La fe en Jesús como el Mesías de las profecías de Israel es una calificación esencial para el intérprete cristiano del Antiguo Testamento. Los intérpretes que no pueden ver a Cristo como el corazón de los escritos del Antiguo Testamento no pueden explicar el verdadero impulso que motiva a las profecías de Israel (véase 2 Cor. 3:14).
Para Pablo, la verdad central del Antiguo Testamento no era Israel, ni su futuro nacional, sino Jesús el Mesías, el Señor de Israel, el Redentor del mundo (Rom. 16:25-27; Gál. 3:16, 29; Fil. 3:3-10).
El Nuevo Testamento: la clave del Antiguo
El punto cardinal es éste: ¿se les permite a los cristianos considerar al Antiguo Testamento como una unidad cerrada, aislada de los testigos de su cumplimiento del Nuevo Testamento? o ¿deben aceptar tanto al Antiguo como al Nuevo Testamentos unidos como una revelación orgánica de Dios en Cristo Jesús?
Dios mismo es el intérprete de su Palabra. Las palabras de la Escritura reciben su significado y mensaje de su divino Autor y deben ser constantemente relacionadas con la revelación progresiva de su voluntad para poder oír la interpretación que Dios mismo hace de sus primeras promesas en un “así dice Jehová”. Las promesas que tienen que ver con Israel como pueblo, dinastía, tierra, ciudad y montaña, no son promesas que se agotan en sí mismas por causa de Israel, sino parte integral del plan progresivo de salvación de Dios.
El Nuevo Testamento enfatiza la verdad de que Dios ha cumplido la promesa Abrahámica en Jesús y ha renovado su pacto con Israel a través de Cristo en un “mejor pacto” (Heb. 7:22), introduciendo una “mejor promesa” (vers. 19) para todos los creyentes en Cristo, sean israelitas o gentiles (Heb. 8). De este modo el apóstol testifica de un cumplimiento básico de las promesas del Antiguo Testamento en Jesús.
El pleno sentido teológico de la historia de Israel sólo pueden captarlo quienes creen que Jesús es el Mesías, que el pacto de Dios con las doce tribus de Israel se ha cumplido y completado – no pospuesto -en el pacto de Cristo con sus doce apóstoles (2 Cor. 3; Heb. 4). El tema central del evangelio y su esperanza profética es que la iglesia de Cristo está señalada para cumplir el propósito divino de la elección de Israel: ser la luz salvadora de los gentiles. En la tipología bíblica no sólo Cristo es el antitipo sino Cristo y su pueblo, unidos en el propósito salvador de Dios para el mundo.
Israel en el Antiguo Testamento
La primera vez que se usa el nombre “Israel” en la Biblia es en Génesis 32, donde se presenta una explicación del origen y significado de este nuevo nombre. Refiere la ocasión cuando Jacob, torturado por la culpabilidad y temeroso por su vida, estaba a punto de entrar a la tierra de Canaán. De repente comenzó a luchar una noche con un “hombre” desconocido quien parecía poseer fuerzas sobrenaturales. Jacob pidió desesperadamente a este Hombre que lo bendijera. Entonces la respuesta fue: “No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel; porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (Gen. 32:28; cf. 35:9,10).
Más tarde el profeta Oseas interpretó la lucha de Jacob como una lucha “con Dios”, “con el ángel” (Oseas 12:3, 4). De este modo se revela que el nuevo nombre “Israel” es de origen divino. Simboliza la nueva relación espiritual de Jacob con Jehová, y representa a un Jacob reconciliado a través de la gracia perdonadora de Dios. El resto de la Escritura nunca pierde de vista esta raíz sagrada del nombre. Oseas presenta la lucha de Jacob y su confianza en Dios como un ejemplo que debe ser imitado por las 12 tribus apóstatas de Israel (vers. 3-6; 14:1-3). En otras palabras, la lucha de Jacob con Dios se presenta como un prototipo del verdadero Israel, como el patrón normativo para que la casa de Israel llegue a ser el Israel de Dios.
Las profecías de los capítulos 40-66 de Isaías prometen la restauración de Israel después del exilio asirio-babilónico. Aquí encontramos la seguridad de reunión para el disperso Israel. El foco profético no se centra exclusivamente en los descendientes físicos de Jacob. Isaías prevé que entre el Israel post-exílico, se reunirían muchos no israelitas que habrían elegido adorar a Dios. A dos tipos de personas que se le había prohibido la entrada a la asamblea de adoradores de Dios, los extranjeros y eunucos (Deut. 23:1-3), se les da ahora la bienvenida a adorar en el nuevo templo del Monte Sion, con la condición de que acepten el sábado del Señor y se aferren al pacto de Dios (véase Isa. 56:4-7; y también 45:20-25).
Cuando los gentiles se unan en fe y obediencia a Dios (Isa. 56:3), el Dios de Israel les dará “un nombre perpetuo” (vers. 5). De este modo Isaías revela la forma en que se cumplirá el llamamiento universal de Dios al mundo a través de un nuevo Israel. La característica esencial de este nuevo Israel no es la descendencia étnica de Abrahán sino la fe de Abrahán, la adoración de Yahweh. Los gentiles creyentes disfrutarán los mismos derechos y esperanzas de las promesas del pacto como creyentes israelitas.
Jeremías usa el nombre “Israel” en varias formas, según variados contextos. Sin embargo, no enfoca sus promesas en la restauración de Israel como un estado político independiente, sino como un pueblo de Dios espiritualmente restaurado de todas las 12 tribus de Israel. El nuevo pacto que Dios haría con la casa de Israel y la casa de Judá después del exilio babilónico sería explícitamente diferente del pacto del Sinaí (Jer. 31:31-34) El Israel restaurado sería un remanente fiel de las 12 tribus, en el cual cada israelita, individualmente, tendría la experiencia de una relación salvadora con Dios y obedecería su santa ley con un corazón indiviso (vers. 6; 32:38- 40).
Ezequiel, que fue deportado a Babilonia en el año 597 a.C., también predijo que un nuevo Israel, espiritual, retornaría del exilio de todas las naciones a la tierra de sus padres. “Y volverán allá, y quitarán de ella todas sus idolatrías y todas sus abominaciones. Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne. Para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios. Mas a aquellos cuyo corazón anda tras el deseo de sus idolatrías y de sus abominaciones, yo traigo su camino sobre sus propias cabezas, dice Jehová el Señor” (Eze. 11:18-21). Estas predicciones, y otras similares (véase Eze. 36:24-32; 37:22-26), enfatizan el hecho de que el interés principal de Dios con Israel es su restauración, no como un estado secular y político, sino como una teocracia unida, un pueblo espiritualmente purificado y verdadero adorador del Dios viviente.
El Israel post-exílico fue una comunidad religiosa centrada en el trabajo de restauración del templo, no alrededor de un trono real. Aunque la mayoría de los exiliados que regresaron eran de las tribus de Judá y Leví, este remanente espiritual se consideraba como la representación y la continuación del Israel de Dios (Esd. 2:2 70; 3:1,11; 4:3,6:16,17,21; Neh. 1:6; 2:10- 8:1, 17; 10:39; 12:47; Mal. 1:1, 5; 2:11). Malaquías, el último profeta, afirmó que aquellos israelitas que “temían a Dios”, eran el pueblo de Dios, y que solamente aquellos “que sirven a Dios”, serán reconocidos como la posesión adquirida en el juicio del día final (Mal. 3:16-4:3). Judá es considerado como los hijos de Jacob y el heredero del pacto de Dios con Israel (Mal 1:1; 2:11; 3:6; 4:4).
En resumen, el Antiguo Testamento usa el nombre “Israel” en más de una forma. Primero, se le aplica a la comunidad religiosa del pacto, al pueblo que adora a Dios en la forma y el espíritu revelados. Segundo, denota un grupo étnico distintivo o nación, que está llamado a convertirse en el Israel espiritual. El significado original del nombre “Israel”, como un símbolo de aceptación de Dios por su gracia perdonadora (Gen. 32:28), permanece para siempre como la norma sagrada a la cual los profetas llaman a las tribus naturales de Israel que regresen (Oseas 12:6; Jer. 31:31; Eze. 36:26-28).
Siempre que los profetas del Antiguo Testamento describen al remanente escatológico de Israel, lo caracterizan como una comunidad religiosa fiel que adora a Dios con un nuevo corazón, sobre la base de un “nuevo pacto” (Joel 2:32, Sof. 3:12, 13; Jer. 31:31-34; Eze. 11:16-21). Este remanente fiel del tiempo del fin llegará a ser el testigo de Dios entre todas las naciones e incluye también a los no israelitas, no importa cuál sea su origen étnico (Sof. 9:7; 14:16; Isa. 66:19; Dan. 7:27; 12:1-3).
Cristo reúne al remanente de Israel: su iglesia
La Iglesia Cristiana no fue creada por la predicación de Pablo entre los gentiles, sino personalmente por Cristo dentro del judaísmo palestino. Durante su bautismo Cristo fue “revelado a Israel” como el Mesías de la profecía (cf. Isa. 42-53). Dios lo ungió con el Espíritu Santo (Hech. 10:38) y anunció desde los cielos que él cumpliría el papel mesiánico de llevar los pecados del mundo como el Cordero de Dios (Juan 1:19-34,41; Mat. 3:16,17). Su venida a Israel fue la prueba más elevada para la nación judía de su relación con el pacto de Dios. Como Mesías, habría de ser una “piedra de tropiezo”, la “roca que hace caer (a Israel)” (Rom. 932, 33; 1 Ped. 2:8).
La prueba para Israel se había producido por su reacción ante Jesús como Mesías. Cristo proclamaba que todo Israel debía venir a él para recibir el descanso de Dios, pues de otro modo serían juzgados. “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mat. 12:30; véase también 18:20; 23:37).
Cristo anunció: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Juan 10:16; cf. Isa. 56:8).
Cristo, como el pastor mesiánico, declaró que él cumpliría las promesas del pacto de la reunión de Israel. El vino a reunir a Israel consigo (Mat. 12:30), y más que eso, a reunir a los gentiles consigo (Juan 12:32). Al ordenar oficialmente a doce discípulos como sus apóstoles (Mar. 3:1-4,15), Jesús constituyó un nuevo Israel bajo la identificación de “mi iglesia” (Mat. 16:18). De este modo Jesús fundó su iglesia como un nuevo organismo con su propia estructura y autoridad, dándole “las llaves del reino de los cielos” (vers. 19; cf. 18:17).
Cristo tomó la decisión final referente a la nación judía al fin de su ministerio, cuando los dirigentes judíos confirmaron su determinación de rechazarlo como el Redentor de Israel. Las palabras de Cristo en Mateo 23 revelan que la culpabilidad de Israel delante de Dios había llegado a su consumación (Mat. 2332). Por tanto, su veredicto fue: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” (Mat. 21:43). Esta decisión implicaba que el pueblo judío ya no sería más el pueblo teocrático de Dios y que el verdadero Israel continuaría en un pueblo que aceptaría al Mesías y su mensaje del reino de Dios.
¿Qué nuevo “pueblo” tenía Cristo en mente? En una ocasión anterior Cristo notó, para su asombro, que un centurión romano demostró más fe en él que cualquier otra persona en Israel había mostrado jamás. Luego dijo: “Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos [Luc. 13:28], Mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mat 8:11,12).
De este modo se hace evidente que Cristo no prometió el reino de Dios -la teocracia- a otra “generación” de judíos en un futuro distante, como algunos escritores dispensacionalistas quieren hacemos creer, sino a un pueblo creyente en Cristo de todas las razas y naciones, “del oriente y del occidente”.
Sólo en Cristo podía continuar Israel como nación y como el verdadero pueblo del pacto de Dios. Al rechazar a Jesús como el Rey señalado por Dios, la nación judía no pasó la prueba decisiva de cumplir el propósito que Dios tenía para que ellos fueran luces de los gentiles. Cristo, sin embargo, renovó el pacto de Dios con sus doce apóstoles. Dio el llamado divino que Dios había hecho al antiguo Israel a su rebaño mesiánico, para que fuera la luz del mundo (Mat. 5:14) y para hacer “discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28:19). Dios no dependía de la nación judía para el cumplimiento de su propósito divino para todos los pueblos. Su plan no podía frustrarse o posponerse por el rechazo que Israel hizo del Mesías. El día de Pentecostés demostró que Dios estaba “al día con su programa”. Precisamente cuando llegó el festival anual de Pentecostés (Hech. 2:1; literalmente “fue completado”), nuevos y dramáticos eventos tuvieron lugar en cumplimiento de la profecía. Cristo derramó desde los cielos el Espíritu Santo prometido a sus fieles discípulos.
La iglesia como el remanente en las profecías de Israel
Los apóstoles afirmaron que todos los eventos de la vida de Cristo: muerte, resurrección, ascensión, el derramamiento del Espíritu Santo y su entronización a la mano derecha de Dios, fueron cumplimientos explícitos de las profecías de Israel. Pedro explicó que la traición, entrega y muerte de Cristo fue el cumplimiento del “determinado consejo de Dios” (Hech. 2:23). Incluso la persecución de la iglesia de Cristo en Jerusalén fue “para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que ocurriera” (Hech. 4:28; con una referencia a Sal. 2:1, 2).
Con respecto a la ascensión de Cristo al cielo y su entronización como el gobernante Davídico tanto de Israel como de todas las naciones, Pedro citó el Salmo 110, diciendo: “Porque David no subió a los cielos; pero él mismo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hech. 2:34, 35).
La interpretación que hace Pedro del Salmo 110, aplicándolo a la presente condición de Cristo en su función de Rey, no es una exégesis literal del Salmo 110, sino la inspirada aplicación cristológica de la profecía de David. El método apostólico de interpretación del Antiguo Testamento es la aplicación de las profecías de Israel a la luz de la persona y la misión de Cristo. Entonces, no hay ninguna postergación del reino de Cristo, sino sólo nuevo progreso y cumplimiento (unos 3,000 judíos aceptaron la interpretación de Pedro, fueron bautizados en Cristo y entraron a su iglesia (Hech. 2:41).
La interpretación de Pedro del derramamiento del Espíritu de Dios como el cumplimiento directo de la profecía de Joel para los últimos días (vers. 16-21) confirma el concepto de que la iglesia no era una entidad invisible en el Antiguo Testamento. Era, más bien, el sorprendente cumplimiento de la profecía de Joel acerca del remanente. De este modo, la iglesia no es un plan de emergencia o una interrupción del plan de Dios con Israel para el mundo, sino la realización divina del remanente escatológico de Israel.
Muy poco después del derramamiento del Espíritu de Dios sobre la iglesia, Pedro declaró categóricamente: “Y todos los profetas desde Samuel en adelante, cuantos han hablado, también han anunciado estos días” (Hech. 3:24). En otras palabras, desde el Pentecostés, todas las profecías concernientes al remanente de Israel han recibido su cumplimiento en la formación de la iglesia apostólica. La iglesia está claramente profetizada en las promesas del remanente del Antiguo Testamento. Pedro se dirigió a las iglesias cristianas de su tiempo, esparcidas a través de todo el Medio Oriente (1 Ped. 1:1), con el honorable título de Israel: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9; cf. Exo. 19:5, 6).
Aunque Pedro no usa el nombre “Israel”, ahora aplica el llamamiento de Israel a la iglesia. Esta es su interpretación eclesiológica del pacto de Dios con Israel (Exo. 19:5, 6). Esta aplicación es el resultado de la interpretación cristológica de las profecías mesiánicas. La aplicación eclesiológica es la necesaria extensión del cumplimiento cristológico. Del mismo modo que el cuerpo está orgánicamente conectado con la cabeza, así está la iglesia conectada al Mesías. La interpretación eclesiológica remueve las restricciones étnicas y raciales del antiguo pacto. El nuevo pueblo del pacto ya no se caracteriza por la raza o el país, sino exclusivamente por la fe en Cristo. Esto podría llamarse la espiritualización que hace Pedro de Israel como “nación santa”. El piensa en la tipología de la pascua cuando afirma que los cristianos, como los “elegidos de Dios”, fueron “redimidos” por la “sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Ped. 1:1, 18, 19). Pablo usa también esa tipología de la pascua (véase Exo. 12:5; 1 Cor. 5:7).
Es más, la descripción que hace Pedro de la iglesia como llamada “de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9) sugiere poderosamente una analogía con el éxodo de Israel de la casa de esclavitud (Exo. 4:23; 19:4; Isa. 43:21). Del mismo modo que el antiguo Israel experimentó su éxodo de salvación para poder alabar la fidelidad de Jehová, la iglesia experimenta su presente salvación del dominio de las tinieblas para que alabe a Aquel que la “ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13). Esto quiere decir que la comunidad cristiana es el verdadero Israel.
La tierra prometida al Israel de Dios
Los profetas siempre describieron la tierra prometida a los patriarcas y a Israel en términos teológicos: como el don de la gracia de Dios o como la bendición del pueblo del pacto (Gén. 12:1, 7; 13:14-17; 15:18-21; Deut. 1:5-8; Sal. 44:1-3). La tierra misma es llamada, por así decirlo, a observar el sábado del Señor (Lev. 25:2). para simbolizar el hecho de que Dios es el propietario de la tierra. Continuó siendo su “tierra santa” (Sal. 78:54) mientras Dios moraba en medio de Israel (Núm. 35:34). La santidad de la tierra de Israel es totalmente derivada. El destino de la tierra, ciudad, y templo dependen por tanto de la relación religiosa de Israel con Dios (véase Iáív. 26). El juicio de Dios sobre Israel ocasiona el juicio sobre su tierra, porque es su tierra, o su herencia. “La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo” (Lev. 25:23). Tanto el pueblo del pacto como su tierra dependen finalmente de Dios.
Cuando Israel se volvió persistentemente infiel a su pacto con Dios, el Señor le quitó la herencia que le había dado (Jer. 17:1-4; 15.13, 14). Eso significa la dispersión de Israel entre los gentiles y la devastación de la tierra (Isa. 1:5-9; Jer. 4:23-26). Con el rechazo de Israel como la nación infiel, Dios rechazó también su tierra, en el sentido en que ya no estaba bajo sus bendiciones especiales.
Cristo expande la promesa territorial
En su Sermón del Monte Cristo prometió el reino de los cielos a “los pobres en espíritu” (Mat. 5:3; llamado el reino de Dios en Lucas 6:20); a los “mansos” o humildes les prometió la tierra (Mat. 5:5). De esto podemos sacar dos conclusiones: (1) a sus seguidores espirituales Jesús les asignó toda la tierra junto con el reino de los cielos como herencia; (2) y aplicó la herencia territorial de Israel a la iglesia ensanchando la promesa original de Palestina, para incluir la tierra hecha nueva. En el antiguo Israel, David les aseguró a los israelitas que soportaran la supresión que intentaban los “malos hombres”, que Dios vindicaría su confianza en él: “Pero los mansos heredarán la tierra. Los justos heredarán la tierra, v vivirán para siempre sobre ella” (Sal. 37:11-29).
Cristo aplicó claramente el Salmo 37 en una forma nueva y sorprendente: (1) esta “tierra” sería más grande de lo que David había pensado; el cumplimiento incluiría toda la tierra en su belleza creada de nuevo (véase Isa. 11:6-9: Apoc. 21, 22); (2) la tierra renovada será la herencia de todos los mansos de todas las naciones que aceptaron a Cristo como su Salvador. Cristo no espiritualizó la promesa territorial de Israel cuando incluyó a su iglesia universal. Al contrario, amplió el espectro hasta que incluyera todo el mundo.
Una esperanza para Abrahán, Israel y la iglesia
A Abrahán y a sus descendientes creyentes no sólo se les prometió la tierra de Palestina, sino “una patria mejor” con una ciudad celestial (Heb. 11:10, 16). En resumen, ellos miraban más allá de Palestina a un nuevo cielo y una tierra nueva, y a una nueva Jerusalén. Además, esta herencia eterna no está restringida al Israel literal. Todos los creyentes serán unificados en una herencia: “Proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Heb. 11:40; cf. 13:14).
La iglesia de Cristo no tiene otra esperanza, no tiene otro destino ni otra herencia que la que Dios le dio a Abrahán y a Israel -un cielo y una tierra renovados (Isa. 65:17). Esto no podría expresarse más conclusivamente que con las palabras de Pedro: “Esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán. Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Ped. 3:12, 13).
El libro de Apocalipsis asegura que las promesas del pacto de Dios hallarán su perfecto cumplimiento en la tierra nueva que está a punto de establecerse (véanse capítulos 21, 22). La lección para los cristianos es profunda, como concluye John Bright: “Así que, como el Israel de antaño, hemos de vivir siempre en tensión entre la gracia y la obligación: la gracia incondicional que Cristo nos ofrece, sus incondicionales promesas, en las cuales somos invitados a confiar, y la obligación de obedecerle a él como el Señor soberano de la iglesia”.[1]
Sobre el autor: Ph.D., es profesor emérito de teología en el Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día, Berrien Springs, Michigan.
Referencias:
[1] J. Bright, Covenant and Promise (Philadelphia: Westminster Press, 1976), pág. 198.