La diferencia fundamental entre liderazgo y administración, incluso en un ambiente secular, se encuentra en la calidad de las relaciones que se entablan en una organización determinada.

La búsqueda de líderes espirituales eficaces se remonta a los primeros anales de la historia del pueblo de Dios. Ese esfuerzo, por supuesto, prosigue hoy en un mundo dominado por organizaciones que funcionan sobre la base de complejas estructuras administrativas, que a veces imponen a la iglesia algunas personas bien intencionadas. Esta imposición implica la aplicación, a la iglesia, de ese perturbador desafío presentado por John Kotter, profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Harvard, quien declaró que la mayor parte de las corporaciones seculares cuenta “con demasiada administración y poco liderazgo”.[1] ¿Cómo podemos saber cuándo se está liderando a la iglesia en lugar de administrarla? ¿En qué se diferencian estos dos conceptos? Y, ¿cuál de los dos debe aplicar un pastor que está verdaderamente dirigido por el Espíritu?

Administración y liderazgo

La diferencia fundamental entre liderazgo y administración, incluso en el ámbito secular, se encuentra en la calidad de las relaciones que se entablan en una organización determinada. La administración se basa en el control para lograr sumisión; en cambio, el liderazgo se funda en relaciones interdependientes, que conducen a una cordial dedicación a la tarea común. Ambos tienen el mismo foco y los mismos objetivos, pero tratan de llegar a destino por caminos diferentes. Para liderar, especialmente desde el punto de vista espiritual, el pastor debe evitar depender de los controles tan comunes a las organizaciones que se basan en métodos administrativos.

El concepto bíblico de mayordomía es, a grandes rasgos, equivalente al de administración. Tanto la mayordomía como la administración implican responsabilidades compartidas, y la autoridad necesaria para controlar los recursos humanos y materiales. Por eso, al mayordomo se le confieren los recursos administrativos que le permiten ejercer el control necesario de lo que es responsable.

Eliezer, el mayordomo de Abraham, administraba la casa de su patrón, y en ese carácter se le encomendaron importantes decisiones; un ejemplo de las cuales fue la búsqueda de una esposa para Isaac (Gén. 24). El único límite a su autoridad administrativa era Abraham mismo, y lo que comprendía la “casa” de Abraham.

Del mismo modo, en el Nuevo Testamento encontramos la palabra oikómenos (Luc. 16:2, 3; 1 Cor. 4:1, 2; lito 1:7; 1 Ped. 4:10), es decir, un nema (administrador) de la oikos (casa); alguien que administra o maneja la casa de su patrón. “Se usa la palabra para describir las funciones de alguien en quien se delegan responsabilidades, como es el caso de la parábola de los labradores y del siervo injusto”.[2]

La administración implica una relación que se basa en transacciones, ya que permite a los que son objeto de la administración que dediquen a algo su tiempo y sus talentos, a cambio de recompensas financieras o de algún otro carácter.

Russ Moxley afirma, en su obra Leadership and Spirit [El liderazgo y el Espíritu], que esa relación, gobernada por leyes y reglamentos, procura que haya conformidad, y puede implicar o no la dedicación de los administrados.[3]

Puede haber o no liderazgo en el contexto de la administración; pero se puede producir muy fácilmente en el contexto de una asociación libre. El liderazgo no depende de estructuras coercitivas, y se lo suele ver así solo como consecuencia de que, por lo común, se lo ha confundido con la administración.

El modelo de liderazgo que se basa en las relaciones (a diferencia del coercitivo) implica que haya un grupo de personas que se asocie libremente para alcanzar un objetivo común. Además, este tipo de relación no es “transaccional”; es decir, no se trata de dar para recibir. Al contrario, la dedicación del grupo o la comunidad hace las veces de palanca, y proporciona el incentivo necesario para que esta se incremente.

Por eso, si un administrador decide liderar en lugar de administrar, debe ponerse por encima de las estructuras que imponen la conformidad. En lugar de ello, debe establecer relaciones basadas en el respeto, la confianza y la fortaleza.

Y, ¿el pastor?

¿Qué podemos decir del pastor a este respecto? ¿Se espera que administre o que lidere? ¿Existen los controles necesarios para que pueda administrar? ¿Está investido de suficiente autoridad como para administrar, con el fin de lograr conformidad a un conjunto de reglas, reglamentos o normas? Las personas que supuestamente debe motivar, ¿han firmado un contrato que le permite a él controlar su conducta?

¡No! Los miembros de la iglesia lo son por libre decisión; no hay en ella una relación administrativa. La excepción sería un pastor a quien se le pide que administre una iglesia con personal contratado, pero aun en ese caso, su administración no va más allá de las personas contratadas.

Al pastor no se le confiere un poder personal sobre los miembros. Puede decidir alcanzar un fin o un objetivo determinados pero, en última instancia, es la iglesia la que decide, y por eso mismo es ella la que tiene autoridad.

Cuando el pastor trata de ejercer influencia sobre el cuerpo de la iglesia, debe respetar a los que sirve. No es administrador; no puede controlarlos.

El pastor, por definición, es parte de un proceso de liderazgo, pero su éxito como líder depende de que fomente relaciones sanas. Ignorar esta realidad y asumir controles sin disponer de la autoridad necesaria termina en frustración y en una interrupción del proceso. Las relaciones que necesitan sin falta un buen liderazgo pastoral no se pueden desarrollar en el contexto de la coerción, desprovista de las recompensas y los castigos de una administración normal, legítima y reconocida.

El deseo de los clérigos profesionales de administrar recurriendo a su poder personal ha ejercido una influencia negativa en el curso de la historia de la iglesia. Como ejemplo, las doctrinas del purgatorio y el infierno eterno confirieron gran poder al clero de la Edad Media sobre una feligresía generalmente ignorante. Estas y otras enseñanzas similares, capaces de infundir temor, proveyeron las estructuras coercitivas de sometimiento que necesitaba una iglesia que administraba. La historia de la iglesia revela la constante tendencia que hubo a recurrir a los controles por parte de una iglesia administradora. Con eso, se ponía a un lado al feligrés, pieza vital del edificio de la iglesia al que se refirió Pedro.

La naturaleza espiritual del liderazgo del pastor

El liderazgo en el contexto de la iglesia se basa en el Espíritu. Es diferente del modelo corporativo. Se debe ejercer un cuidado intencional a fin de mantener la diferencia entre los dos. El modelo corporativo, incluso el más bondadoso y amable, actúa en un marco administrativo.

La iglesia (no la confundamos con la estructura denominacional que dispone de empleados contratados) obra fuera de los parámetros de la estructura corporativa. Nació del Espíritu Santo, y existe en buena medida como un medio de ejercer influencia sobre el espíritu humano.

Jesús llama a sus seguidores a participar de una relación transformadora que requiere que dejen todo. El proceso de transformar a los discípulos en una comunidad de líderes se basaba en la sencilla disposición de ellos a seguirlo y a aprender de él. Jesús alimentaba el espíritu humano de ellos mediante una íntima relación con él. Lo seguían voluntariamente, experimentaban la transformación y, entonces, fortalecidos por el Espíritu, salían a liderar en el contexto de un conjunto de gente igualmente dotada y que había sido llamada también. Jesús lideraba; no administraba a sus discípulos.

Más todavía: les enseñó a ser líderes, no administradores. La disposición de Pedro a usar la espada (Mat. 26:51), el informe de Juan acerca de que los discípulos deseaban prohibir a alguien que echara fuera demonios en el nombre de Jesús (Mar. 9:38) y la reprensión dirigida a los niños que deseaban acercarse al Maestro (Luc. 18:16) sugieren que el control del tipo coercitivo era algo natural en los discípulos. En cada uno de esos casos, el Señor indicó una manera diferente de obrar.

Necesitaban que sus corazones se transformaran, para así poder abandonar esa mentalidad de gente que da órdenes y adoptar, en cambio, el papel de líderes de una comunidad.

El liderazgo espiritual depende profundamente de quién sea el líder y no de lo que haga. La palabra clave, en este caso, es “carácter”. Se necesita un carácter transformado a fin de que exista un eficaz liderazgo espiritual. Mientras que en el ambiente de la administración el carácter solo tiene valor si se logran la conformidad y la productividad deseadas, el liderazgo espiritual no puede existir sin un carácter semejante al de Cristo.

Si no existe un carácter transformado, la conducta obvia serán las órdenes y el control. Eso puede funcionar en una corporación, pero no en la iglesia local.

El Espíritu Santo proporciona a cada miembro del cuerpo lo que necesita para participar en el liderazgo de la iglesia. Aunque en el modelo común de liderazgo se enfatiza el hecho de que una persona, o a lo sumo unas pocas, están a cargo, en el modelo espiritual el liderazgo es una función de la comunidad llena del Espíritu: cada miembro ha sido transformado, y está dotado para contribuir al liderazgo.

El líder que desempeña un cargo (ya sea funcionario denominacional o pastor, etc.) es importante en función del proceso de liderazgo, pero es solo parte de un gran conjunto. El modelo administrativo está tan arraigando en nuestro concepto del liderazgo, que nos resulta difícil separar nuestra idea del líder individual o dirigente, y aceptar el increíblemente abarcador concepto de liderazgo que encontramos en el Nuevo Testamento.

El liderazgo, en general, requiere la unión de dos elementos básicos: (1) una relación de compromiso entre una o más personas, y (2) las competencias necesarias para el cumplimiento de la misión. El liderazgo espiritual se caracteriza por lo siguiente: (1) una relación de compromiso gobernada por el fruto del Espíritu y (2) competencias impartidas por el Espíritu Santo, que capacitan a la iglesia para un servicio eficaz.

El fruto del Espíritu: una característica del liderazgo espiritual

El liderazgo requiere una modificación del aforismo que dice: “No se trata de lo que conoces, sino a quién conoces”. En lugar de ello, se trata de lo que conoces (competencia) y (en lugar de sino) a quién conoces (relaciones). Estos son los ingredientes de un verdadero liderazgo espiritual; y por supuesto que el Espíritu Santo dirige los dos.

La transformación espiritual del carácter cristiano se echa de ver por el fruto del Espíritu: amor, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe (fidelidad), mansedumbre y temperancia (dominio propio) (Gál. 5:22, 23). Estas características o cualidades de conducta, se combinan con los dones -o competencias- que ha elegido el Espíritu, que provee los medios por los cuales las personas transformadas contribuyen a la misión de la iglesia en el conjunto de su cuerpo.

El fruto del Espíritu llega a ser la norma por medio de la cual se puede medir todo lo que hace un líder. Los líderes espirituales que actúan como administradores deben hacerlo, de acuerdo con la Palabra de Dios, de una manera que concuerde con estas características, incluso cuando les toque administrar disciplina. No puede haber una situación que permita a un líder espiritual renunciar a la expectativa de servir en conformidad con las normas de conducta contenidas en el fruto del Espíritu.

A diferencia de los dones del Espíritu, que se distribuyen entre los miembros del cuerpo sin la menor intención de que todos posean todos los dones, el fruto del Espíritu en su totalidad es norma para todos los que participan en el proceso del liderazgo. A fin de que las relaciones del cuerpo sean sanas, es necesario que haya una constante manifestación de esas cualidades.

Todas las manifestaciones de este fruto tienen que ver con las relaciones, y fluyen de un corazón transformado. Este principio está resumido en las palabras de Jesús: “Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22:38, 39).

Una conducta amante, manifestada por el fruto del Espíritu, no es una opción para el líder espiritual. Es una expectativa; es decir, se espera que obre así. Las circunstancias no justifican que se deje a un lado la conducta identificada con el fruto del Espíritu, ni siquiera temporalmente. La conducta amante, incluso frente a las peores situaciones, marca el carácter transformado del líder espiritual.

El pastor como líder espiritual

El pastor ha sido llamado a ser un líder espiritual de la misma manera en que lo fueron los miembros: (1) un carácter transformado que revela el fruto del Espíritu y (2) dones específicos de liderazgo tendientes a contribuir con eficacia al crecimiento y el éxito de la iglesia. Ambos aspectos encuentran su origen en el servicio lleno de gracia del Espíritu Santo.

Puesto que el “yo” desaparece en el proceso de la transformación, la atención del pastor está dirigida hacia los demás y no a sí mismo. El carácter de su ministerio en favor de la iglesia es un reflejo del modelo dado por Jesús en su relación con sus discípulos.

Como modelo de liderazgo espiritual, con paciencia y consistencia, Jesús vivió una vida que nutrió y modeló a sus seguidores a fin de que llegaran a ser un conjunto de líderes espirituales. Su servicio nunca fue egoísta; al contrario, siempre manifestó un amor apasionado por aquellos que estaban a su cuidado.

Jesús llama a los pastores para que desempeñen ese mismo papel de siervo-líder. El pastor facilita el desarrollo de estos dos aspectos del liderazgo espiritual entre los miembros cuando apoya el proceso de transformación del carácter que conduce a la clara demostración del fruto del Espíritu, y al descubrimiento y la implementación de los dones que el Espíritu confiere a cada miembro.

Mediante este ministerio, el pastor fomenta la constante transformación, y la preparación de la iglesia para el proceso del liderazgo espiritual en la comunidad.

En resumen, el liderazgo espiritual implica participar en el proceso de cambio que se produce entre los que llamamos siervos del Maestro. Se trata de participar en este proceso de tal manera, que atraiga gente a la comunidad de la fe y contribuya a su asimilación por parte del cuerpo. Se trata de capacitar a los demás, con toda intención, para que reciban el manto del liderazgo espiritual y se unan al proceso reproductivo de edificar el Reino de Dios. Se trata de convertirse en “paracletos” en sociedad con el Espíritu, que está formando una comunidad global de líderes espirituales; no de gerentes o administradores.

¡Qué importante es que notemos la diferencia!

Sobre el autor: Doctor en Teología. Es experto en relaciones interconfesionales y ex director de Asuntos Públicos y Libertad Religiosa de la Asociación General.


Referencias

[1] J. Thomas Wren, editor, The Leader’s Companion [El compañero del líder] (Nueva York: The Free Press, 1990), p. 114

[2] D. R. W. Wood y J. H. Marshall, New Bible Dictionary [Nuevo diccionario bíblico], 3a edición (Downers Grove, Ill.: InterVarsity Press, 1996).

[3] Russ S. Moxley, Leadership and Spirit [El liderazgo y el Espíritu] (San Francisco: Jossey-Bass, 2000), pp. 51, 85, 100.