Pregunta 33—conclusión

IX. JESÚS ES HECHO NUESTRO “FIADOR”

Cristo se convirtió en nuestro fiador (Heb. 7:22) y cumplió por sí mismo todo lo que exigía el pacto eterno. Como “el postrer Adán” (1 Cor. 15:45) llegó a ser uno de la raza de Adán. Y como nuestro fiador, no solo llevó nuestro pecado y cargó nuestros dolores en el Calvario, sino que desde el trono de la gracia dispensa sus bendiciones e intercede en nuestro favor.

Él pudo correctamente ser “tomado de entre los hombres” porque era “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Heb. 7:26). Entró en la humanidad, no por generación natural sino por un milagro. Su nacimiento fue sobrenatural; Dios fue su Padre. Aunque nacido en la carne, era sin embargo Dios, y estaba exento de las pasiones y contaminaciones heredadas que corrompen a los descendientes naturales de Adán. Él era “sin pecado”, no sólo en su conducta exterior, sino en su misma naturaleza. Podía con razón decir: “Viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). No había nada en él que respondiese al maligno. Y precisamente un sacerdote tal necesitábamos. Si hubiese sido contaminado por tan sólo la mancha del pecado, habría estado descalificado para ser tanto nuestro sacrificio como nuestro sumo sacerdote. Pero aunque sin pecado en su vida y en su naturaleza, él fue sin embargo “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15). Y debido a eso, puede simpatizar con nosotros en todo pesar y prueba.

A fin de poder desempeñar plenamente su oficio sacerdotal, sin embargo, Cristo, como el antiguo sacerdote de Israel, debía necesariamente tener “algo que ofrecer” (Heb. 8:3). Cuando Aarón se presentaba delante del Señor en el servicio simbólico, tenía que tener la sangre de un sacrificio. Igualmente, cuando Jesús se presentó a sí mismo delante del Padre en favor nuestro en el santuario del cielo, también debía tener sangre; pero “por su propia sangre, entró” (Heb. 9:12). Fue “con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Ped. 1:19) como nosotros fuimos redimidos.

Ya hemos notado que fue en el jardín del Getsemaní donde la carga del pecado del mundo pesó sobre nuestro Salvador. De él dice el apóstol Pedro: “Quien llevó él mismo nuestros pecados… sobre el madero” (1 Ped. 2:24). Así nuestros pecados fueron imputados a él. El “que no conoció pecado” por nosotros fue hecho pecado, “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). El aceptó nuestro pecado y lo llevó en forma vicaria, siendo a la vez sacrificio y sacerdote. Pero a fin de cumplir plenamente su propósito para nuestra redención, él debía ascender a los lugares celestiales como nuestro mediador. Estamos en completo acuerdo con Arturo W. Pink quien dice:

“Si Cristo hubiese permanecido en la tierra después de su resurrección, sólo la mitad de su obra sacerdotal hubiese sido cumplida. Su ascensión era necesaria para el mantenimiento de los derechos del gobierno de Dios, para la vindicación del mismo Redentor y para el bienestar de su pueblo; a fin de que lo que él había comenzado en la tierra pudiese ser continuado, consumado y plenamente cumplido en el cielo. El sacrificio expiatorio de Cristo había sido ofrecido una vez por todas, pero él debía ocupar su lugar como intercesor a la diestra de Dios a fin de que su iglesia pudiese gozar de los beneficios de ese sacrificio. .  Si Cristo hubiese quedado en la tierra, habría dejado imperfecto su oficio, ya que su pueblo necesitaba a Uno ‘para presentarse ahora por nosotros ante Dios’ (Heb. 9:24). Si Aarón hubiese ofrecido sacrificio en el altar de bronce y no hubiese llevado consigo la sangre dentro del velo, habría dejado de cumplir la mitad de su obra” (An Exposition of Hebrews, tomo 1, págs. 433, 434).

X. EL LUGAR DEL MINISTERIO DE CRISTO

Ahora nos preguntamos, ¿dónde y cómo oficia nuestro Señor? La Escritura no da lugar a especulaciones. Él ministra en el santuario celestial (Heb. 8:1, 2). Mientras continuó el antiguo ritual, “aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo [lugares santos]” (Heb. 9:8).[i]

Diversas traducciones reflejan este pensamiento:

“Y por esto el Espíritu Santo indicó, que el camino a los santos [lugares] todavía no estaba manifestado, mientras tanto permaneciese el primer tabernáculo” (Siríaca de Murdoch).

“El Espíritu Santo quería que nosotros viéramos que ninguna vía de acceso al verdadero santuario estaba abierta ante nosotros, mientras el antiguo santuario permaneciese en pie” (Knox).

“Así el Espíritu Santo muestra que el camino al santuario todavía no está abierto, mientras tanto el primer tabernáculo todavía esté en pie: siendo este último un símbolo en vista del tiempo presente” (Lattey).

“El Espíritu Santo significando esto, que el camino a los lugares santos todavía no estaba abierto, mientras el primer tabernáculo aún estuviese en pie” (Campbell, Doddridge y Macknight).

Cuando nuestro Señor expiró en la cruz, el velo del templo terrenal “se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mat. 27:51), revelando a todas las generaciones subsiguientes que la sombra había encontrado la sustancia; el símbolo se había encontrado con la realidad que prefiguraba. Por primera vez el lugar santísimo del santuario terrenal ya no estaba velado ante la contemplación de los hombres, y ya no era sagrado. Todo lo que constituía una barrera había sido ahora quebrantado. Ahora podemos acercarnos “confiadamente al trono de la gracia” (Heb. 4:16), sin temor alguno, sino con confianza y gozo. “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe”, “por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne” (Heb. 10:22, 20). Cuando nuestro Señor dio su carne “por la vida del mundo” (Juan 6:51), el camino al cielo fue abierto. “Nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).

XI. LA OBRA DE PERFECCIONAR EL CARÁCTER

Como nuestro Señor exaltado, Cristo comparte el trono de la Divinidad. Sin embargo él es nuestro “abogado” (parakletós, 1 Juan 2:1), quien nos representa ante el Padre. La misma palabra ha sido traducida “consolador” en Juan 14:26. Jesús estaba hablando a los discípulos acerca del Espíritu Santo que iba a venir para ellos como el paracleto, o “ayudante” (alguien que acude en ayuda de, o está al lado de otro). Tanto Jesús como el Espíritu Santo ministran como abogados: nuestro Salvador es un abogado ante el Padre, representándonos ante el trono del Padre, mientras que el Espíritu Santo es nuestro abogado y ayudador en la tierra, representando al Padre y al Hijo ante la pérdida humanidad. En el Evangelio de Juan, parakletós es traducido “consolador”. Pero en su epístola se traduce “abogado”. Como nuestro abogado y mediador, Jesús envía su Espíritu a nuestro corazón para que sirva tanto de consuelo como de guía.

La perfección es el blanco de Dios para su pueblo. Jesús dijo: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:48). Pero la ofrenda “de los toros y de los machos cabríos” (Heb. 10:4) en sí, no podía nunca hacer perfecto al hombre. Cristo ha hecho por la humanidad algo que esos sacrificios pasados nunca pudieron hacer. Cuando “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Ped. 2:24), él anuló “el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” (Col. 2:14).

“El sacrificio de Cristo en favor del hombre fue pleno y completo. La condición de la expiación se había cumplido. La obra para la cual él había venido a este mundo se había efectuado. Él había ganado el reino. Se lo había arrebatado a Satanás, y había llegado a ser heredero de todas las cosas” (Los Hechos de los Apóstoles, pág. 24).

Aunque Cristo “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30), sin embargo sólo los que son perfeccionados o santificados son plenamente aceptos por su gracia. Por cierto, él “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb. 7:25), pero los que quieren ser salvos deben ir a Dios. Deben echar “mano de la vida eterna” (1 Tim. 6:19). Cuando aceptamos a Jesús somos justificados. Es decir, su justicia nos es imputada, y aparecemos ante Dios como si nunca hubiésemos pecado. Pero sólo los que siguen adelante y experimentan a Jesús como un poder viviente en el interior y que continuamente se apropian de su gracia para vencer sobre la naturaleza pecaminosa, son santificados o perfeccionados. Estamos de acuerdo con Arturo W. Pink quien dice:

“La justificación y la santificación nunca están separadas: mientras Dios imputa la justicia de Cristo, también imparte un principio de santidad, siendo este último el fruto o la consecuencia del primero; ambos son necesarios para la admisión al cielo. Como la sangre de Cristo ha satisfecho plenamente todas las exigencias de Dios sobre y contra su pueblo, sus virtudes y efectos purificadores son aplicados al pueblo por el Espíritu… Porque la sangre de Cristo no es, por así decirlo, tan sólo la llave que le franquea a él el lugar santísimo como Sumo Sacerdote y Redentor, no es tan sólo nuestro rescate por el cual somos librados de la servidumbre y de la maldición para ser llevados a estar cerca de Dios; sino que también nos separa de la muerte y del pecado. Es incorruptible, siempre limpiando y purificando; mediante esta sangre somos separados de este mundo malo, y vencemos; mediante esta sangre conservamos blancas nuestras vestiduras (Juan 6:53; Apoc. 7:14)” (Opus cit., págs. 494, 495).

De ahí que, mientras la justificación es la justicia imputada, la santificación sea la justicia impartida.

La perfección de nuestro Señor —su vida de sacrificio y obediencia— es toda nuestra mediante la fe. Y estas cualidades de perfección son dispensadas a su pueblo desde el asiento de su santuario. Nuestras oraciones, en alguna forma misteriosa asociadas con el altar del incienso (Apoc. 8:3, 4; compárese con Apoc. 5:8) del santuario celestial, ascienden ante el Señor y son mezcladas con las virtudes de su vida sin pecado. Elena G. de White expresa claramente la posición adventista con estas impresionantes palabras:

“Cristo se entregó a sí mismo para ser nuestro sustituto y nuestra seguridad, y no descuida a nadie. Él no podría ver a los seres humanos expuestos a la ruina eterna sin derramar su alma hasta la muerte en favor de ellos, y considerará con piedad y compasión a toda alma que comprenda que no puede salvarse a sí misma. No mirará a ningún suplicante tembloroso sin levantarlo. El que mediante su propia expiación proveyó para el hombre un caudal infinito de poder moral, no dejará de emplear ese poder en nuestro favor. Podemos llevar nuestros pecados y tristezas a sus pies, pues él nos ama. Cada una de sus miradas y palabras estimulan nuestra confianza. El conformará y modelará nuestro carácter de acuerdo con su propia voluntad” (Palabras de Vida del Gran Maestro, págs. 142, 143).

“Cristo se ha comprometido a ser nuestro sustituto y seguridad, y no rechaza a nadie. Hay un fondo inagotable de obediencia perfecta que surge de su obediencia. En el cielo sus méritos, abnegación y sacrificio propio, se atesoran como incienso que se ofrece juntamente con las oraciones de su pueblo. Cuando las sinceras y humildes oraciones de los pecadores ascienden al trono de Dios, Cristo mezcla con ellas los méritos de su propia vida de perfecta obediencia. Nuestras oraciones resultan fragantes gracias a este incienso. Cristo se ha comprometido interceder en nuestro favor, y el Padre siempre oye al Hijo” (Hijos e Hijas de Dios, pág. 24).

Cristo nuestro Sumo Sacerdote representa a su pueblo como alguien que tiene autoridad. Habiendo ganado la batalla contra el reino de las tinieblas, está ahora a la cabeza de un nuevo reino: el reino de luz y paz. Elena G. de White recalca igualmente esta verdad, declarando:

“El Capitán de nuestra salvación está intercediendo por su pueblo, no como quien, por sus peticiones, quisiera mover al Padre a compasión, sino como vencedor, que pide los trofeos de su victoria” (Obreros Evangélicos, págs. 161, 162).

“Cristo intercede por la raza perdida mediante su vida inmaculada, su obediencia y su muerte en la cruz del Calvario. Y ahora, no como un mero suplicante, intercede por nosotros el Capitán de nuestra salvación, sino como un Conquistador que reclama su victoria. Su ofrenda es completa, y como Intercesor nuestro ejecuta la obra que él mismo se señaló, sosteniendo delante de Dios el incensario que contiene sus méritos inmaculados y las oraciones, las confesiones y las ofrendas de agradecimiento de su pueblo. Ellas, perfumadas con la fragancia de la justicia de Cristo, ascienden hasta Dios en olor suave. La ofrenda se hace completamente aceptable, y el perdón cubre toda transgresión” (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 142).

XII. EL JUICIO MARCA LA CULMINACIÓN DEL MINISTERIO DE CRISTO

El ministerio sacerdotal de nuestro Señor, creemos, culmina en una obra de juicio. Este tiene lugar precisamente antes que él vuelva en gloria. Aunque él no ministra en los lugares hechos de mano (Heb. 9:24), siendo que es Señor soberano, sin embargo los dos tipos de ministerio realizados en el antiguo santuario —primero el de la reconciliación en el lugar santo, y segundo el del juicio en el lugar santísimo— ilustran muy gráficamente las dos fases del ministerio de nuestro Señor como sumo sacerdote. Y luego, cuando termina, ese ministerio, Cristo viene en gloria trayendo sus recompensas consigo.

XIII. DESTRUCCIÓN FINAL DEL PECADO

Cuando vuelva nuestro Salvador no sólo llevará a los rescatados, sino que destruirá finalmente el pecado y erradicará todo vestigio de mal. El mismo universo finalmente quedará libre del oscuro registro de la rebelión y el pecado, y no habrá más pecadores. “Aquel día que Vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les dejará ni raíz ni rama” (Mal. 4:1)

Los adventistas no sustentan teoría alguna de una doble expiación. “Cristo nos redimió” (Gál. 3:13) “una vez para siempre” (Heb. 10:10). Pero creemos que no siempre es comprendido el cuadro completo de la expiación y el ministerio de nuestro Señor, aun por aquellos que con toda seguridad lo aman y honran su Palabra. Una creación purificada, con el autor del pecado y todas sus huestes malvadas completamente destruidos, revela, creemos, la grandeza, la gloria y el poder de nuestro Señor crucificado y resucitado. Miramos hacia adelante al día cuando, abolido el pecado, toda voz en el universo se unirá al canto de redención: “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc. 5:12).

Nuestros oídos anhelan captar el sonido de ese himno de alabanza el cual, como declara el profeta Juan, comienza en el trono de Dios y se expande por el dilatado universo, hasta que “todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todas las cosas que en ellos hay… [Dicen] Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Apoc. 5:13).


Referencias:

[i] La expresión “lugar santísimo” que aparece en la mayoría de las versiones de la Biblia, es una traducción incorrecta. En griego se usa la forma plural tón haguión, que puede traducirse “los santos” o “los lugares santos”. El contraste que aquí se hace, no es entre el lugar santo y el lugar santísimo del santuario terrenal, sino entre el santuario terrenal y el santuario celestial.