Todas las cosas terrenas hablan de decaimiento y disolución. Esta morada del hombre, maldita por el pecado, ha sido un lugar de duelo y aflicción, un lago de lágrimas, un jardín agostado por el dolor y los sueños frustrados, desde el día en que Dios pronunció el terrible dictamen sobre Adán y Eva en ocasión de su separación de las dulces aguas del Edén.
Pero un rayo de esperanza brilla en medio de la tristeza. A través del prisma de las lágrimas contemplamos el arco de la promesa de Dios. Rodeados por las tinieblas del sepulcro contemplamos al que mora en la luz inaccesible.
En los textos leídos descubro tres lecciones provechosas.
“Sécase la hierba”. Aquí se sugiere la fragilidad del hombre y la brevedad de su vida.
“Florece como la flor del campo”. Esta es una acertada comparación con la nobleza de la vida fructífera como la consideran los hombres.
“Mas la palabra de Dios nuestro permanece para siempre”. Estas palabras infunden confianza a los moradores de un mundo en el que todo cambia y perece.
Nuestro misericordioso Padre, que nos ama como a hijos suyos, nos ha dejado estos mensajes para que cobremos ánimo en estos días finales y confiemos en él.
“Mejor es ir a la casa del duelo que a la casa del banquete… El pesar es mejor que la risa; porque con la tristeza de la cara se mejora el corazón”.
Según esto, Dios tiene en vista un propósito al permitir la aflicción y la tristeza humanas. Pienso si en la actualidad podemos aprender alguna lección de ello, porque somos demasiado lentos para percatarnos del significado de los secretos de la mano guiadora de Dios.
Cuán trágicos son los resultados de la caída del hombre, según los vemos en las señales de la carga del pecado estampadas en el cabello encanecido, el rostro arrugado y el paso vacilante del anciano, y en el testimonio mudo de las tumbas de innumerables ciudades de los muertos.
Las semillas que se pudren en la prolongada humedad de la primavera, las plagas que destruyen la esperanza de la cosecha estival, son recordatorios de la maldición que el pecado acarreó a este mundo para aumentar el dolor humano.
Y a pesar de esto, el sabio dice que “el corazón de los sabios está en la casa del duelo”, porque allí es donde comprendemos nuestra dependencia del que declaró: “Toda carne es hierba”. “Que pasó el viento por ella, y pereció; y su lugar no la conoce más”.
Hay un ministerio por los enlutados que nos conduce a comprender nuestra herencia común como miembros de la familia de Dios. ¿No hemos pecado todos, y hemos sido destituidos de la gloria de Dios? Pero agradezcámosle, porque no nos abandona en la casa del duelo. “Vendré otra vez —dijo Jesús—, y os tomaré a mí mismo: para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).
No es suficiente reconsiderar la pérdida de nuestro hogar edénico y la miseria que ha sobrevenido como consecuencia a la humanidad. En medio de reinos que se desmoronan, de planes humanos frustrados y de confusión social, ¡cuán reconfortantes son las promesas de Dios! La hermosura del Edén será restaurada en una tierra donde no existirán la enfermedad ni la maldición, donde no se conocerá la parálisis ni el agotamiento. “Y he aquí, yo vengo presto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según fuere su obra” (Apoc. 22:12).
¡Bendita promesa! ¡Apresúrate, oh día eterno!
Sobre el autor: Redactor asociado de libros de la Review and Herald.