de la iglesia.
Consejos diversos
4. “Seguid la paz con todos”. A veces ni amar a los creyentes resulta tan fácil para nosotros. Es por ello que necesitamos el Espíritu para que escriba la ley de Dios en nuestros corazones. Pablo sabía que también nosotros tendríamos necesidad de cooperar con el Espíritu. Por eso escribió, “Seguid la paz con todos” (Heb. 12:14). Otras versiones dicen, “Traten de estar en paz”, “Sea vuestra ambición”, “Hagan todos los esfuerzos”.
Si nos esforzamos por estar en paz con todo el mundo, ¿Cuánto más deberíamos intentarlo con los domésticos de la fe? “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Cor. 1:10).
“Por la gracia que me es dada —rogaba Pablo— a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí mismo que el que debe tener” (Rom. 12:3). “Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (vers. 10). Otras versiones dicen “Sed devotos los unos a los otros”. “Amaos cálidamente los unos a los otros”. “Dejad que los demás tengan el crédito”.
La mensajera de los últimos días escribió al pueblo remanente: ‘‘Cultivad el amor, desarraigad la sospecha, la envidia, el celo, el pensar y hablar del mal. Avanzad juntos, trabajad como un solo hombre. Tened paz entre vosotros”.[4]
“Vez tras vez el ángel me ha dicho: ‘Avanzad juntos, avanzad juntos, sed de un mismo parecer, de un mismo criterio’ “.[5]
“Oh, cuántas veces, cuando me ha parecido estar en la presencia de Dios y los santos ángeles, he oído la voz del ángel decir: ‘Avanzad juntos, avanzad juntos, avanzad juntos’ “.[6]
“Si es posible, toda vez que dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres”. “Seguid la paz con todos”.
5. “Sujetos por causa de la conciencia”. Con frecuencia, cristianos fervientes citan Hechos 5:29: “Obedecer a Dios antes que a los hombres”, algunas veces es necesario desobedecer a la autoridad legal. Pero es importante recordar que parte de nuestra obediencia a Dios consiste en obedecer a las autoridades civiles. Si la conciencia de una persona lo induce a pensar que debería desobedecer al gobierno humano por causa de Hechos 5:29, la tal persona debería recordar que la Biblia también contiene a Romanos 13:5, “Sujetaos… por causa de la conciencia”.
“Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes atraen sobre sí mismos la condenación… es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia”. (Rom. 13:1-5 BJ).
En 1 Timoteo 2:1, 2, Pablo le da la más alta prioridad a la lealtad hacia los dirigentes humanos. “Exhorto, ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia”.
Los miembros de una congregación que se aman los unos a los otros no despreciarán a sus gobernantes. En tiempo de pruebas, orarán por su éxito; cuando fracasan, orarán por su perdón; en crisis, por su orientación; en error, por su iluminación. Pero ¿menospreciarlos en público? ¡Nunca! Ni por un momento deberían asediarlos con insultos. Con la ley de amor escrita por el Espíritu en el centro de sus actitudes y emociones, ¿cómo podrían hacerlo?
La falta de respeto es una cosa, la discrepancia es otra. Jesús no estaba de acuerdo con ciertas prácticas de los administradores de su tiempo. Pero cuando discrepaba, lo hacía con todo respeto. Escribió sus pecados en la arena. Conscientemente nunca ahuyentó a nadie —porque él había venido a “buscar y a salvar lo que se había perdido” (Luc. 19:10).
Pero ¿no es cierto que en otra ocasión Jesús catalogó públicamente los pecados de los dirigentes y los llamó “hipócritas”, “serpientes”, y “generación de víboras”? (véase Mateo 23:29, 33). Esto nos lleva a otro punto importante.
6. “¿Darías tu vida para salvarlo?” Una vez Elena G. de White le preguntó a un profeso miembro del pueblo de Dios: “Cuando un hermano yerra, ¿darías tu vida para salvarlo? Si lo sientes así, puedes acercarte a él e impresionar su corazón; tú eres quien debe visitarlo”.[7]
Hay ocasiones en que nos vemos obligados a discrepar y hasta a separarnos de los demás. Romanos 16:17 nos exhorta a que “os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que habéis aprendido, y que os apartéis de ellos”. Pablo procede a desenmascarar su hipocresía tal como Jesús lo hizo con los fariseos. Él dice de les que causan disensión, “que tales personas no sirven a Jesucristo, sino a sus propios vientres, y con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos” (vers. 18).
En cierta ocasión Pablo censuró a Pedro por un desliz momentáneo de una ordenanza bien conocida de la iglesia. Sin embargo, no percibimos en Pablo ningún tóxico crónico que minara su respeto por Pedro. En el mismo contexto del cual sabemos acerca del reproche de Pablo, el apóstol nos dice que Dios los había escogido a él y a Pedro para desempeñar una función importante en el evangelismo misionero (Gál. 2:7). Pablo debe de haber sabido que Pedro aceptaría varonilmente la corrección, de la misma manera como él había aceptado la de Cristo años atrás.
Si hubo personas que intentaron minar la autoridad de alguien, esas fueron los dirigentes de Jerusalén. A medida que pasaban los años esos líderes se tornaron irreflexivamente celosos del gran éxito de Pablo. A través de su ministerio él había recurrido a Dios en busca de ayuda. Al mismo tiempo, sin embargo, “había tenido mucho cuidado de trabajar de acuerdo con las decisiones del concilio general de Jerusalén; y como resultado, las iglesias fueron establecidas en la fe y crecían cada día”.[8]
En su último viaje a Jesusalén, “a pesar de la falta de simpatía que algunos le demostraban”, Pablo “se consolaba en la convicción de que había cumplido su deber al fomentar en sus conversos un espíritu de lealtad, generosidad y amor fraternal, revelado en esta ocasión por medio de las generosas contribuciones que pudo poner frente a los ancianos judíos”.[9]
Sabemos que Pablo demostró su lealtad a los dirigentes de sus días aceptando su sugerencia de acatar la decisión del concilio y que por ello pasaría los siguientes años en la cárcel. Con todo, no hay registros de que él se quejara por lo menos una vez de la actitud de los dirigentes en contra suya.
¿Y qué diremos de Jesús? “Jesús no suprimía una palabra de la verdad, pero siempre la expresaba con amor. En su trato con la gente hablaba con el mayor tacto, cuidado y misericordiosa atención. Nunca fue áspero, ni pronunció innecesariamente una palabra severa, ni ocasionó a un alma sincera una pena inútil… Denunciaba la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad; pero las lágrimas velaban su voz cuando profería sus penetrantes reprensiones”.[10]
Cristo señaló los pecados de los dirigentes contemporáneos con la voz de un corazón quebrantado. Se dirigió a ellos como el hombre que dentro de tres días moriría por ellos en una cruz. “Cuando un hermano yerra, ¿darías tu vida para salvarlo? Si lo sientes así puedes acercarte a él e impresionar su corazón: tú eres quien debes visitarlo”.
7. “Apartaos ahora de las tiendas de estos hombres impíos”. Notamos al principio que Coré, Datán y Abiram se consideraban a sí mismos como nobles paladines del pueblo.
Pero Moisés los llamó “hombres impíos”, y en verdad lo eran; puesto que todo el pueblo, de ninguna manera, era “Santo”. Mas bien habían sido llamados a ser santos (Éxo. 22:31). Señalar a Egipto como una tierra de leche y miel astutamente pasaba por alto la fabricación de ladrillos en aquella nación. Y querer insinuar que Moisés por decisión propia había ejecutado el éxodo, era una verdadera blasfemia.
Eventualmente Moisés les recordó a otros desagradecidos que fue Dios quien los sacó de Egipto con mano poderosa y hechos portentosos. La respuesta de Moisés era de carácter sobrenatural y triunfalista, sin embargo, reflejaba la verdad (véase Deut. 20:4, 16; 21:5).
Coré, Datán y Abiram negaron la autoridad de Dios a través de los dirigentes humanos designados por él y reclamaron que cualquier laico podía dirigir tal como lo había hecho Moisés. Al hacerlo, ofrecían al pueblo una administración más humanista del tipo que siempre ha fracasado. Deseaban regresar a Egipto y no avanzar con el Señor hacia la tierra prometida.
El nuevo pacto de Dios concibe un pueblo a quien él ha dirigido y transformado; uno a través del cual ha dado honra a su nombre; uno en el que los miembros ponen a un lado su orgullo personal por el gran respeto que se profesan los unos a los otros.
Da pena decirlo, pero Coré, Datán y Abiram todavía mecen sus incensarios en medio de la asamblea de Dios. Y las palabras de Moisés aún imploran, “Apartaos ahora de las tiendas de estos hombres impíos y no toquéis ninguna cosa suya, para que no perezcáis en todos sus pecados”.
Es animador leer que en una ocasión el llamado de Moisés tuvo un buen efecto. “Mas los hijos de Coré no murieron”.
Sobre el autor: sirvió como profesor de historia eclesiástica en el Seminario Teológico de la Universidad Andrews, y se jubiló recientemente.
Referencias:
1] Albert George Butler, The Interpreter’s Bible, tomo. 2, págs. 221, 222.
[2] Ellen G. White, Testimonies tor the Church, tomo 6, Pacific Press. Publishing Assn., Mountain View, California. 1948, pág. 365.
[3] Testimonies, tomo 1, pág. 207.
[4] Sons and Daughters of God, pág. 295.
[5] Evangelismo, pág. 70.
[6] Selected Messages, tomo 2, pág. 374.
[7] Testimonies, tomo 1, pág. 166.
[8] Hechos de los apóstoles, pág. 331
[9] Id, págs. 331, 332.
[10] El camino a Cristo, pág. 12.