Mucho antes de que la Sra. de Juan Wesley arrastrara a su esposo por la casa tomándolo por los cabellos, los pastores cristianos sabían que entre las personas con quienes resulta más difícil vivir en el mundo estaban sus esposas. Ningún otro aspecto del comportamiento humano llama tan rápida y dramáticamente la atención del pastor sobre su propia humanidad y pecaminosidad como la relación con su esposa. El ministro que tiene éxito en ayudar a otras personas a resolver problemas de relaciones con otros puede fracasar en mantener una relación feliz y cálida con su propia esposa.
¿Por qué resulta difícil para los pastores y sus esposas vivir juntos apaciblemente? Hay varias razones sugerentes.
Primera, es muy fácil que el pastor posea una personalidad fuerte y agresiva. Está más acostumbrado a crear y promover ideas y programas que a aceptar y llevar a cabo las ideas de los demás.
Segunda, el pastor está profundamente comprometido con su obra y le concede a ésta lo mejor de su tiempo y energía. Otras responsabilidades tienden a tomar el segundo, el tercero, o aun el cuarto lugar en su esquema de prioridades.
Tercera, el pastor está constantemente concediendo su atención y energía a otros. Quizá llegue a considerar a su hogar como un lugar donde refugiarse de las demandas de la gente, tal vez como una oportunidad para trabajar con las cosas, otorgándose a sí mismo un reposo emocional que lo aleje de las presiones derivadas de sus relaciones. De hecho puede separar su obra de su vida hogareña hasta el punto de que se niegue a discutir las cosas del trabajo en su casa. Su esposa puede entonces inferir que piensa que ella no comprende sus problemas e ideas, o cuando menos que es incapaz de darle una respuesta que tenga algún valor. Esto reduce en ella el sentido de su valor y de la contribución que puede prestar al ministerio pastoral.
Cuarta, el tiempo del pastor no es suyo, o al menos así parece serlo. A menudo está fuera del hogar, y sus ingresos difícilmente le permitan ofrecerle a su familia una compensación que haga más llevadera la vida familiar. Por ejemplo, la mayoría de las esposas de los pastores quisieran tener dos autos en la familia [evidentemente el autor se refiere a la situación en los EE. UU.]; debido a que el pastor continuamente necesita un auto, su esposa queda en la casa, tiene que pedir por favor a otros que la lleven o se siente culpable por causarle inconvenientes a él. Pocos hombres que están fuera de sus hogares tanto tiempo recompensan con tan poco.
Quinta, el pastor y su familia viven una existencia a la vista de todos en la cual los problemas de la vida familiar tienden a ser magnificados. Pueden aparecer tensiones entre el esposo y la esposa sobre la forma de tratar esos provenías, especialmente si el esposo siente que si él debe ser un pastor efectivo su familia debe ser un modelo de vida cristiana.
Sexta, la esposa del pastor no tiene otro pastor además de su esposo. Tal vez ella encuentre difícil tener confianza en el consejo de él, porque ella recibe ese consejo prejuiciada por el hecho de que como consejero él encuentra faltas en otros, y no en sí mismo.
Séptima, puede surgir tensión, porque la esposa del pastor observa su inagotable paciencia con otros pero busca en vano la misma paciencia en su trato con los de su propia casa. Un pastor que emplea pacientemente una hora escuchando los problemas de alguien puede decirle secamente a su esposa momentos después que él no sabe por qué ella no puede resolver el problemita doméstico de decirle a Juanito que se anote en los Boy Scouts ese año.
Octava, el pastor emplea buena parte de su tiempo con parejas que tienen problemas y su esposa puede a veces temer que las mujeres que él aconseja están transfiriéndole sus afectos. A menos que él tome amplias medidas para que ella se sienta segura, da lugar para la sorpresa, la duda y quizá aún la sospecha de lo que él piensa de tales situaciones.
Novena, el pastor se halla la mayor parte del tiempo en el centro de la atención. Mientras lleva adelante su obra recibe recompensas espirituales, emocionales y materiales. Su sentido de responsabilidad puede ser mayor que el de su esposa, debido a su experiencia de primera mano al contemplar la bendición de Dios y los resultados de sus labores. Si ella recibe un plato lleno de los problemas, las críticas, las dudas y las preguntas sin resolver, quizá se sentiría infeliz y frustrada, porque se ve incapaz de hacer algo.
Décima, los hombres con buenas cualidades para ser pastores por lo común escogen para casarse mujeres con una personalidad fuerte y sensible, con convicción y entusiasmo. A menos que se efectúen continuos esfuerzos para tender puentes entre estas dos fuertes personalidades, puede crearse un gran golfo. También, la esposa puede sentirse inferior porque no se considera competente en los campos de la doctrina, la oratoria pública y el roce social. Esto es trágico. Ningún hombre debiera permitir que esto le suceda a su esposa.
El desarrollo de una relación sana y fuerte entre el ministro y su esposa debe considerárselo como un proyecto continuo. No hay leyes o reglas que se puedan seguir. Sin embargo, el grado de éxito que se tenga en esto es una buena indicación de cuán efectivo puede ser un pastor como siervo de Cristo. El punto de partida es el acuerdo mutuo. El esposo y la esposa deben desear y convenir en desarrollar una feliz relación de trabajo, sin medir los sacrificios que se requieran.
Los pastores saben que deben tener claro sentido de sus metas a fin de formarse un juicio correcto acerca del uso del tiempo, los talentos, y el dinero. Lo mismo es cierto en la relación esposo y esposa. Ambos debieran convenir adonde desean ir, qué desean hacer, cómo desean lograrlo. El pastor tiene sus responsabilidades y su esposa las suyas; cada uno entiende las del otro. La esposa comparte el trabajo de la iglesia tanto por ayudarle a su esposo a quedar libre para ayudar a otros como por prestar sus propios servicios en la iglesia y la comunidad. Resulta fácil comprobar cómo su sentido de participación puede debilitarse cuando debe atender sola a su familia durante una semana o diez días, en ocasiones en que su esposo está afuera en otro trabajo de la iglesia. Una iglesia que aprecie a su pastor debiera hacer que él compense a su familia de una manera especial debido a la gran cantidad de tiempo que él debe pasar lejos de la misma.
Siempre que dos personas vivan y trabajen juntas, debe haber continua comunicación entre ambas. Debiera siempre existir un clima en el cual las opiniones puedan intercambiarse sin ningún sentimiento de amenaza por parte del otro.
¿Cómo pueden mantenerse abiertos los canales de intercomunicación entre el pastor y su esposa? He aquí unas pocas sugerencias:
1. Ténganse momentos regulares para la discusión y el intercambio, llevados a cabo mediante un plan, toda vez que sea posible.
2. El esposo y la esposa debieran orar el uno por el otro, tanto en presencia como en ausencia del resto de la familia. Descubrirán que en la medida en que puedan orar franca y honestamente juntos pueden permanecer sensibles a los sentimientos y actitudes del otro.
3. El esposo y la esposa debieran leer y comentar juntos los libros. Esto les ayuda a cada uno a respetar las ideas y sentimientos del otro. Tal vez el esposo sobresalga en penetración intelectual; esto puede ser suavizado por la calidez y compasión de su esposa.
4. Para la esposa un buen estimulante para la comunicación es evaluar el sermón del esposo. El grado en que ella se mantenga constructiva tanto como franca determinará la utilidad de este tipo de intercambio. Esos comentarios ayudan a la esposa del pastor a estar más informada y a que por lo tanto desarrolle más confianza en las áreas de la teología y las relaciones humanas.
5. Periódicamente, el pastor y su esposa debieran tomar tiempo para hacer juntos breves salidas. Puede ser durante unas pocas horas en el día o la noche, o aun por un par de días. Eso les permite dedicarse indivisa atención el uno al otro, algo que rara vez pueden hacer juntos. También es muy provechoso para muchos pastores y sus esposas unirse entre ellos y en la compañía de Cristo, compartir sus esperanzas, sus sueños, desilusiones y problemas. Es una experiencia inolvidable descubrir que otras parejas que están también dedicadas a la obra de Cristo deben trabajar para hacer ajustes en su vida matrimonial. Y también es útil saber cómo están resolviendo sus diferencias.
6. Tanto como sea posible el pastor debiera compartir con su esposa los sucesos del día y buscar la forma de relacionarlos con las metas que ambos se han puesto para su ministerio conjunto. Esto mantiene a la esposa informada acerca de los éxitos, fracasos, aspiraciones y desafíos que su esposo está viviendo. La esposa también debiera sentirse libre para comentar sus experiencias en el hogar, la iglesia y la comunidad.
7. Periódicamente el pastor y su esposa debieran dar un vistazo a lo sucedido en lo pasado. Esto puede hacerles ver dónde le han permitido a Cristo obrar en sus vidas, dónde deben esforzarse por permitirle que lo haga en lo futuro. Claro está que esto supone que ambos son cristianos dedicados y desean servir al Señor mediante un ministerio consagrado. Juntos pueden rededicar sus vidas, su hogar y su ministerio a Dios en Cristo, de modo que las presiones comunes de la vida y de la naturaleza humana no corroan la sensibilidad a la voluntad de Dios, de la que ambos necesitan para ser buenos ministros cristianos.
8. La reafirmación del amor mutuo debe ser tanto dicha como manifestada. La confianza mutua como esposo y esposa puede cubrir multitud de defectos.
El esposo y la esposa debieran inspirarse uno a otro para que su ministerio y vida conjunta se conviertan no en un duelo sino en un dúo. Deben ser cuidadosos para no permitir que se levanten muros entre ellos, sea por permisión o por negligencia.
Un pastor contó cómo entre él y su esposa se levantó un muro defensivo que en su momento causó una completa ruptura de comunicación. Durante días no se hablaron. Después de varios días de este anticipo del infierno el pastor cayó sobre sus rodillas y oró buscando dirección. Se arrodilló para aprender cómo enderezar a su esposa y se levantó con la convicción de que era él el que tenía mucho que confesar. Entonces le escribió una carta a su esposa admitiendo sus propias faltas, pidiendo y ofreciendo perdón y asegurándole que la amaba. La esposa leyó la carta y ambos lloraron juntos confesando y buscando purificación. El observó que no fue hasta que el Señor le mostró su orgullo que pudo comenzar la reconciliación que ambos deseaban.
El llamamiento del pastor es uno de los más singulares que Dios hace. Sin embargo, el pastor no es un ángel de Dios. Al paso que los matrimonios se puedan haber hecho en los cielos, deben ser vividos en la tierra. Aspiren los maridos y mujeres a vivir y servir juntos de tal manera que se hagan merecedores de aquellas dulces palabras de recomendación: “Bien hecho, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu Señor”.
Sobre el autor: Pastor de la Iglesia Menonita de Betel. West Liberty, Ohio.