La música es parte vital del culto. Su lenguaje es único, pues si bien en sus formas rítmicas más simples habla a los pueblos incultos y primitivos, en sus formas más profundas conmueve el intelecto y las emociones de los más educados y cultos. Hay música para todos: desde el desnudo ritmo del tambor africano, hasta la rica orquesta sinfónica. Al ritmo sencillo de la música primitiva podemos añadirle una placentera sucesión de sonidos, y tendremos una melodía. Podemos agregarle una segunda melodía que avance simultáneamente con la primera, y tendremos el contrapunto en su expresión más simple. Si reunimos varias melodías de modo que sus sonidos simultáneos resuenen en agradables combinaciones, tendremos armonía. Si ejecutamos estos acordes armoniosos en instrumentos de diverso timbre, tendremos la orquestación sinfónica: la más alta expresión musical, que requiere cultura intelectual y moral e imaginación para apreciarla. A fin de gozarla en su plenitud el oyente puede necesitar una larga preparación musical…

A pesar de toda la música barata que asalta nuestros oídos, persiste el hecho de que la cultura musical se eleva constantemente entre los componentes de las mejores clases de la sociedad. Nosotros, como adventistas, deberíamos estar al frente de los que fomentan la verdadera música, así como nos esforzamos por promover el verdadero culto y la verdadera doctrina.

“La música—dijo Tschiakowski, —es el más hermoso de los dones que el cielo ha dado a la humanidad. Mientras andamos en tinieblas, aquieta, ilumina y calma nuestra alma.” La música es ciencia y arte, y por eso, su contribución a nuestra satisfacción y refinamiento puede aumentar inconmensurablemente si la estudiamos y nos familiarizamos con sus secretos. La más alta expresión musical, desde luego, es la creación. El compositor puede estar dotado del don de inventar espontáneamente nuevas melodías, es decir, de inspiración artística. Puede estudiar la música como se estudia una ciencia y producir millares de composiciones tan matemáticamente correctas como una ecuación, sólo para ser olvidadas tan rápidamente como olvidamos las ecuaciones. No muchos de nosotros somos compositores, pero casi todos percibimos lo que es talento musical, es decir, la aptitud de distinguir y apreciar la buena música, aunque no tengamos la habilidad de ejecutarla.

La música, por lo tanto, es universal. Aun entre las así llamadas tribus primitivas del África, no hay gente que carezca de dones musicales. Los más primitivos e ignorantes cantan a ocho voces, mientras que nosotros, por lo general, cantamos a cuatro. Nunca han visto música escrita; no saben qué es la ciencia del sonido. Surge sencillamente como arte espontáneo. Uno de los incidentes más profundamente conmovedores de mi vida, ocurrió mientras me encontraba sentado bajo las estrellas en el África Central, escuchando a tres mil hermanos africanos que cantaban un himno fruto de su propia experiencia, que afectaba la forma de un oratorio, tan complicado, que hasta al estudiante de armonía y contrapunto le hubiera resultado difícil desenredarlo para poderlo escribir.

La grandeza y la riqueza expresiva de la música se advierte en el hecho de que las más sublimes experiencias de la historia humana han sido acompañadas por la música. Esto la señala como la suprema expresión de la altura y la profundidad de las emociones del hombre. Job nos dice que en la creación, las estrellas todas del alba cantaban. Después de la liberación junto al Mar Rojo Moisés cantó en un lenguaje tan majestuoso que se ha considerado que su himno es digno de ser cantado de nuevo en el mar de vidrio. Al dedicar el templo de Salomón, la morada de Dios entre los hombres, millares de cantores levitas ataviados de lino blanco, con címbalos, salterios y arpas, 120 sacerdotes con trompetas y un gran coro magníficamente preparado, acompañaron la orquesta. El relato sagrado nos dice que la armonía fue perfecta, porque “sonaban las trompetas, y cantaban con la voz todos a una.” Entonces la casa se llenó con una nube, a tal punto que los sacerdotes no pudieron entrar para cumplir su ministerio, porque la gloria del Señor había henchido la casa. La noche cuando Jesús nació en Belén, los collados de Judea se inundaron con la música de las huestes celestiales que alababan a Dios.

El peregrinaje terrenal de los hombres se ha visto jalonado por constantes esfuerzos por acercarse al lenguaje musical del cielo, pero “la historia de la música nos revela un desarrollo lento y casi penoso para alcanzar la música celestial. En el desierto, Israel cantaba los mandamientos al son de la música instrumental,” al decir del espíritu de profecía. Si bien aquellos cantos eran sencillos, “sus pensamientos se elevaban de las pruebas y dificultades del camino; el espíritu impaciente y turbulento se suavizaba y calmaba; los principios de la verdad fueron implantados en la memoria y la fe se fortaleció. La acción en concierto les enseñó orden y unidad, y la gente se relacionó entre sí más íntimamente.”

Aquel canto debe haber sido muy sencillo, pues su ritmo dependía del texto que se cantaba, y por lo tanto carecía de la regularidad del ritmo que nosotros conocemos. Pero ésta era la única manera de preservar la pureza de la música religiosa. Durante los tres siglos anteriores a la venida de Jesucristo, conocidos como la era helenística, cuando la influencia de la civilización pagana griega llegó a ser universal, era sumamente difícil preservar la pureza de la verdad mediante la música, porque las inmorales fiestas griegas eran acompañadas por música vocal e instrumental de una belleza mucho más atrayente a lo menos en lo que al sensualismo se refiere.

Cuando llegamos a la era cristiana, descubrimos que la música de la iglesia primitiva se diferenciaba también marcadamente de la pagana. En efecto, durante los tres o cuatro siglos que siguieron a la era apostólica y hasta el advenimiento del papado, la historia de la música eclesiástica sigue un curso paralelo al desarrollo del sistema de gobierno eclesiástico, que del sistema democrático de los apóstoles desemboca por fin en la organización jerarquizada de la iglesia medieval.

Durante esos pocos primeros siglos unos cuantos grandes himnos como “Gloria in Excelsis Deo,” “Te Deum Laudamus” y el “Magníficat” se incorporaron al culto cristiano; pero cuando nos acercamos al establecimiento de la forma jerárquica de gobierno eclesiástico, se puso mucho énfasis en la música ritual. Los laicos dejaron de participar en el canto durante el culto. El Concilio de Laodicea (siglo IV de J. C.) prohibió que la congregación cantara en las iglesias. Asimismo, cesó por completo el uso de instrumentos en el culto. San Jerónimo declaró: “Una doncella cristiana no debe saber lo que es una lira o una flauta, ni para qué sirve.”

Todo esto tenía el propósito de evitar completamente hasta la apariencia de música pagana en el culto y especialmente de música griega, porque comprendían cuán fácilmente se podía degradar la música debido al ritmo, tal como lo vemos tan bien ilustrado actualmente en nuestra música moderna. De allí que se haya implantado el canto gregoriano, el cual se perfeccionó desde los tiempos del papa Gregorio en adelante. Esta es una forma de canto que ha durado mucho en la historia eclesiástica. Pero la música sencilla y monótona, no podía satisfacer eternamente el corazón humano, por eso hacia fines del siglo X se añadió una voz más al coro al unísono para darle un poco de matiz a la música religiosa.

Bajo la influencia del Renacimiento y como consecuencia de la liberación del espíritu del hombre, hasta el canto religioso llegó a ser tan florido que no se podían entender sus palabras, al punto que el Concilio de Trento amenazó con anatematizar toda esa música y ordenó que se volviera a la sencillez del canto al unísono. A fin de salvar algo de lo que se había hecho en favor del enriquecimiento de la música religiosa, el famoso Palestrina, según se cree, presentó al Concilio su música en cierto modo restringida pero no obstante muy hermosa. Aunque emplea el contrapunto, es sencilla y bella, y por ello mereció la aprobación de la Iglesia de Roma.

Este importante Concilio de Trento fijó en el siglo XVI muchas de las prácticas y creencias del catolicismo para el futuro, y es interesante advertir que en el campo de la música todas las formas litúrgicas, inclusive la católica. conservan una música religiosa relativamente sencilla. La Reforma protestante, además, presta nuevo énfasis al himno entonado por el pueblo, como símbolo de emancipación.

En Inglaterra, los lolardos. seguidores de Wycleff, la estrella matutina de la Reforma, dos siglos antes de Lutero implantaron una nueva clase de música religiosa que surgió del mismo corazón del pueblo. Huss, en Bohemia, publicó dos colecciones de himnos antes de la época de Lutero. Estos se basaban mayormente en la música popular, pero con modificaciones para adaptarla a propósitos religiosos. Es interesante advertir, sin embargo, que en nuestro propio himnario tenemos algunos himnos que antiguamente eran sólo canciones populares. Si conociéramos las palabras originales, probablemente no nos gustarían en absoluto como himnos, tal como muchos reaccionan ante el Ave María de Schubert, melodía que no aceptan ni los mismos católicos como apropiada para el culto. Le correspondió a Lutero, pues, la estructuración de la himnología protestante a fin de librar el corazón de los hombres mediante el poder de la música.

El mismo espíritu de la Reforma voló en alas de los himnos basados en la música del pueblo. Muchos de los himnos de Lutero cumplieron su propósito y murieron como ocurre con muchos actualmente, pero a lo menos uno de ellos vivirá para siempre como el himno de combate del protestantismo, a saber “Castillo Fuerte es Nuestro Dios.”

Con el reavivamiento wesleyano del siglo XVIII nació una nueva música, basada en la experiencia espiritual de los cristianos, y por eso mismo más profunda y emotiva en su carácter. Aun hoy cantamos los hermosos himnos de los Wesley, de Isaac Watts y otros. Durante los 250 años transcurridos desde entonces, centenares de compositores nos han brindado la gran riqueza de su producción. Al impulso de varios grupos que llevaron a cabo esfuerzos de reavivamiento en el siglo pasado, surgió una nueva clase de música religiosa: el himno evangélico, de estilo y méritos muy diversos. Las organizaciones pentecostales que han aparecido durante los últimos treinta o cuarenta años popularizaron una clase de himno evangélico sumamente emotivo. Aunque emplean mayormente música. secular a la cual adaptan letra religiosa, no se puede dudar de su sinceridad. Pero la sinceridad en el campo de la música religiosa no convierte en adecuada para el culto una melodía que por su naturaleza no lo es, pues en la música, como en los otros órdenes de la vida, los más sinceros pueden estar totalmente descarriados del buen camino. (Continuará.)

Sobre el autor: Profesor del colegio de la Unión del Atlántico, EE.UU.