La larga manguera de los bomberos serpenteaba por el camino de entrada a la casa y parecía una gigantesca serpiente pitón lista para atacar. El ruido de las botas de los bomberos en la empapada alfombra de la sala era suficiente evidencia de que hubo un ataque. Se necesitarían semanas para eliminar los daños producidos por el agua, el calor y el humo del incendio matutino. La parte externa de la casa estaba intacta, pero mucho de su contenido necesitaría ser reemplazado.
Tintando me senté junto a Susana mientras nuestros esposos hablaban con los bomberos que estaban a punto de retirarse. La tenue niebla matutina se mezclaba con el humo que permanecía en los alrededores y me hacía pensar que todo había sido solamente una pesadilla.
-Sencillamente no lo puedo creer. No lo puedo creer.
El rostro tiznado de Susana tenía algunos surcos limpios que las lágrimas habían marcado.
Mis propias palabras se ahogaban en mi garganta. Sólo podía transmitirlas reforzando la presión de mi brazo alrededor de sus hombros. Ella comprendió mis palabras silenciosas.
Unos pocos días más tarde me detuve en la casa de Anita para devolverle un molde que me había prestado. No pasó mucho tiempo antes que la conversación se dirigiera hacia nuestros hijos y los desafíos que plantea la edificación del carácter de ellos. Las madres tienen ideales muy altos para sus hijos. Pero la frustración de Anita con su único hijo, de la misma edad que el mío, la animaba a querer devolver su título de madre. Hablamos acerca de las realizaciones y los fracasos, comparando nuestros recuerdos acerca de lo que funcionó aquí y de lo que no funcionó allá. Cuando estaba a punto de irme, sus lágrimas se habían secado, selladas con la promesa de que oraríamos más la una por la otra.
Hacía sólo 15 minutos que había llegado de la casa de Anita, cuando sonó mi teléfono. Al contestarlo oí un sollozo en el otro extremo de la línea. Lo había escuchado suficientes veces como para saber a quién pertenecía. Sara tenía un problema en su matrimonio, y yo había estado aplicando vendas emocionales. O no le estaban haciendo ningún bien o le gustaba mi manera de ponerlas.
Diez minutos más tarde, colgué el receptor del teléfono y quedé con la mirada en el vacío. Mis emociones subían y bajaban como un yoyó. En cada ascenso me acordaba de otra situación dramática. Parecía un fluir incesante de lágrimas. La declaración de Jeremías: “Ríos de agua echan mis ojos” (Lam. 3:48) se aplican a muchas personas. Suspiré, deseando poder hacer más para aliviar el dolor ajeno.
La caja sobre la mesa
Miré la biblioteca que estaba frente a mí sin verla. Un perro ladró afuera, atrayendo mi mirada hacia la ventana, y luego hacia la mesa de la sala. Mis ojos cayeron sobre una caja adornada con flores que contenía pañuelos de papel. Pañuelos. Había entregado tantos últimamente que casi me sentía accionista de la compañía. Mi ministerio estaba lleno de lágrimas. Lágrimas alegres, lágrimas tristes, lágrimas de gozo, de dolor, de frustración, y de desesperación.
Pero pañuelos, pañuelos. No, ciertamente no. Pero sí, tal vez podría ser. Hay muchos ministerios: de la radio, del canto, de la televisión, de los casetes, ’y muchos otros. El ministerio de mi esposo es el pastoral. ¿Podría ser que mi ministerio fuera el de los pañuelos? Me tuve que sonreír ante el pensamiento. Pero cuanto más reflexionaba sobre él, más exacto me parecía. Tal vez, después de todo, era también un ministerio, el de entregar pañuelos, el de recoger lágrimas.
No, discutía conmigo misma, cualquiera es capaz de sacar su propio pañuelo de una caja o de su bolsillo. Dudé de que la idea de un ministerio así tuviera algún mérito. Sin embargo, allí adentro, algo me decía: “¿Pero no es mejor que el pañuelo lo entregue una mano solícita y no una caja de cartón?”
Pasaron las semanas, cada vez que veía la caja de los pañuelos de papel, la idea de mi ministerio del pañuelo volvía a mi mente. Traté de olvidarla, pero de alguna manera permanecía allí. Finalmente, una tarde me senté determinada a estudiar, a fin de descubrir si había una base sólida para estos reclamos persistentes que sentía dentro de mí.
No sabiendo exactamente por dónde comenzar, (ya que ni la Concordancia Bíblica ni el Índice de los escritos de Elena G. de White incluyen la palabra pañuelo con este sentido), decidí buscar las palabras compasión y simpatía. Y esas fueron la clave que necesitaba.
La primera declaración que encontré me saltó a la vista inmediatamente. “La tierna simpatía de nuestro Salvador se despertó por la caída y doliente humanidad. Si queréis ser sus seguidores debéis cultivar la compasión y la simpatía. La indiferencia hacia las aflicciones humanas se tornará en un vivo interés hacia el sufrimiento de otros. . . Si estáis mirando a Jesús y aprendiendo de su sabiduría y fortaleza y gracia, podréis impartir su consuelo a otros, porque el Consolador está con vosotros” (El ministerio de la bondad, pág. 29).
Las horas de estudio que siguieron confirmaron en mi mente que realmente hay necesidad de un ministerio del pañuelo.
Las lágrimas salpican la Biblia de tapa a tapa. Eva derramó lágrimas por la muerte de Abel, David lloró sobre Absalón, y Jesús lloró sobre Jerusalén. Las lágrimas de sufrimiento, de gozo, de temor y de impotencia aparecen esparcidas en todas las Escrituras.
Cada tribu, cada cultura tiene lágrimas. A través de las edades las lágrimas se han reconocido como el lenguaje universal del alma. Las lágrimas parecen tan sencillas, y sin embargo, están controladas por uno de los mecanismos más complejos del cuerpo. Obviamente, nuestro Creador nos hizo con la capacidad de llorar. Dios en su sabiduría sabía que la gente necesitaría un medio de liberarse de los traumas emocionales de la vida. Las lágrimas son una válvula natural de seguridad.
Cómo ser un ministro del pañuelo
A medida que pensaba en la idea del ministerio del pañuelo, llegué a la convicción de que un ministro del pañuelo es una persona que puede comunicar una solicitud amante a las personas que están pasando por estrés emocional. El ministerio incluye el interesarse lo suficiente como para escuchar. Abarca no solamente los oídos sino el corazón. Una persona que puede compartir el ánimo y la preocupación sin asustar o interferir con el proceso de derramar lágrimas puede ser de verdadera ayuda. Las lágrimas tienen un poder sanador sorprendente.
El objetivo de un ministerio del pañuelo es ayudar a los heridos que caminan. La gente que está a nuestro alrededor, ansia compartir sus dolores, ser escuchados, ser amados a pesar de sus circunstancias. Dietrich Bonhoeffer, un pastor alemán que fue ejecutado poco antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, lo dijo en forma hermosa en su libro La vida juntos: “El primer servicio que uno debe a los demás en relación con el compañerismo consiste en escucharlos. Así como el amor a Dios comienza escuchando su Palabra, así el principio del amor por los hermanos es escucharlos” (Life Together, 1954, pág. 97).
Al analizar esta tarea de distribuir pañuelos, en mi papel como esposa de pastor, me di cuenta de que había algunas cosas que se requerían de mí. Aun cuando mi esposo y yo estamos unidos en un equipo ministerial, hay ciertas áreas del servicio que yo sola puedo realizar mejor. Las hermanas de la iglesia a veces prefieren compartir sus dolores conmigo, de mujer a mujer, antes que buscar ayuda más profesional en mi esposo. Yo no siempre lo tengo a mi lado, tomando el hilo de la conversación cuando mis palabras llegan a faltar. Es mi responsabilidad aprender cómo • ser más efectiva en ayudar a los que vienen a verme.
Aún para escuchar a los demás, uno necesita ser sensible a los que están doloridos. El primer paso para administrar la resucitación cardiopulmonar es preguntar a la persona que tiene la aparente necesidad: “¿Está usted bien?” El primer paso en el ministerio del pañuelo es el mismo. A veces es necesario permitir que los que comparten su dolor sepan que usted lo notó en su expresión. Esta pregunta inicial les permite escoger si les interesa o no compartir su dolor. Algunos que buscan consuelo no necesitan que se les haga la pregunta, pero otros necesitan que se los anime a expresarse.
A veces, sencillamente su presencia o un acto de amor es todo lo que la persona necesita para levantar su cabeza de nuevo. Algunas situaciones requieren pocas palabras, tal vez una señal que diga: “Me preocupas”.
Ayudar a las personas a compartir
El ministerio del pañuelo está construido sobre la confianza. Como una pequeña brasa encendida, la confianza debe ser cuidadosamente alimentada antes que pueda iniciar el fuego que producirá luz y calor.
Asociada con la confianza va la confiabilidad. Nuestro mismo ser debiera manifestar que podemos ser confidentes. Entregar pañuelos es un ministerio de bocas cerradas, que no se compartirá con nadie excepto el esposo, de modo que juntos puedan trabajar en favor del sanamiento. Proverbios 11:13 dice: “El que anda en chismes descubre el secreto; más el de espíritu fiel lo guarda todo”. Después de haber escuchado, es apropiado prometer y asegurar el silencio.
Las personas a menudo tienen miedo de compartir sus dolores. Tienen miedo de ser rechazadas, o juzgadas, o de que se les dé una solución que no les guste o para la que no estén preparados. Conocer estos temores puede ayudar a ejercitar el tacto y a proceder con cautela. A menudo, dejar simplemente hablar a las personas, dejarlas vaciar sus cisternas, por así decirlo, las ayuda a descubrir una solución por sí mismas.
Exige tiempo ser un ministro del pañuelo, tiempo para ser paciente, tiempo para esperar que terminen los sollozos de modo que la persona adolorida pueda hablar. Vivimos en una sociedad muy preocupada por el tiempo. Pero algunas cosas no pueden ser apresuradas, y si usted da la impresión de que está apurada, el deseo de compartir del que pensaba hacerlo, se reducirá grandemente.
Acepte las interrupciones
Como esposa de pastor he tenido que disciplinarme para detenerme y escuchar, ya sea en el viaje rápido del viernes al almacén o en mi apresuramiento para llegar a una cita. Si no ayudo cuando hace falta, ¿para qué sirvo? Cualquier ministerio consume tiempo y energía. No puedo ministrar solamente cuando es apropiado en mi horario. Necesito estar disponible mientras las lágrimas todavía están tibias.
Estar dispuesto a ser molestado, de ver interrumpido algunos de sus propios planes, es otro requisito para llevar a cabo un ministerio del pañuelo efectivo. Las interrupciones debieran ser consideradas no como irritaciones sino como oportunidades. La determinación de no sentirse desesperada ante una larga llamada telefónica cuando sus manos están cubiertas de masa de pan le exigirá disciplina y la ayuda celestial. Estar dispuesta a dejar a un lado su paño de limpiar los muebles en el día de preparación y salir a visitar a la madre que está lista para enviar a sus hijos a Siberia y poner al perro en la máquina de moler carne es dar un verdadero servicio en la vida real. Bonhoeffer lo describe de una forma muy adecuada: “Debemos estar listos para permitirnos ser interrumpidos por Dios. Dios estará cruzando continuamente nuestro sendero y cancelando nuestros planes al enviarnos las personas” (Ibíd, pág. 99). El verdadero servicio pone las necesidades de los demás ante que las nuestras. “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo” (Marcos 8: 34, versión Dios habla hoy).
Como ministro del pañuelo necesitará llegar a sentirse cómoda con sus propias lágrimas y las de los demás. Las lágrimas son el mínimo común denominador de la humanidad. Helmuth Pleser dice: “Más fuerte que cualquier otra expresión o emoción, el llanto de nuestros conciudadanos nos aprieta y nos hace participantes de su impulso, a menudo sin saber por qué” (Laughing and Crying [Reir y llorar], 1970, pág. 56). Más de una vez he intentado orar con alguien después que compartió conmigo un dilema, sólo para que mis propias lágrimas apagaran mis palabras. Como respuesta escuché: “Me hace sentir cuánto lo siente usted”. A la gente no le preocupa cuanto sepa usted hasta que sepa cuánto se preocupa usted. Dios lee nuestros corazones y comprende el lenguaje de las lágrimas.
Los riegos
En el ministerio del pañuelo hay riesgos. Uno encuentra el rechazo y la incomprensión. Algunos dudarán de sus motivos. Si sus esfuerzos son rechazados, recuerde que no lo rechazan a usted como persona, sino su ofrecimiento de escuchar. Los heridos que caminan a menudo están tan frustrados y quebrantados por dentro que gritan: “Váyase” u, “Ocúpese de sus propios asuntos”, sin darse cuenta de cómo puede esto afectar a los demás.
En nuestro deseo de animar a otros, también es importante recordar que Jesús no nos dijo que debíamos cambiar a las personas, sino amarlas. No es nuestra tarea reconstruir a las personas a nuestra semejanza. Rehace a las personas es la responsabilidad de Dios.
Muchos de nosotros tenemos lo que los psicólogos llaman la “fantasía del rescate”. Tratamos de reacomodar la vida de las personas y proveerles un final feliz. Pero ese no es nuestro trabajo. La mayor ayuda que un ministro del pañuelo puede dar, más allá de escuchar a los que lloran y llorar con ellos, es señalar a Aquel que puede ayudarlo. Cuando nos confrontamos con el sufrimiento y la tragedia, las personas tienen dos posibilidades: encerrarse en sí mismas, amargarse y morir por dentro, o aferrarse a Dios en cualquier forma que les resulte cómoda y crecer interiormente. Nuestro propósito es dirigirlos hacia el Especialista, asegurándoles que “ninguna palabra de todas sus promesas… ha faltado” (1 Rey. 8: 56).
La recompensa
No podemos ser verdaderos servidores de Jesucristo sin sacrificar nuestro tiempo y energías en favor de otros. Sin embargo, “hay una recompensa inestimable para aquellos que dedican su vida a su servicio” (Testimonies, t. 4, pág. 107).
“Cada palabra bondadosa y de simpatía que se pronuncia a los dolientes, cada acto para aliviar a los oprimidos… dada para la gloria de Dios, resultará en una bendición para el dador” (Ibíd., pág. 56).
Algunas de las “bendiciones para el dador”, el ministro del pañuelo, se pueden ver aun en esta vida presente. Podremos conocer el significado de la verdadera felicidad al ayudar a otros. El verdadero gozo proviene de saber que somos apreciados por sencillamente estar disponibles para preocuparnos y escuchar. Aunque no debemos interesarnos por las recompensas en esta tierra, es animador saber que otros se beneficiaron con nuestros esfuerzos. “El placer de hacer el bien a otros imparte un brillo a nuestros sentimientos que corre a través de nuestros nervios, apresura la circulación de la sangre, y conduce a la fortaleza mental y física” (Ibíd.).
Hay una cálida satisfacción, una paz interior que en sí misma es una recompensa por cualquier esfuerzo que hagamos en servir a otros. Sin embargo, nuestro Padre nos promete una recompensa aún mayor: “El verdadero cristiano puede perder su vida en el servicio; pero cuando Cristo venga a recoger sus joyas, la encontrará nuevamente” (Testimonies, t. 9, pág. 56).
Sobre la autora: es esposa de pastor y escribe desde Gastón, Oregon, Estados Unidos.