Hoy recordé que soy pastor. Necesitaba de las palabras de un pastor; de alguien que entendiera mi situación y no me hiciera escuchar lo que yo quería, sino lo que necesitaba como joven pastor. Confieso que su respuesta no me agradó, en un principio. No me parece justo –me decía una y otra vez a gritos en silencio, mientras aquel pastor de experiencia me aconsejaba–: creo que debería ser tratado de otra manera. Estaba convencido de que mi reclamo era bien fundamentado; que no estaba pidiendo nada fuera de lo normal. Simplemente, estaba pidiendo un mejor trato; consideración, sería la mejor definición de mi pedido. No era posible recibir un trato semejante a estas alturas, trabajando en la “obra” de Dios.

     Estaba furioso a más no poder. Sentado con brazos cruzados y cuerpo hacia atrás, cabeza medio inclinada y mirada fija a los ojos de un pastor, que lo único que pretendía era decirme en resumen: “No puedo creer que tú estés reclamando derechos…” Quizás aquel pastor no estaría pensando eso, pero al menos eso es lo que inferí mientras él me aconsejaba.

     Lo que sucedía era simple: a todos los trataban mejor que a mí. Yo siempre era el más perjudicado y, por ello, estaba perdiendo el respeto de los demás. No era posible que esto ocurriera y nadie pudiera hacer nada para revertir la situación, o simplemente, que me dieran lo que me correspondía y merecía, según el “reglamento”. ¿Por qué razones? ¿Porque era un aspirante aún? ¿Porque así debe ser tratado un aspirante al ministerio? ¿Por qué es este el modo de “pagar el derecho de piso”? Si era así, sería mejor que se lo anticipasen a los aspirantes al ministerio, o que en la Facultad de Teología se dicte el curso: “Todo lo que debe saber sobre ser aspirante al ministerio”.

     Fue entonces que me contó la historia del mendigo y el rey. Esa historia en que el rey lleva a vivir a su palacio, con todos los privilegios y los honores, a un “miserable” mendigo… que era feliz en su pobreza. El desenlace de la historia cuenta que le dijeron al rey que su protegido, el mendigo al que él había dado privilegios y honores, vestidos y comida, cargo y grandezas, estaba tramando asesinarlo. El rey no lo cree, pero finalmente lo sigue hasta el lugar en que le habían informado que el ex mendigo fraguaba el asesinato. Grande fue su sorpresa cuando lo encontró solo, en una miserable y tétrica cueva, con ropas sucias y objetos de valor insignificante. El rey le preguntó: “Dime, ¿qué es lo que tramas, para asesinarme? ¿Con quiénes planeas asesinarme?” El ex mendigo le respondió: “Nada de eso es cierto, mi rey. Yo vengo acá todos los días para no olvidar mis raíces; para no olvidar de dónde vengo”.

     Cuando el pastor me contó esa historia, mi corazón se quebró. Mis brazos se desataron; mi cuerpo se humilló; mis ojos miraron al suelo y mis labios dijeron: “Gracias, pastor”. Hoy recordé que soy pastor. Cuando decidí servir a Dios en este ministerio, vine con solo una consigna: “Heme aquí, envíenme a donde sea y para lo que sea”. ¿Cuándo fue el día en que olvidé esa consigna preciosa y tan maravillosa? Jamás pensé, ni imaginé, lo que recibiría a cambio de servir a Dios en su causa. Lejos estaba en mí pensar en los “derechos” (es más, ni los conocía). Y sí sabía, y quería, cada vez más conocer y cumplir mis deberes como misionero en la causa de Dios.

     Pero ¿qué es lo que motiva a un joven pastor a plasmar estas líneas? Simple: hoy recordé que soy misionero; soy pastor. Así de sencillo: recordé, porque lo estaba olvidando; perdiendo, sin darme cuenta quizás, ese primer amor. Aquel pastor, con una voz dulce y suave de amigo y de padre (por los años) oró por mí.

     Pido a Dios que no permita que me desvíe del verdadero propósito para el cual fui llamado. Quiero ser un pastor; un pastor del agrado de Dios (Jer.3:15). Un buen pastor a los pies del Pastor de pastores: Jesús, el Buen Pastor (Juan 10:11). No convertirme, con el tiempo, en un mal pastor (Eze. 34:2-11), que piensa en sí mismo, y no en las ovejas que debe pastorear por amor.

     Han pasado casi más de dos años desde mi diálogo con aquel ministro de experiencia, y aprendí a vivir cada día recordando que soy un pastor. Soy feliz de ser un siervo de Dios. Es probable que, en ocasiones, nos sintamos no valorados y hasta ignorados, pero jamás debemos olvidar que fuimos llamados para vivir un ministerio especial, por la gracia de Dios (1 Cor. 15:10). Y, lo que es más importante, para agradar al Supremo Pastor, a Jesús.

Sobre el autor:  Pastor en la Asociación Peruana Central Sur.