Una de las cosas que sin duda marca la vida de un pastor es ver el proceso de conversión de las personas. Es algo tan increíble, tan fuera de lo común, que se puede ver claramente la mano de Dios en esas situaciones.

    En mi cuarto año de ministerio, trabajaba como pastor en la ciudad de Durazno, Uruguay. Algunos años antes, otro colega había soñado con abrir una congregación en el barrio “La higuera”, de esa ciudad. Recuerdo que, al llegar, hicimos lo posible por conseguir algún instructor para que pudiera iniciarse la obra de buscar estudios bíblicos. Pero, no fue posible durante nuestro primer año en ese distrito. Continuamos orando y, al siguiente año, pudimos concretar la venida de dos amigos para trabajar allí. La población del barrio era de personas de pocos recursos pero que habían recibido casas construidas por el Gobierno para que pudieran vivir mejor y no sufrir las inundaciones que los anegaban cada año.

    Al comenzar a visitar a las personas de aquel lugar, nos encontramos con Carolina, una mujer cuya vida era muy complicada. Ella se encargaba del cuidado de varios sobrinos, además de sus dos hijos; todos vivían en una casa de dos habitaciones. La comida era escasa, pero lograban conseguirla a través de comedores municipales.

Eduardo, el instructor, comenzó a visitarla, y poco a poco me fui sumando a las visitas misioneras. Debido a que Carolina estaba sumamente abrumada por sus problemas y, además, tenía preguntas profundas sobre Dios que no podía resolver, era difícil entablar un estudio bíblico normal. Durante varias semanas tuvimos que dedicar al menos dos horas a cada encuentro con ella. Una hora escuchábamos sus problemas, esperando que se desahogara, para luego poder hablarle de Dios y dejarle algo que llenara su vacío.

    Carolina fumaba, bebía alcohol, era adicta a los juegos de lotería, salía a bailes… Esa era una vida normal para ella hasta ese momento. Pero fue increíble ver cómo el Espíritu Santo la transformaba. Cada semana que pasaba, sus luchas internas aumentaban, pero su fe también era fortalecida al ver los cuidados de Dios. Sus palabras groseras comenzaron a cambiar por palabras amables. Comenzó a dejar de lado sus hábitos de juego, porque entendió que su amigo Jesús necesitaba que confiara más en él que en la suerte. Dejó de fumar y de beber alcohol, al entender que Cristo la quería sobria y saludable. Todas estas cosas comenzaron a suceder porque Carolina había comenzado a tener una relación fuerte con Jesús a través de la oración y la lectura de la Biblia.

    No pasó mucho tiempo hasta que varias personas se acercaban al final de los estudios bíblicos. Pero, había un problema: el grupo naciente no tenía dónde reunirse. Entonces, Carolina propuso: “Podemos usar el galponcito que tenemos al fondo de casa. Lo arreglamos y hacemos las reuniones allí”.

     ¡Era una respuesta a nuestras oraciones!

Al poco tiempo, llegó un grupo de misioneros de Argentina y se recubrieron las paredes de ese galponcito; también se pintó el lugar y se colocó una estufa a leña para calentar el ambiente en invierno. Y así comenzaron las reuniones en ese lugar. Siete personas entregaron su vida a Jesús al final de ese año, y muchas más el año siguiente.

     Pero quisiera destacar que lo que más me impactó ver en todo este proceso fue la transformación, directamente por medio del Espíritu de Dios, de la vida de una persona. Carolina era otra: su mirada era distinta; su vestimenta, sus hábitos, todo era distinto. Tenía esperanza de que, con Jesús, a pesar de los problemas, la vida iba a ser mejor para ella y su familia. Aprendí que nuestros esfuerzos humanos son una ayuda mínima en la obra de la predicación, pues el milagro de la transformación lo hace el Señor. Al reconocer nuestras limitaciones, el Espíritu Santo puede hacer su obra de forma más eficaz.

Sobre el autor: Pastor en Uruguay.