Durante nuestro primer año de trabajo, mi esposa, Sharon, y yo, fuimos designados para formar parte del equipo de un evangelista veterano, con el que deberíamos aprender las más refinadas técnicas para obtener decisiones. Así, durante seis semanas, esperamos ansiosamente el inicio del aprendizaje de las nuevas habilidades en el arte del trabajo personal.

Después de que fuimos integrados al equipo, pocos días bastaron para entender que podíamos aprender más observando lo que no debía ser hecho que buscando un modelo para imitar. Por ejemplo, en su predicación, aquel evangelista provocaba división en la audiencia al presentar temas irrelevantes, como decir que las mujeres que vestían pantalones estaban camino a la perdición y que no volvieran a las reuniones, a menos que se vistieran adecuadamente. Como se puede imaginar, casi la mitad no regresó.

Luego, hubo una demostración de su técnica para obtener decisiones por medio de la intimidación, con estudiantes de una escuela en la que dirigía una semana de oración. Si bien a mí se me había confiado la responsabilidad de presentar los mensajes, mi supervisor -muy seguro de que no estaba teniendo el éxito suficiente en advertir a los jóvenes de los peligros de rechazar su plan de bautizarlos en dos semanas- tomó la plataforma una mañana para anunciar, con los tonos más severos que uno pueda imaginar, que tenía una sencilla pregunta que hacerle a los niños: “¿Quieren ir al infierno o no?”

Los estudiantes quedaron consternados ante una pregunta tan incoherente con los mensajes que estaban recibiendo. Los padres se enojaron mucho, los profesores pedían que no volviéramos y el evangelista denunció la actitud laodicense de los que se le oponían. Sharon y yo comenzamos a visitar a cada familia, y conseguimos muchas más decisiones de las que hubiéramos obtenido predicando sobre el fuego del infierno.

Aprendí que el cielo no puede ser proclamado sencillamente como una “salida de emergencia en caso de incendio”, y que la mejor motivación para seguir a Jesús brota más de una relación de amor que del temor o la intimidación.

Podemos representar mejor el carácter de Jesús a través de un semblante alegre y una conducta amistosa que por medio de la severidad y el abordaje adusto. Aprendí a no argumentar ni debatir sobre teología. En ese caso, incluso puedo ganar el debate o la argumentación, pero fácilmente perder un amigo.

La metodología de Jesús es muy diferente. Nos enseña a compartir su amor con las personas, invitándolas entonces a conocerlo como su Salvador. “Solo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Seguidme’ ”.[1]

La evangelización es un proceso, y ese proceso comienza haciendo que las personas se alegren al conocerme como embajador de Cristo. Si no me aceptan, probablemente tampoco apreciarán la idea de conocer mejor a mi Dios. Tenemos varias orientaciones que nos ayudan a comprender la necesidad de trabajar a la manera de Jesús.

“Un intelecto cultivado es un gran tesoro; pero sin la influencia suavizadora de la simpatía y el amor santificado no es del máximo valor. Deberíamos tener palabras y hechos de tierna consideración por los demás. Podemos manifestar mil pequeñas atenciones con palabras amables y miradas agradables, las cuales se reflejarán sobre nosotros. Por su descuido de los demás los cristianos desconsiderados manifiestan que no están en unión con Cristo. Es imposible estar en unión con Cristo y sin embargo mostrar falta de bondad hacia otros y olvidar sus derechos. Muchos desean ardientemente una simpatía amistosa”.[2]

“La Palabra de Dios nos enseña a ser amables, tiernos, compasivos y corteses. Cultivemos el amor cristiano. Lleve todo lo que hagamos el sello de este amor. Los que no hablan las palabras de Cristo ni hacen sus obras, tratan de entrar al cielo de otra manera y no por la puerta”.[3]

Sobre el autor: Secretario ministerial de la Asociación General de la IASD.


Referencias

[1] Elena G. de White, El ministerio de curación, p. 102.

[2] Mente carácter y personalidad, 1.1, p. 87.

[3] Cada día con Dios, p. 266.