Pregunta 33

Puesto que los adventistas afirman que en la cruz se hizo un sacrificio expiatorio completo, ¿qué enseñan acerca del ministerio de nuestro Señor como sumo sacerdote en el cielo? ¿Cuándo asumió Cristo sus responsabilidades como sacerdote? ¿Qué entienden por la expresión “viviendo siempre para interceder por ellos”? ¿Cómo puede Cristo oficiar como sacerdote en un santuario mientras al mismo tiempo ocupa el trono de su Padre?

El sacerdocio de Cristo es una doctrina fundamental en la enseñanza del Nuevo Testamento. La muerte expiatoria de Cristo y su sacrificio suficiente y definitivo para la redención del hombre es para nosotros, así como para todos los cristianos evangélicos, la verdad central del cristianismo. Sin embargo sin la resurrección y la ascensión del Señor las provisiones de su sacrificio expiatorio no serían de ningún valor para el hombre (1 Cor. 15:17).

La victoria de nuestro Señor en el Calvario fue decisiva y eterna. No sólo venció el pecado, sino que venció la muerte. Estas notables verdades llegaron a ser el centro del ministerio apostólico: “Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos” (Hech. 4:33).

Habiendo roto las ataduras de la muerte, Jesús ascendió como “Rey de gloria” (Sal. 24), para comparecer a la presencia de Dios por nosotros. Y allí, entre la adoración de los ángeles, fue entronizado. Al dirigirse a él como el Creador, Aquel que “al principio… [fundó] la tierra” (Heb. 1:10), el Padre todopoderoso reafirma su divinidad diciéndole: “Tu trono, oh Dios, por el siglo del siglo; cetro de equidad es el cetro de tu reino. Has amado la justicia, y aborrecido la maldad, por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Heb. 1:8, 9).

Su consagración como sumo sacerdote coincidió con su entronización. Y allí, en el trono de la Majestad de lo alto, inmediatamente después de su ascensión inauguró su ministerio sacerdotal en el “más amplio y más perfecto tabernáculo” (Heb. 9:11) “para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (vers. 24). A él fue dado todo poder y autoridad tanto en el cielo como en la tierra.

  1. EL SACERDOCIO DE CRISTO, TEMA DE ESTUDIO VITAL

El ministerio sacerdotal de nuestro Señor ocupa un lugar prominente en la teología adventista. Nosotros creemos que debe dedicársele mucho estudio al ministerio de Cristo en el santuario superior, y especialmente a la fase final de ese ministerio, que entendemos será una obra de juicio. Para comprender el juicio necesitamos comprender qué abarca su ministerio sacerdotal.

En el día de Pentecostés el apóstol Pedro declaró que Jesús, habiendo sido levantado de los muertos, estaba “exaltado por la diestra de Dios” y “Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hech. 2:33, 36). Este concepto se convirtió en la clave en el arco del mensaje apostólico.

Aun cuando los apóstoles se refieren muchas veces en sus sermones y epístolas a la exaltación de nuestro Señor, sin embargo la verdadera naturaleza de su obra como sumo sacerdote está expuesta en la Epístola a los Hebreos. El libro es prácticamente una exposición de este gran tema. Mediante una serie de proposiciones que abarcan los capítulos 1 al 10, se expone el sacrificio de Cristo y su ministerio sacerdotal en el cielo en contraste con los sacrificios  terrenales y el sacerdocio de Aarón. El propósito de estas comparaciones es recalcar la realdad y las ventajas del nuevo orden. Presentemos aquí un breve resumen de las mismas.

II. RESUMEN DE LA POSICIÓN. DE CRISTO COMO NUESTRO SUMO SACERDOTE

El capítulo 1 presenta al Hijo de Dios como Creador y Sustentador de todas las cosas (vers. 2, 10); como “la imagen misma” de Dios y el que fuera constituido “heredero de todo” (vers. 2, 3); como Aquel que por sí mismo efectuó “la purificación de nuestros pecados” sentándose a la diestra de Dios (vers. 3); como mayor que todos los ángeles (vers. 4); como el engendrado Hijo de Dios (vers. 5); como Dios entronizado y ungido (vers. 8, 9).

El capítulo 2 trata de la encarnación, mostrándolo como hombre, hecho inferior a los ángeles, y como quien gustó la muerte por todos los hombres (vers. 6-9); como nuestro Libertador y el Capitán de nuestra salvación (vers. 14-16); como quien fue hecho semejante a sus hermanos para que pudiese convertirse en misericordioso y fiel sumo sacerdote (vers. 17), “poderoso para socorrer a los que son tentados” (vers. 18).

El capítulo 3 lo revela como Apóstol y Sumo Sacerdote, mayor que Moisés y fiel a su cometido (vers. 1-3); y como Constructor de una casa espiritual, cuya casa somos nosotros (vers. 6, 14).

El capítulo 4 lo designa como nuestro “gran sumo sacerdote” que traspasó los cielos (vers. 14); como la Palabra de Dios; como nuestro Juez, ante cuyos ojos todas las cosas están desnudas y a la vista (vers. 12, 13); sin embargo capaz de simpatizar con los que son tentados y están débiles porque fue en todos los puntos “tentado… según nuestra semejanza” (vers. 15).

El capítulo 5 nos lo presenta como “sacerdote según el orden de Melquisedec” (vers. 6, 10), no según el orden levítico; como Alguien que se compadece de nuestra debilidad y que aprende obediencia mediante el sufrimiento (vers. 7, 8); luego como el Autor de la eterna salvación (vers. 9).

El capítulo 6 declara que Dios mediante un juramento confirmó su propósito en Cristo (vers. 16, 17); que Cristo entró dentro del velo, que es nuestra esperanza y el ancla del alma (vers. 19).

El capítulo 7 contrasta las características de los sacerdocios de Melquisedec y levítico; Melquisedec llamado “Rey de justicia” y “Rey de paz” (vers. 2); Melquisedec siendo mayor que Abrahán, el sacerdocio de Cristo es por lo tanto mayor que el levítico (vers. 4-7); recalca que el sacerdocio de Cristo no era según el orden de Aarón (es decir, heredado de sus antepasados), siendo que Cristo provenía de Judá y no de Leví, sino según el orden de Melquisedec, quien fue designado sacerdote por Dios y no lo recibió de sus padres (vers. 14); hecho no por un mandamiento carnal, sino según el poder de una vida indestructible (vers. 16); como nuestro “fiador” de la redención (vers. 22), “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (vers. 26), “viviendo siempre para interceder por ellos” (vers. 25).

El capítulo 8 lleva al punto principal de la epístola, a saber, Jesús como ministro del verdadero tabernáculo (vers. 1, 2); como quien posee un ministerio mejor que el de Aarón (vers. 6); que establece un nuevo pacto sobre mejores promesas (vers. 6-8); al escribí” su ley en nuestro corazón y nuestra mente (vers. 10).

El capítulo 9 contrasta el santuario mosaico con el celestial (vers. 2-11). Cristo nuestro sumo sacerdote oficia en un tabernáculo mayor y más perfecto (vers. 11) como quien ya ha obtenido eterna redención para nosotros (vers. 12), y como el Sacrificio inmaculado ofrecido por el hombre perdido (vers. 14). Las cosas celestiales no se purifican con la sangre de animales, sino con “mejores sacrificios” (vers. 23). En el cielo Cristo compareció en la presencia de Dios por nosotros (vers. 24), concluye su obra como sumo sacerdote (vers. 26), y luego regresa a la tierra para salvar a su pueblo (vers. 27, 28).

El capítulo 10 presenta a Cristo como el completo cumplimiento de la ley levítica de símbolos y sombras (vers. 1-9); los sacrificios terrenales no podían quitar los pecados (vers. 4, 11); Cristo fue ofrecido una vez por todas (vers. 10, 12); se convierte en un “camino nuevo y vivo” (vers. 20) a través del cual podemos entrar a la presencia de Dios con santa confianza (vers. 19, 21).

El libro de Hebreos culmina con la afirmación que Jesús, habiendo sufrido en la cruz para que pudiese santificarnos, y habiendo resucitado de los muertos, está ahora en condiciones, como el gran Pastor de las ovejas, de hacernos “aptos para toda obra buena”, haciendo en nosotros “lo que es agradable delante de él” (Heb. 13:10, 12, 20, 21).

IV. CRISTO, ÚNICO MEDIADOR DEL HOMBRE

Como perfecto sumo sacerdote que ha hecho propiciación perfecta por los pecados de su pueblo, Cristo está ahora a la diestra de Dios aplicando a nuestra vida los beneficios de su perfecto sacrificio expiatorio. Como bien lo afirmamos al final de la pregunta 30:

“El gran sacrificio había sido ofrecido y aceptado, y el Espíritu Santo que descendió en el día de Pentecostés dirigió la atención de los discípulos desde el santuario terrenal al celestial, donde Jesús había entrado con su propia sangre, para derramar sobre sus discípulos los beneficios de su expiación” (Primeros Escritos, págs. 259, 260).

Esto hace como nuestro Mediador, porque hay “un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5). Mediante él sólo podemos tener acceso a Dios. Como Dios es mediador desde la Divinidad hasta el hombre perdido; como hombre es también mediador desde el hombre hacia arriba, a Dios. Su sacerdocio constituye el único medio de la relación viviente entre Dios y el hombre.

Sólo como sacerdote podía tratar con el pecado; por eso se hizo sacerdote. Como Dios no podía oficiar de sacerdote, porque todo sacerdote debía ser tomado de entre sus hermanos. Por lo tanto “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote” (Heb. 2:17). Así leemos que “todo sumo sacerdote” es tomado “de entre los hombres” (Heb. 5:1). Su sacerdocio, por lo tanto, está unido a su encarnación. También leemos que él “mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Heb. 9:14). No sólo Cristo se ofreció a sí mismo en la cruz, sino que él era el don de Dios antes que eso, aun desde “antes de la fundación del mundo” (Efe. 1:4).

En el aposento alto, poco antes de entrar al Getsemaní, Cristo, como la Palabra eterna, ofreció su oración sacerdotal al Padre. El que había compartido con su Padre la refulgente gloria de la eterna Divinidad, le presentó sus discípulos; y no sólo a ellos, sino también a todos los que mediante el ministerio de ellos fuesen conducidos al conocimiento de la salvación. Al comentar esto, Elena G. de White describe vívidamente la escena:

 “Y ya no estoy en el mundo, más éstos están en el mundo, y yo voy a ti. ¡Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que ellos sean uno, así como nosotros lo somos!” ‘Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos. Para que todos sean una cosa;… que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado, como también a mí me has amado’.

“Así, con el lenguaje de quien tenía autoridad divina, Cristo entregó a su electa iglesia en los brazos del Padre. Como consagrado sumo sacerdote, intercedió por los suyos. Como fiel pastor, reunió a su rebaño bajo la sombra del Todopoderoso, en el fuerte y seguro refugio. A él le aguardaba la última batalla con Satanás, y salió para hacerle frente” (El Deseado de Todas las Gentes, pág. 635).