Allí está Jacob, solo, llorando, envuelto en una verdadera tormenta de angustia: “Dios de mi padre Abrahán… menor soy que todas las misericordias… que has usado para con tu siervo… Líbrame ahora de la mano de mi hermano, de la mano de Esaú, porque le temo; no venga acaso y me hiera la madre con los hijos” (Gén. 32:9-11). Luego Jacob prepara espléndidos regalos para aplacar a Esaú, quien hacía mucho tiempo había jurado matarlo por haberle arrebatado en forma fraudulenta su primogenitura. Jacob envía a su familia y sus posesiones adelante y, al parecer, incapaz de dormir, camina solo por las inmediaciones del río Jaboc, quizá para orar una vez más y tratar de recomponer los fragmentos de su vida.

            Repentinamente, en medio de las tinieblas y la desesperación, un extraño, misterioso y aterrador personaje, surgió de la oscuridad. Jacob, probablemente pensando que se trata de Esaú, no ve otra opción que lanzarse contra su “enemigo”, y luchan toda la noche. De pronto, cuando la aurora comienza a asomar con la luz del día, su oponente lo toca en el muslo, que queda dolorosamente descoyuntado, y el personaje aparentemente trata de soltarse de Jacob, diciendo: “Déjame, porque raya el alba” (vers. 26). Exhausto por la lucha y el lacerante dolor de su pierna, era precisamente eso lo que Jacob hubiera querido. Pero no lo dejará ir.

            De alguna manera, una asombrosa comprensión ha comenzado a brillar en su mente: éste no es, como el sentido común podría indicar, un simple mortal, con quien ha luchado; y ésta no es simplemente una horrenda y agonizante experiencia humana por la cual está pasando. Aquí hay algo más. Dios, con sus métodos siempre sorprendentes, está atento a la angustia de Jacob. Dios ha penetrado profundamente en el conflicto de este hombre con su soberana capacidad, en forma tal, que no sólo derrotará al mal que ha precipitado esta horrible pesadilla, sino que lo erradicará de plano y transformará el sufrimiento de su siervo en la bendición que siempre deseó apasionadamente.

            Es el uso soberano que Dios hizo del paralizante temor de Jacob, es el hecho de que Dios mismo se colocase en el centro de las pruebas de su siervo, lo que trae a la realidad la mayor bendición de la vida de Jacob. Así, los mayores favores de Dios surgen del centro de los peores problemas de Jacob. En realidad, las bendiciones no le habrían sobrevenido sin la oscura noche de temor, la aparente destrucción, y la angustiosa y agotadora lucha. Con los desechos de los peores instrumentos de Satanás, Dios fabrica lo mejor de sus bendiciones.

            En las culturas cristianas occidentales muy particularmente, los males se ven como males y los bienes como bienes. Si no fuera por la concientización que se produce por el constante choque entre ambos, no veríamos muy bien la forma en que se relacionan. Satanás tiene su dominio y Dios su reino. Todo lo negativo viene de Satanás, mientras que todo lo que se describe como bueno viene de Dios. La historia de lo que ocurrió en el río Jaboc se presenta en confuso conflicto con este pensamiento. En Jaboc, así como en el evento crucial de la cruz, el bien y el mal definidamente se oponen el uno al otro y ciertamente se encuentran en fiero combate; pero el bien hace frente al mal en una forma mucho más dinámica que tan sólo como una simple oposición total que termina predeciblemente en la victoria observable del primero sobre el segundo. Para Jacob en el río Jaboc, Dios parecía formar parte del problema.

            Esto no sólo es cierto en el evento que tuvo lugar en el río Jaboc. En el Gólgota todo lo malo y todo lo bueno se unen en una cierta nube de oblicuidad. Por ello, si el cristiano pregunta “¿Que’ ha sido lo peor que ha ocurrido en la historia?’’ La respuesta tendría que ser: “La crucifixión de Jesucristo”. Y si hacemos la pregunta: “¿Qué es lo mejor que ha ocurrido en toda la historia?” La respuesta tendría que ser: “El mismo evento”.

            Como en el Jaboc y en el Gólgota, ocurre siempre, creo yo, en la vida de todo hijo de Dios. El bien y el mal siempre están presentes para entremezclarse en la totalidad de la vida de cada miembro del pueblo de Dios. Sin embargo, en las manos del Creador el bien tiene un poder creativo tan grande que realmente sobrepuja al mal, usándolo como la materia prima para crear lo mejor posible.

            Juan lo expresa mucho más claramente: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:5). Lo que el apóstol dice es que la luz no sólo vence a las tinieblas, sino que éstas ceden ante la luz porque es en el mismo corazón de las tinieblas donde la Luz soberana y oportuna aprovecha el momento para brillar con mayor fulgor: “La luz en las tinieblas resplandece”.

            Esta teología transfigura en forma autorizada el modo en que un creyente considera los males, pruebas, crueldades, injusticias, sorpresas, enfermedades y tristezas, e incluso el pecado de la vida. Y en las manos de Cristo clavadas en la cruz, la muerte, el mal supremo, y el temor a la muerte, son usados por Dios para perfeccionamos. En Cristo Dios usó a la muerte como un arma para derrotar al autor de la muerte y así a la muerte misma (Heb. 2:14, 15).

            A medida que afrontamos nuestra mortalidad, somos reducidos a nuestro más elemental estado. Allí, todo aquello en lo que hemos confiado y considerado lleno de significado, se reduce a la nada. Al afrontar la muerte quedamos desnudos y confrontados con el mayor de nuestros temores: vacuidad y destitución, donde sólo Dios preside. Y, sin embargo, Dios se nos aparece como una presencia inquietante y disfrazada. Es la sensación de desamparo que llega con la muerte la que más nos expone a las mayores realidades.             Irónicamente, sólo podemos ser confrontados por esas realidades en la angustia de nuestros momentos más oscuros y finales.

            Dios, el Soberano, valiéndose de la muerte que nos confronta, nos concede aquello que siempre hemos necesitado y que más verdaderamente hemos deseado: su plena bendición. Así, al hacerle frente a la muerte, llegamos al punto más maduro y significativo de nuestra vida, mirando sin la distracción de la falsa seguridad, el rostro de Dios. El temor y el dolor afinan nuestra conciencia de las cosas, y en el inteligente programa de Dios, todo llega con el amanecer del día de modo que podamos ver exactamente lo que más necesitábamos. De este modo somos preparados, como lo fue Jacob, para cruzar el río que nos conduce a nuestra patria.

            A través de estos desafíos se nos da la oportunidad de abrir nuestros ojos y ver contra qué estamos luchando realmente (Efe. 6:12-18). A la luz de Dios, las batallas, e incluso las escaramuzas de la vida diaria, toman un nuevo y por siempre bendito significado, impulsándonos a crecer hasta alcanzar una madurez completa. En el mismo centro de cada aspecto de la vida cristiana está la cruz de Cristo. Al observarla, su asombroso significado afecta cada faceta de nuestro diario vivir. Y al arrodillamos humildemente, allí, en el lugar de su agonía, logramos una perspectiva que no siempre explica, pero que es suficientemente amplia como para aclarar algunos de nuestros más perturbadores enigmas.

Sobre la autora: es la directora de la revista Ministry.