¿Qué? ¿Será posible que la mayoría de los que nos acompañaban en los días de relativa tranquilidad nos abandonen en la angustia que nos aguarda? Quiera Dios evitarlo.
La lealtad del ser humano, o su falta de ella, determina el valor y la utilidad de su vida presente y su destino eterno.
¿Qué se entiende por lealtad? Una autoridad la define como el “cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien”.[1] La fidelidad se refiere a la exactitud con que se cumple una obligación contraída. ¿Y qué obligación hemos contraído los seres humanos?
Lo reconozcamos o no, estamos moralmente comprometidos con la vida misma, con quienes nos la dieron o contribuyeron a que la disfrutemos. Estamos particularmente comprometidos con Dios, la Fuente de la vida, el supremo Autor de nuestros días, en quien “vivimos, y nos movemos, y somos”.[2] Y nuestras obligaciones son tantas y tan grandes como las dádivas y oportunidades que nos ha concedido la divina Providencia.
Pero a la exactitud con que la fidelidad cumple las obligaciones contraídas, la lealtad añade la idea del afecto personal con que se las cumple. Una computadora puede conservar y de volver con toda fidelidad las informaciones que se le confiaron; pero no podemos decir que lo hace con lealtad. Sólo el hombre, dotado de razón, de libre albedrío y de voluntad, puede ser leal o desleal.
Originalmente “Dios hizo al hombre recto; le dio nobles rasgos de carácter, sin inclinación al mal. Lo dotó de elevadas cualidades intelectuales, y le presentó los más fuertes atractivos posibles para inducirlo a ser constante en su lealtad”.[3] Su lealtad se manifestaría en su fiel y amante obediencia a la ley de Dios. “La ley de Dios es tan santa como él mismo. Es la revelación de su voluntad, el reflejo de su carácter, y la expresión de su amor y sabiduría… Al hombre, obra maestra de la creación, Dios le dio la facultad de comprender sus requerimientos, para que reconociese la justicia y la benevolencia de su ley y su sagrado derecho sobre él; y del hombre se exige una respuesta obediente”.[4] Pero Adán y Eva fueron desleales a Dios. Traicionaron su confianza; y los resultados fueron funestos. Colocaron a toda su descendencia en condiciones desventajosas. ¿Tenemos por eso menos obligación moral de ser leales a Dios y a sus leyes?
La caída de nuestros primeros padres dio lugar a una manifestación del amor de Dios aún mayor que la creación: el don inefable de su Hijo para nuestra eterna redención. Y en Cristo, el “varón de dolores, experimentado en quebranto”,[5] estaba el Padre “reconciliando consigo al mundo”, “y nos dio el ministerio de la reconciliación”.[6]
“Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente”; pero por él entró el pecado en el mundo, y “la muerte pasó a todos los hombres”. Pero Cristo, el postrer Adán, fue hecho “espíritu vivificante”, en quien “todos serán vivificados”.[7]
El dominio perdido por la deslealtad de Adán fue recuperado por la lealtad de Cristo a la ley y a la voluntad de Dios, manifestada en condiciones indeciblemente más difíciles que las que tuvo que afrontar el padre de la humanidad. Cristo dijo por boca del salmista: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”. Y en el sermón del monte afirmó: “No penséis que he venido para abrogar la ley y los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir”[8]
En otra ocasión Jesús declaró: “He descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”. Y en el Getsemaní demostró que estaba dispuesto a hacer la voluntad de Dios hasta la muerte, y muerte de cruz”.[9] Cristo “fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. Y pudo afirmar: “Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor”.[10]
Pero él no vino solamente para manifestar su lealtad a Dios mediante la obediencia, y para afrontar victoriosamente tentaciones mucho más insidiosas que aquellas ante las cuales sucumbió Adán. “Cristo anhela extender su dominio sobre toda mente humana… Su peregrinaje terrenal fue alegrado por el pensamiento de que su trabajo no sería en vano, sino que haría volver al hombre a la lealtad a Dios”.[11] Además “Cristo da la prueba mediante la cual se ha de comprobar nuestra lealtad o deslealtad. ‘Si me amáis -dice él-, guardad mis mandamientos… El que tiene mis mandamientos y los guarda, aquel es el que me ama; y el que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él… El que no me ama, no guarda mis palabras’ (Juan 14:15-24)”.[12]
El conocer los mandamientos de Dios, como han sido ¡lustrados por la vida y las palabras de Cristo, aumenta nuestra responsabilidad y compromete nuestra lealtad. “Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá”.[13] ¿Cuáles son entonces nuestros compromisos, como adventistas del séptimo día y como obreros, frente a Dios, a su iglesia y al mundo?
“Los adventistas del séptimo día… manifiestan su lealtad al Dios del cielo obedeciendo las leyes de su gobierno”;[14] Y las leyes de su gobierno que están destinadas a regular todos los aspectos de la vida: sus facultades físicas, mentales, sociales y espirituales.
Se nos dice por inspiración divina que en nuestras instituciones “hay una gran necesidad de lealtad a los principios”.[15] Pero la obediencia y el servicio a Dios han de ser sinceros, de corazón; o serán desleales, traidores. “No engañéis vuestras almas. Es el corazón íntegro lo que Cristo aprecia. La lealtad del alma es lo único de valor a la vista de Dios”.[16]
La verdadera lealtad a Dios sólo puede lograrse librándose del señorío del príncipe de este mundo. Leemos: “La redención es aquel proceso por el cual el alma se prepara para el cielo. Esa preparación significa conocer a Cristo. Significa emanciparse de ideas, costumbres y prácticas que se adquirieron en la escuela del príncipe de las tinieblas. El alma debe ser librada de todo lo que se opone a la lealtad a Dios”.[17] La lealtad a Dios implica la dedicación de todas nuestras facultades a quien pertenecen por derecho de creación y de redención. No somos dueños, sino mayordomos de la vida que se nos ha confiado: del tiempo, el cuerpo, los talentos y el dinero; y de los mayordomos o administradores se requiere que sean fieles, porque a su debido tiempo tendrán que dar cuenta de su mayordomía.[18] ¿Somos nosotros administradores fieles, leales al Autor de nuestros días?
La lealtad a Dios se manifiesta también en la debida relación con su iglesia. “La iglesia ha sido organizada para el servicio; y en una vida de servicio a Cristo, la relación con la iglesia es uno de los primeros pasos. La lealtad a Cristo exige la ejecución fiel de los deberes de la iglesia”.[19]
“La iglesia es la agencia de Dios para la proclamación de la verdad, facultada por él para hacer una obra especial; y si le es leal y obediente a todos sus mandamientos, habitará en ella la excelencia de la gracia divina. Si manifiesta verdadera fidelidad, si honra al Señor Dios de Israel, no habrá poder capaz de resistirle”.[20] Y quienes la integren participarán de sus triunfos.
“Aquellos cuya fe y fervor están en proporción con su conocimiento de la verdad revelarán su lealtad a Dios comunicando la verdad, en todo su poder salvador y santificador, a aquellos con quienes se relacionan”.[21] Lo harán con abnegación y espíritu agradecido. “Si mediante grandes esfuerzos y gran sufrimiento pueden obtenerse grandes resultados, ¿quiénes de nosotros que somos objeto de la gracia divina podemos rechazar el sacrificio?… ¿Qué le daremos a Dios por todos sus beneficios para con nosotros? Su incomparable misericordia nunca puede ser pagada. Podemos, sólo por la obediencia voluntaria y el servicio agradecido, mostrar nuestra lealtad y coronar con honor a nuestro Redentor”.[22]
También debemos ser leales con el prójimo. “Los que están dominados por el Espíritu de Dios deben conservar despiertas sus facultades de percepción; porque ha llegado el tiempo en que será probada su integridad y la lealtad a Dios y al prójimo. No cometáis la más mínima injusticia a fin de obtener ventaja para vosotros mismos. Haced a los demás, en los asuntos pequeños y grandes, como quisierais que los otros os hicieran”.[23]
¿Somos leales nosotros con nuestros semejantes? ¿Nos colocamos mental y emocionalmente en su lugar, para compartir sus preocupaciones y sus alegrías? ¿Gozamos con los que se gozan y lloramos con los que lloran? ¿Protegemos su reputación? ¿La de quienes nos precedieron o sucedieron en determinada función o actividad? ¿No traicionamos la confianza de quienes comparten con nosotros sus secretos?
¿Somos leales con los dirigentes de nuestra obra, en instituciones, iglesias, asociaciones, uniones o divisiones, que depositaron en nosotros su confianza? Como dirigentes, ¿recomendamos a otra institución o unidad administrativa, con palabras de elogio o silencio culposo, el nombre de un obrero del cual quisiéramos librarnos? ¿Compartimos abnegada o esforzadamente con los pobres nuestro dinero y con los extraviados nuestro conocimiento del Evangelio?
Todas las obras de bien, todos los triunfos del amor, de la verdad y la justicia, todos los hechos heroicos que honraron a Dios y beneficiaron a la humanidad en el pasado, se debieron a la lealtad de sus ejecutores a las leyes de la vida y a su divino Autor. Y todas las calamidades han sido provocadas, directa o indirectamente, por los desleales y traidores.
Pensemos en algunos de los personajes de la historia sagrada: José en Egipto; Moisés con la vara de Dios en su mano; Daniel en Babilonia, que a riesgo de su vida prefirió ser fiel a los principios que gozar del favor de los reyes; y al mismo tiempo fue intachable en su servicio a más de un imperio. Hablando de él escribió Elena G. de White: “La lealtad a Dios debe tomar el primer lugar, y el temor de ofender al Señor del cielo debe dirigir al cristiano… Dios honró a Daniel, y honrará a cada joven que siga la conducta que siguió Daniel”.[24]
Pensemos en Juan el Bautista, el valiente portavoz del Cielo, que a riesgo de su vida señaló a los grandes sus pecados; el abnegado precursor del Mesías, a quien presentó como “el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, los cordones de cuyo calzado no se consideraba digno de desatar.[25]
“La historiare los profetas y apóstoles nos ofrece muchos nobles ejemplos de lealtad a Dios. Los testigos de Cristo han sufrido cárcel, tormento y la misma muerte antes de quebrantar los mandamientos de Dios. El ejemplo de Pedro y Juan es heroico cual ninguno en la dispensación evangélica. Al presentarse por segunda vez ante los hombres que parecían resueltos a destruirlos, no se advirtió señal alguna de temor ni vacilación en sus palabras y actitud. Y cuando el pontífice les dijo: ‘¿No os denunciamos estrechamente, que no enseñaseis en ese nombre? y he aquí, habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de este hombre,’ Pedro respondió: ‘Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres’ ”.[26]
Pensemos en el apóstol Pablo. Su lealtad a Cristo y a “la visión celestial no flaqueó jamás, ni frente a la cárcel, los azotes o la muerte. Casi al final de su ministerio declaró: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios”. “Porque yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, más aún a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús”.[27]Y ahora, en los últimos días del “tiempo del fin”, de sucesos y presagios alarmantes, “Dios llama a hombres de fidelidad inquebrantable. En caso de emergencia no tiene lugar para hombres de dos caras”.[28] No puede depender de un Caín, un Saúl o un Judas.
“Ya los juicios de Dios están en la tierra, según se ven en tempestades, inundaciones, tormentas, terremotos, peligros por tierra y mar.
El gran YO SOY está hablando a aquellos que anulan su ley. Cuando la ira de Dios se derrame sobre la tierra, ¿quién podrá subsistir? Ahora es cuando los hijos de Dios deben mostrarse fieles a los buenos principios. Cuando la religión de Cristo sea más despreciada, cuando su ley sea más menoscabada, entonces deberá ser más ardiente nuestro celo, y nuestro valor y firmeza más inquebrantables. El permanecer de pie en defensa de la verdad y la justicia cuando la mayoría nos abandone, el pelear las batallas del Señor cuando los campeones sean pocos, ésta será nuestra prueba. En este tiempo, debemos obtener calor de la frialdad de los demás, valor de su cobardía, y lealtad de su traición”.[29]
¿Qué? ¿Será posible que la mayoría de los que nos acompañaban en los días de relativa tranquilidad nos abandonarán en los tiempos angustiosos que nos aguardan? Quiera Dios evitarlo. Pero se nos advierte que ahora “entre nuestros ministros y creyentes hay muchos que están hollando bajo sus pies los mandamientos de Dios”.[30]
“Conforme vaya acercándose la tempestad, muchos que profesaron creer en el mensaje del tercer ángel, pero que no fueron santificados por la obediencia de la verdad, abandonarán su fe, e irán a engrosar las filas de la oposición… Hombres de talento y elocuencia, que se gozaron un día en la verdad, emplearán sus facultades para seducir y descarriar almas. Se convertirán en ¡os enemigos más encarnizados de sus hermanos de antaño”.[31]
“Dejad que la oposición se levante, que el fanatismo y la intolerancia vuelvan a empuñar el cetro, que el espíritu de persecución se encienda, y entonces los tibios e hipócritas vacilarán y abandonarán la fe; pero el verdadero cristiano permanecerá firme como una roca, con más fe y esperanza que en días de prosperidad”.[32] Sí, la lealtad de los sinceros de corazón crecerá
frente a la adversidad. “En Apocalipsis 14 Juan contempla otra escena. Ve un pueblo cuya fidelidad y lealtad a las leyes del reino de Dios, crecen con la emergencia. El desprecio manifestado a la ley de Dios solamente los hace revelar más decididamente su amor a esa ley. Ese amor crece con el desprecio que se manifiesta a ella”.[33]
“Para el corazón leal, los mandamientos de los hombres pecaminosos y finitos son insignificantes frente a la palabra del Dios eterno. Obedecerán a la verdad aunque el resultado haya de ser encarcelamiento, destierro o muerte”.[34]
Ahora debemos servir lealmente a Dios, a su iglesia y a la humanidad, con plena confianza en las promesas de nuestro supremo Conductor. “Aguardar con paciencia, confiar cuando todo parece sombrío, es la lección que necesitan aprender los dirigentes de la obra de Dios… El que fue la fortaleza de Elias es poderoso para sostener a cada hijo suyo que lucha, por débil que sea. Espera de cada uno que manifieste lealtad, y a cada uno concede poder según su necesidad”.[35]
Y finalmente, como la hipocresía, la deslealtad y la traición tienen su correspondiente y justo castigo, también la sinceridad, la fidelidad y la lealtad tienen su recompensa, y la tendrán por la eternidad. “El que ha señalado a “cada uno su obra’, conforme a su capacidad, jamás dejará sin recompensa al que haya cumplido fielmente su deber. Toda acción de lealtad y fe será coronada con muestras especiales del favor y la aprobación de Dios”.[36]
Referencias
[1] Martín Alonso, Enciclopedia del Idioma.
[2] Hech. 17:28.
[3] Patriarcas y Profetas, pág. 30.
[4] Ibíd., págs. 34, 35.
[5] Isa. 53:3.
[6] 2 Cor. 5:19, 18.
[7] Rom. 5:12; 1 Cor. 15:45, 22.
[8] Sal. 40:8; Mat. 5:18.
[9] Luc. 22:42, 44; Juan 8:29; Fil. 2:8.
[10] Heb. 4:15; Juan 15:10.
[11] Obreros Evangélicos, pág. 28.
[12] Palabras de Vida del Gran Maestro (edición de 1960), pág. 265.
[13] Luc. 12:48.
[14] Joyas de los Testimonios, t. 2, pág. 277.
[15] Medical Ministry, pág. 73.
[16] Testimonies, t. 5, pág. 73.
[17] El Deseado de Todas las Gentes, pág. 297.
[18] Luc. 16:2; 1 Cor. 4:2.
[19] La Educación (edición de 1964), pág. 261.
[20] Hechos de los Apóstoles, pág. 479.
[21] Testimonies, t. 8, pág. 118.
[22] Testimonies, t. 5, pág. 87.
[23] Hijos e Hijas de Dios, pág. 166.
[24] Ibíd., pág. 176.
[25] Juan 1:29.
[26] Hechos de los Apóstoles, pág. 67.
[27] Hech. 20:24; 21:13.
[28] Mensajes Selectos, t. 2, pág. 174. 29
[29] Joyas de los Testimonios, t. 2, pág. 31.
[30] Hechos de los Apóstoles, pág. 403.
[31] El Conflicto de los Siglos, pág. 666.
[32] Ibíd., pág. 660.
[33] SDABC t. 7, comentarios de Elena de White, pág. 981.
[34] Patriarcas y Profetas, pág. 376.
[35] Ibíd., pág. 129.
[36] Servicio Cristiano (edición de 1959), pág. 329.