“¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?” Para tener poder en el púlpito, uno tiene que creer. Creer en Cristo, en primer lugar, y en el mensaje bíblico. Pablo lo llama “el misterio”. Si usted y yo estamos seguros del mensaje bíblico, no seremos condescendientes con la mente moderna que pareciera deleitarse con las preguntas más que con las respuestas.

Hace veintiocho años me dijo un profesor del Seminario: “Conforme avance la predicación, avanzará la iglesia”. Su comentario fue para mí algo así como una relación amorosa con la labor homilética. Con gran entusiasmo inicié el estudio de la historia de la predicación y descubrí que formo parte de una larga línea de predicadores que después de pasar por Moody, Jonathan Edwards, Wesley, Calvino y Lutero, se extiende hasta el apóstol Pablo, Jesucristo mismo, los profetas del Antiguo Testamento, y comienza con Dios el Padre, cuya Palabra en ocasión de la creación puso en movimiento al mundo, y en el Sinaí le otorgó al ser humano la guía para su vida. Descubrí que el reavivamiento, la reforma y la vida espiritual de la iglesia dependen de la proclamación del mensaje de la Biblia.

En ese momento, tomé dos decisiones importantes: en primer lugar, que, en mi ministerio, la predicación tendría la prioridad. La segunda, que dedicaría todo el tiempo y energía posibles al estudio y a la práctica de la homilética. Nunca me he arrepentido de esas decisiones, y si fuera necesario las volvería a tomar. A decir verdad, ha habido ocasiones en mi ministerio en las que he reafirmado esas decisiones.

Como puede verse, creo en la predicación.

Estoy convencido del poder de la predicación por lo que ha hecho por mí, tanto en mi calidad de predicador como en mi condición de oyente. Sin la predicación, la gente no escucharía los truenos procedentes del Sinaí, no oiría la gracia proveniente de la cruz, no sabría del interés que Dios manifiesta desde el santuario celestial, ni tendría esperanza para el futuro.

Para tener poder en el púlpito, uno tiene que creer. Creer en Cristo, en primer lugar, y en el mensaje bíblico —Pablo lo llama “el misterio”. Luego debemos creer en nuestro llamado al ministerio y en el poder de la predicación, que pertenece al “ministerio de la reconciliación” (2 Cor. 5:18-20).

Creer en el Evangelio

Pablo testificó ante los corintios: “Creí, por lo cual hablé, nosotros también creemos, por lo cual también hablamos” (2 Cor. 4:13). Este versículo está ubicado en el contexto de un pasaje conmovedor en el cual Pablo habla acerca del ministerio de una manera muy personal con relación al Evangelio, el llamado al ministerio y la predicación. Tanto la estructura de su predicación como el concepto de su función como predicador se derivan de su encuentro con Cristo, su conocimiento de Cristo y su fe en Cristo. Su predicación, por lo tanto, era histórica, redentiva y personal. Sobre una predicación tal, la fe y las obras de la iglesia o se mantienen firmes o se derrumban.

Creo que el mejor ejemplo bíblico de la relación entre el mensaje, el predicador, la predicación y los resultados, es el relato de Ezequiel acerca del valle de los huesos secos. Cuando predicó el mensaje que Dios le dio a esos huesos muertos, ¡recibieron el don de la vida! No fue porque predicó, sino por predicar el mensaje que Dios le dio.

No podemos sacar algo de la nada —ni en el púlpito ni en ninguna otra parte. En cambio, Dios sí puede. Debemos comenzar con lo que se nos dio. No es que debamos apoderarnos de la verdad, sino que la verdad debe apoderarse de nosotros. Debe sacudirnos y arrancarnos de nuestro intelectualismo orgulloso, de nuestras propias opiniones.

Si usted y yo estamos seguros del mensaje bíblico, no seremos condescendientes con la mente moderna que pareciera deleitarse con las preguntas más que con las respuestas. Hoy día se sospecha de una fe bien fundada. Se la denomina fanática, ignorante, sofisticada, carente de información por aquellos que creen tener conocimientos esotéricos que nadie más posee. Seríamos mejor aceptados en el mundo moderno si creyéramos menos y dudáramos más. ¡Pero eso no puede salvar a una sola alma!

Un intelectual adventista me preguntó recientemente: “¿En realidad se siente optimista acerca de nuestro mensaje y el futuro de nuestra iglesia?” Me sorprendió de tal manera la pregunta que no le pude responder inmediatamente. ¡Pero, sí! ¡Claro que sí! ¿Me hará eso perder el paso? Si es así, marcharé solo —pero no creo que tenga que hacerlo. El no creer en el mensaje bíblico o en la predicación, es como pelear con almohadas, armado sólo con una funda —excepto, clan el negocio en el cual estampé pelea con almohadas.

Demasiado a menudo permitimos que nuestras dudas permanezcan sin ser desafiadas ¿Qué sucedería si hiciéramos frente? ¿Porqué no luchamos con ellas como Jacob luchó con Dios en Peniel? ¿Qué en cuanto a creer en nuestras creencias y dudar de nuestras dudas?

Si no creemos, no tenemos ningún derecho a predicar. Si el mensaje no surte efecto en nuestras vidas, tampoco lo hará en las vidas de los que nos escuchan. Pero si creemos, ¡debemos predicar! Si el mensaje bíblico nos ha envuelto y sacudido, existen grandes posibilidades de que por nuestro intermedio también haga efecto sobre los que nos escuchan. Si creemos, predicaremos con pasión; es allí donde también nosotros nos sorprenderemos por los pensamientos que recibiremos del Espíritu Santo. Debemos llegar a comprender con el corazón lo que la mente ya conoce. Sólo cuando la verdad haya encendido el corazón del predicador, podrá calentar el frío corazón de los demás.

Para predicar bien y con poder, debemos preparar nuestros sermones con devoción y oración. Los predicadores debemos estar dispuestos a predicar. Nosotros preparamos los sermones, el Espíritu Santo nos prepara a nosotros. Como dijera Sangster, la mejor predicación se lleva a cabo no cuando hablamos bien, sino cuando Él ha hablado “por medio de nosotros”.

El estudio de la Palabra es importante; nos hace profundos. Pero ¡ay de vosotros y ay de mí —y ay de la iglesia— si nuestro estudio sólo sirve para agudizar nuestra percepción sin agudizar nuestra espiritualidad! Tan importante como el estudio de la Palabra, es la oración acerca de la Palabra que nos abriga. ¿Sabe usted lo que hace la oración por la predicación? Nos conduce a lo más específico. Nos hace ver lo honesto, nos permite ver la necesidad de nuestra gente. Nos muestra lo que realmente importa. Nos ayuda a deshacernos de nuestro orgullo y de la arrogancia. Nos conecta con la mente divina. Nos vacía para que el Espíritu nos pueda llenar. Nos aleja de nuestro propio poder para que Dios nos pueda dar el suyo.

Es la convicción la que convierte. Es peligroso sentarse a los pies de un predicador que tiene una sólida convicción. Ellos no usan el método de “sin compromiso”: “bajo las circunstancias esto podría ser cierto”. Más bien, ellos insisten: “Esto es lo que dice Dios”. Si no sabemos lo que es verdad y lo decimos como que es verdad, nadie tomará en cuenta lo que digamos.

Creer en la predicación

No necesitamos profundizar demasiado en las cartas de Pablo para percibir que no sólo creía en el Evangelio, sino también en lo que fue llamado a ser. Creía en la predicación. Para él, el llamado a predicar era tan importante como el llamado a ser cristiano y apóstol. Estaba completamente seguro de su fe en Cristo. Siempre hablaba de Cristo, del Evangelio y de predicar en relación a ambos. Para Pablo, eran realidades inseparables.

Pero ahora somos nosotros los que estamos en escena. Es nuestro turno. Pablo cumplió con su ministerio. Nosotros debemos cumplir con el nuestro. ¿Qué significa para nosotros el llamado a ser predicadores?

Pablo se enfrentaba con la resistencia a Cristo y al Evangelio. Le hizo frente al escepticismo y a la irreligiosidad. Hizo frente a diferentes formas de secularismo y materialismo. Separados por casi dos milenios de la experiencia del apóstol, hacemos frente a un desafío similar y a la vez sumamente diferente. Además de las dificultades a las que Pablo hizo frente, tenemos que tratar con una mentalidad científica para la cual es sumamente difícil ejercer fe.

Por causa de estos desafíos, algunos predicadores han perdido la fe en la predicación. Creen que predicar es un medio de comunicación anticuado, relegado al basurero de la historia. ¿Será esto verdad? ¿Será que Jesús ya no habla por medio de la predicación?

Pablo dijo a los romanos que no podrían creer, ni invocar al Señor ni oír hablar de Cristo a menos que fuera por medio de un predicador (Rom. 10:1-15). El hecho de que algunas personas se niegan a escuchar o lo hacen con indiferencia, no significa que Jesús haya dejado de transmitir sus mensajes por medio de la predicación. Tenemos evidencia de que todavía hay vidas que se transforman por medio de la predicación de la Palabra de Dios. Naciones enteras han sido transformadas por la predicación de hombres como Lutero, Calvino y Edwards. La predicación de la Reforma y los reavivamientos wesleyanos alteraron la historia. La predicación de Whitefield, Spurgeon, Moody, Sunday y Graham conmovieron profundamente ciudades como Londres y Nueva York. Hace cien años todo el norte de Finlandia y parte de Suecia fueron transformados por la predicación de un campesino ambulante.

No olvidemos que Dios hizo de su Hijo un predicador. Una de las primeras cosas que nos dice Marcos acerca de Jesús es que “vino a Galilea predicando” (Mar. 1:14). Desde entonces, la iglesia cristiana ha tenido predicadores. Lo que Dios ha unido —predicador, mensaje, método— que nadie lo separe. No tendremos poder en la predicación si no creemos en ella. Y si creemos en ella, trabajaremos arduamente en su favor. Trabajaremos tesoneramente en relación a la obra teológica, pastoral y evangelística. Si creemos en la predicación, no pensaremos que ya no hay nada que podamos aprender al respecto.

Además, estaremos dispuestos a sufrir por amor a nuestra predicación del mismo modo que Pablo y otros predicadores. La dedicación al ministerio se prueba por la disposición a sufrir lo que se nos exija a fin de llevarlo a cabo.

Nuestra iglesia apoya nuestra creencia en la predicación, ubicando la predicación de la Palabra como la primera de las cuatro áreas básicas del ministerio por las cuales se nos hace responsables, a saber: predicar, pastorear, capacitar y evangelizar. En 1894 Elena de White escribió: “La predicación del Evangelio es la manera en que Dios convierte las almas de los hombres”.[1] En 1898 declaró: “La predicación de la Palabra no debe ser subestimada”.[2] Y en 1901: “La predicación del Evangelio es el método grandioso del Señor para salvar almas”.[3]

Obviamente sus puntos de vista sobre la predicación eran progresistas, resultado de la experiencia y la reflexión. Ella observaba y analizaba práctica y teológicamente lo que hacía la proclamación del mensaje en público. Aquí, sirve como ejemplo inspirador para todos los predicadores adventistas del séptimo día. Creía en la predicación, y modeló esa creencia para nuestro beneficio. No hay duda del poder de su influencia como predicadora sobre esta iglesia.

Hoy no es que necesitemos una teología distinta. ¡Necesitamos predicadores renovados! ¡Predicadores que conozcan a Jesucristo y que hayan dedicado sus vidas a predicar el mensaje bíblico!

Usted y yo somos los receptores de una tradición homilética distinguida. Agradezcamos a Dios por ella; aceptémosla, y prediquemos con toda la pasión, alma y fe de que seamos capaces.    

Sobre el autor: es profesor de Homilética y Adoración y director de vida estudiantil en el programa de doctorado en ministerio del Seminario Teológico Adventista de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan.


Referencias:

1] Manuscrito 38.

[2] Manuscrito 107.

[3] Carta 11.