En el antiguo mundo oriental existía el siguiente proverbio, que se repetía constantemente: “Estoy agradecido de no ser incrédulo, ni incivilizado, ni mujer, ni esclavo”. La importancia de la mujer en ese ambiente fue siempre muy reducida.[1] En el pueblo de Israel, en cambio, aunque la mujer parece estar en una situación inferior al hombre, en su casa, tiene derechos iguales a los de su marido, especialmente en lo relacionado con la educación de sus hijos [2] Esta igualdad aparece en las leyes que condenan las faltas de los hijos contra su madre del mismo modo que condenan las ofensas contra sus padres (Exo. 21:17; Lev. 20: 9; Deut. 21: 18-21; 27: 16) y en el Decálogo que demanda honrar tanto a la madre como al padre (Exo. 20: 12; Lev. 19:3).

 El marido debía amar a su mujer, escucharla y tratarla como a su igual. Esto ocurre con la madre de Samuel (1 Sam. 1:4-8, 22-23) y con la sunamita (2 Rey 4: 8-26). Los hijos deben respetar a su madre (Prov. 19:26; 20:20; 23: 22; 30: 17) [3] y honrarla (Exo. 20: 12). La mujer es la gracia personificada y digna de recibir honores (Prov. 11:16), especialmente cuando es industriosa, trabajadora, bondadosa, sabia, honorable y piadosa (Prov. 31:10-31).

 Según la Biblia, la mujer tiene un lugar en la vida religiosa del pueblo de Dios y una parte en el ministerio evangélico. Expondremos estas enseñanzas clasificando su contenido en tres partes: en primer lugar analizaremos el papel de la mujer en la vida religiosa del pueblo de Dios; en segundo lugar, su ubicación en el ministerio evangélico cristiano primitivo, y en tercer lugar, su importancia en el ministerio evangélico actual.

I. El papel de la mujer en la vida religiosa del pueblo de Dios

 Durante el período veterotestamentario las mujeres participaban plenamente en las actividades religiosas relacionadas con las grandes fiestas del pueblo de Israel, como la Pascua, el Pentecostés y la fiesta de los Tabernáculos.[4] En relación con la fiesta de la Pascua, están ciertamente incluidas en las expresiones: “toda la comunidad israelita”, “por familia”, “por cada casa” (Exo. 12:3). Más específicamente, en relación con la fiesta de las semanas se incluye la participación de las viudas (Deut. 16:11), y en relación con la fiesta de las cabañas también se incluyen las “viudas que vivan en su ciudad” (Deut. 16: 14). La participación en las fiestas indicaba la relación que cada uno de los israelitas mantenía con Dios. Esa relación se expresaba de manera mucho más permanente a través del pacto.

 La mujer también participaba del pacto que Dios había hecho con su pueblo Israel. Moisés, en el país de Moab, dijo al pueblo: “Hoy están reunidos todos ustedes delante del Señor su Dios: los jefes de sus tribus, los ancianos, los oficiales, todos los hombres de Israel, los niños, las mujeres y los extranjeros que viven entre ustedes, desde el leñador hasta el aguador, para compromerse bajo juramento el pacto que el Señor su Dios hace hoy con ustedes” (Deut. 29: 10-12). El pacto es el convenio que Dios establece con el hombre, hecho con el solemne rito de la muerte de algún animal,[5] mediante el cual “queda establecido que ustedes son su pueblo y que él es su Dios” (Deut. 29:13).

 El pacto de Jehová con su pueblo incluye tres aspectos: 1) un regalo, hecho por Dios a su pueblo, 2) una relación, la comunión que Dios establece con su pueblo, y 3) una obligación, contraída por la persona que acepta el pacto con Dios y que se expresa en la forma de una ley.[6]

 Las mujeres participaban de toda la riqueza religiosa que implica el regalo de Jehová a su pueblo, la comunión íntima que se producía entre Él y ellos a causa de este regalo, y también debían cumplir las obligaciones establecidas por la ley. Hombres y mujeres estaban en situación de igualdad con respecto a la participación en la vida religiosa que Dios les había prescrito. Con respecto a los oficios religiosos había una diferencia.

 Estos oficios religiosos se encarnaban en dos personajes de la comunidad israelita: el sacerdote y el profeta. El sacerdote era un ministro del altar que servía en el santuario (Núm. 1:53), consultaba la voluntad de Dios (Núm. 27: 21), enseñaba las leyes y los decretos de Dios, ofrecía los sacrificios y las ofrendas (Deut. 33: 10), y actuaba como mediador entre el hombre y Dios (Heb. 5: 1).[7]

 Los sacerdotes eran los ministros del culto público.[8] ¿Tenían las mujeres alguna parte que cumplir en el culto público? Los templos paganos tenían hieródulas o sacerdotisas que ejercían la relación sexual sagrada en los templos, especialmente en los dedicados a la diosa de la fertilidad.[9] Pero Israel no tenía sacerdotisas. Ninguna mujer ocupó jamás un lugar en el sacerdocio israelita.[10] La única referencia que habla de mujeres en alguna clase de trabajo relacionado con el templo es Éxodo 38:8, donde se habla de “las mujeres que servían a la entrada de la tienda del encuentro’’. Este trabajo de las mujeres vuelve a repetirse en 1 Samuel 2: 22 donde se informa que los hijos de Eli prostituyeron a algunas de estas mujeres. Parece que el trabajo que ellas realizaban a la entrada del templo era el de porteras.[11] Esto indica que la mujer, en el culto público del antiguo Israel, cumplía una función de servicio silencioso, casi privado, pues el trabajo de los porteros siempre se realiza cuando el público se ha retirado.

 Este tipo de servicio concordaría con el oficio de diaconisas que la iglesia cristiana otorga a las mujeres (Rom. 16:1; 1 Tim. 3:11). No cabe la menor duda de que el oficio de diaconisa estaba asociado al del diácono, que mantenía una relación estrecha con el obispo o anciano (1 Tim. 3:1-13).[12] Lo importante aquí, tanto en lo que respecta a la portera del templo como a la diaconisa, es el carácter de asociado que tienen estos oficios. Parece ser que en el culto público la mujer puede ejercer un oficio asociado. No ocupa el oficio principal que dirige el culto en forma directa.

 El otro oficio religioso que aparece en la Biblia es el ejercicio por el profeta. Contrariamente a lo que ocurre con la mujer en el oficio sacerdotal, en las funciones de profeta no existe ninguna diferencia entre hombre y mujer. Algunos estudiosos han querido ver una diferencia radical y hasta opuesta entre el oficio profético y el oficio sacerdotal. Sin embargo ambos poseen el mismo objetivo. El sacerdote trata de alcanzarlo a través del culto y su intercesión a favor del pecador, en cambio el profeta trata de alcanzarlo a través del mensaje cuya revelación recibió de Dios y que trata de comunicar al pecador. Ambos tienen por objetivo la restauración del hombre a la comunión con Dios y la salvación.[13]

 “Desde los tiempos más remotos se había considerado a los profetas como maestros divinamente designados. El profeta era, en el más elevado sentido, una persona que hablaba por inspiración directa, y comunicaba al pueblo los mensajes que recibía de Dios. Pero también se daba este nombre a aquellos que, aunque no eran tan directamente inspirados, eran divinamente llamados a instruir al pueblo en las obras y caminos de Dios.”[14]

 En este oficio de comunicación y enseñanza del mensaje divino la mujer podía participar en pie de igualdad con el hombre. Concluyendo esta parte podemos decir que la participación de la mujer en el oficio sacerdotal que atendía el culto público era muy reducida y más bien en carácter de asociada. En cambio en el oficio profético, cuya función básica era comunicar y enseñar el mensaje divino, tenía una participación igual al hombre. Esta acción de la mujer aparece de nuevo en el ministerio cristiano con características semejantes.

II. El lugar de la mujer en el ministerio cristiano primitivo

 Ya hemos mencionado que, en lo relacionado con el culto cristiano, la mujer cumplía el oficio de diaconisa. Este es un oficio asociado cuyas funciones específicas no aparecen en el NT y sólo pueden comprenderse a través de las funciones que se atribuyen al diácono, que se pueden resumir en las siguientes actividades: a) administración de los bienes que posee la congregación, b) servicio práctico a la comunidad de creyentes Hechos 6-, y c) en el culto, ayudar en el servicio divino de la santa cena.[15] A esto debe agregarse lo que Pablo dice de Febe, la diaconisa de Cencrea (Rom. 16. 1) al expresar que ella fue su “protectora”.[16] La palabra que Pablo utiliza en este versículo es prostatis, que significa una mujer colocada sobre otros como protectora.[17]

 Esta idea estaría complementando el concepto de diaconisa expresado en el versículo anterior. Como se ve, el oficio de diaconisa contiene deberes relacionados con el culto y con la vida de la congregación cristiana. Este oficio, semejante al oficio sacerdotal del AT, también está relacionado con la proclamación del Evangelio así como el sacerdocio estaba relacionado con el oficio profético. En la predicación del Evangelio, la mujer aparece en el NT como colaboradora de Cristo y de los apóstoles. “Cristo habla de mujeres que lo ayudaron en la presentación de la verdad a otras personas y Pablo también se refiere a mujeres que colaboraron con él en el Evangelio”.[18]

 Cristo no sólo aceptó mujeres como seguidoras sino también aceptó el servicio y el dinero de un grupo de devotas mujeres galileas que lo acompañaron en sus viajes (Luc. 8: 1-3; Mat. 27: 55, 56). Las mujeres fueron las primeras en llevar las buenas nuevas de la resurrección de Cristo (Luc. 23: 55-24: 10).

 Pablo, aunque tiene textos definidos que colocan a la mujer en imposibilidad de dirigir el culto público (1 Tim. 2:11-14; 1 Cor. 14:34, 35), les permite orar en público (1 Cor. 11: 13), profetizar (1 Cor. 11: 5), y las acepta como colaboradoras en la predicación del Evangelio porque al aceptar a Cristo ya “no hay varón ni mujer” (Gál. 3: 28).

 Entre las colaboradoras de Pablo se mencionan a Evodia y Síntique (Fil. 4: 2), Priscila (Rom. 16: 3), y las otras mujeres que aparecen en Romanos 16: María (vers. 6), Trifena, Trifosa y Pérsida (vers. 12).

 Priscila tiene algunas características muy importantes. Pablo la menciona junto a su esposo, a quienes llama sus colaboradores en Cristo Jesús (Rom. 16:3). La palabra sunergós que Pablo utiliza aquí, se usa en el NT para indicar otra persona que se dedica juntamente a trabajar por el avance de la causa de Cristo.[19] Entre ellos se mencionan a Epafrodito (Fil. 2: 25), a Clemente (Fil. 4: 3), a Urbano (Rom. 16: 9) y a Timoteo (Rom. 16: 21). Es evidente que se trata de evangelizadores ocupados en la proclamación del Evangelio.[20]

 Aunque Priscila y Aquila, su esposo, con quien estaba íntimamente asociada en las tareas de predicación, “no fueron llamados a dedicar todo su tiempo al ministerio del evangelio”,[21] son llamados “fervientes obreros de Cristo”[22] y, después de encontrarse con Pablo en Corinto, lo acompañaron a Éfeso, y “los dejó allí para que continuaran la obra que había empezado”.[23]

 La dedicación de este matrimonio a la evangelización era tan intensa que tuvieron una iglesia en su propia casa cuando vivieron en Éfeso (1 Cor. 16: 19) y cuando volvieron a vivir en Roma (Rom. 16:3-5). La participación de Priscila tiene que haber sido bastante destacada porque, cuando Pablo se refiere a ellos, coloca a Priscila en primer lugar (Rom. 16:3; Hech. 18: 18; 2 Tim. 4: 19). Además de mencionar a Febe y a Priscila, Pablo también da los hombres de otras mujeres en Romanos 16. En este capítulo aparecen los nombres de doce mujeres y de diecisiete hombres. Entre las mujeres se destacan Trifena y Trifosa, “las cuales trabajan en el Señor” (vers. 12), y María, lo mismo que Pérsida que han “trabajado mucho” en el Señor (vers. 6 y 12). El verbo kopiáo significa trabajar laboriosa y asiduamente, trabajar afanosamente sin medir esfuerzos, hasta el cansancio.[24] La dedicación sin medida de las mujeres era en favor de Cristo. Estas frases son expresiones técnicas usadas por Pablo para expresar que estas mujeres estaban completamente dedicadas a la difusión del Evangelio.[25]

 Hasta el momento tenemos algunas ideas bien definidas relacionadas con la participación de la mujer, tanto en el culto como en la proclamación del Evangelio.

 Con el término “asociada” se puede expresar la idea básica que se aplica a los oficios, que en el AT encarnaban el sacerdote y el profeta. La mujer participaba como colaboradora del sacerdote, particularmente como portera del santuario, o como diaconisa de la iglesia cristiana. En la transmisión del mensaje divino tenía una participación más directa tanto en la comunidad israelita en la que cumplía el oficio de profetisa, como en la comunidad cristiana en la que cumplía tareas de colaboradora del apóstol.

 Esta idea de colaboradora del apóstol vuelve a expresarse en Filipenses 4: 2-3, en donde Pablo, refiriéndose al trabajo de Evodia y Síntique, dice en ellas “combatieron juntamente conmigo en el evangelio”. La palabra traducida como combatieron es el verbo sunathléó que significa esforzarse juntamente con otro, secundar a alguien. En el caso específico de estas dos mujeres Pablo dice “ellas secundaron mis esfuerzos”.[26] La idea de que la participación de la mujer en el ministerio complementa la obra del apóstol es realmente importante y nos permite identificar la importancia que tiene la mujer en el ministerio actual.

III. Importancia de la mujer en el ministerio actual

 Los talentos de la mujer son indispensables para el éxito del oficio ministerial. “Cuando ha de realizarse una obra grande y decisiva, Dios escoge a hombres y mujeres para hacer su obra, y esta obra sentirá la pérdida si los talentos de ambas clases no son combinados” (Carta 77, 1898).[27]

 Hablando más específicamente de la tarea que corresponde a la esposa del pastor, que según los antecedentes bíblicos debe realizar un trabajo que complemente el ministerio de su esposo, debemos hacer referencia a las siguientes palabras: “El ministro y su esposa deben salir juntos, cuando esto sea posible. La esposa, con frecuencia puede trabajar junto a su marido cumpliendo una tarea noble. Puede visitar los hogares y ayudar a las dueñas de casa en una forma como su esposo no podría hacerlo”.[28]

 Este concepto de que las esposas de los ministros deben trabajar en relación con sus esposos vuelve a expresarse en el siguiente párrafo: “Hay una gran obra que deben realizar las mujeres en la causa de la verdad presente. Mediante el ejercicio del tacto femenino y el uso sabio de sus conocimientos de la verdad bíblica, pueden eliminar dificultades que nuestros hermanos no podrían enfrentar. Necesitamos obreras que trabajen en relación con sus esposos y debiéramos animar a las que desean dedicarse a este ramo del esfuerzo misionero” (Carta 142, 1909).[29]

 El oficio ministerial del pastor y su esposa es uno y el mismo. Ambos deben dedicar sus talentos en pie de igualdad. “La mujer, que aprovecha sabiamente su tiempo y sus facultades, confiando en Dios para obtener sabiduría y fuerza, puede estar en pie de igualdad con su esposo como consejera, compañera y colaboradora, y sin embargo, no perder su gracia o modestia femenina”.[30]

 Es evidente, entonces que en lo que respecta al culto, el pastor ocupa el lugar del sacerdote en el AT y del apóstol en el NT. En esta tarea cuenta con la ayuda femenina de las diaconisas. En lo que respecta a su oficio profético, mediante el cual proclama el mensaje divino, puede contar con la ayuda femenina incluyendo a su propia esposa en un pie de igualdad con él ya que todas las tareas que el pastor realiza también pueden ser ejecutadas por su esposa quien puede y debe actuar como compañera, consejera, colaboradora[31] orientadora de hogar,[32] instructora bíblica,[33] profesora de clases bíblicas,[34] consejera de mujeres,[35] visitadora de madres y niños,[36] y también puede hablar a la congregación.[37] En consecuencia, las esposas de los pastores debieran agregar los talentos femeninos al ministerio y debieran trabajar en el ministerio evangélico.[38]

 Si la esposa del ministro es un complemento indispensable para su ministerio, la importancia de la mujer en el ministerio cristiano es de gran valor. La mujer, encontrándose en una situación de igualdad con su marido pastor en esta tarea, debiera dedicar sus mejores talentos y energías a tornar más efectivo el ministerio dándole la dimensión con la cual éste alcanza su plenitud.


Referencias:

[1] Albrecht Oepke, “Guné,” Theological Dictionary of the New Testament (TDNT) ed. por Gerhard Kittel (Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1974), t. 1, pág. 777.

[2] Xavier León-Dufour, Vocabulario de teología bíblica (VTB) (Petrópolis, Editora Vozes Ltda., 1977), columna 626

[3] Poland de Vaux, Ancient Israel (New York, McGraw-Hill Book Company, 1961), t. 1 págs. 39, 40.

[4] O. J. Baab, “Woman”, The Interpreter’s Dictionary of the Bible (New York, Abingdon Press, 1962), t. 4, pág. 865.

[5] Robert Baker Girdlestone, Synonyms of the Old Testament (Grand Rapids, Mich. 1897), pág. 214.

[6] Edmond Jacob, Theology of the Old Testament (New York, Harper & Row, 1958) pág. 211.

[7] Roland de Vaux, Ancient Israel, t. 2, págs. 345-357.

[8] Ibid. pág. 384.

[9] Augusto Alegro, “La mujer en camino de realizarse”, Revista Bíblica 38: 159 (1976), pág. 6.

[10] Roland de Vaux, Ancient Israel, t. 2, pág. 384.

[11] Adam Clarke, The Holy Bible with a Commentary and Critical Notes (New York, Abingdon Cokesbury Press, s.f., t. 1, pág. 485.

[12] Hernán W. Beyer, “Diakonéó, diakonía, diákonos”, TDNT t. 2, págs. 90, 93.

[13] Edmond Jacob, Theology of the OT, pág. 240.

[14] E. G. de White, La Educación (Mountain View, California, Publicaciones Interamericanas. 1958), págs. 42-43.

[15] H. W. Beyer, art. cit. TDNT, t. 2, págs. 90, 92.

[16] María Bertetich, “Las mujeres de la vida y los escritos de San Pablo”, Revista Bíblica 38: 159 (1976), pág. 20.

[17] Joseph Henry Thayer, A Greek-English Lexicon of the New Testament (New York, American Book Company, 1889), pág. 549.

[18] E. G. de White, “Why the Lord waits”, Review and Herald 73: 20 (21 de julio de 1896), pág. 449.

[19] Thayer, Lexicon, pág. 603.

[20] M. Bertetich, art. cit., RB, pág. 19.

[21] E. G. de White, Los Hechos de los Apostoles, (Florida, Bs. As. ACES, 1977), pág. 292.

[22] Ibid., pág. 200.

[23] Ibid., pág. 221; Hech. 18: 18, 19.

[24] Thayer, Lexicon, pág. 355.

[25] M. Bertetich, art. cit., RB, pág. 21.

[26] J. B. Lightfoot, St. Paul Epistle to the Philippians (Grand Rapids, Michigan, 1913), pág. 158.

[27] E. G. de White, El Evangelismo, (Florida, Bs. As. ACES, 1975), pág. 343.

[28] Ibid., pág. 358.

[29] Ibid.. pág 359.

[30] Ibid., pág. 341.

[31] loc. cit.

[32] Ibid., pág. 358.

[33] Ibid., pág. 344.

[34] Ibid., 346.

[35] Ibid., pág. 337.

[36] Ibid., pág. 336.

[37] Ibid., pág. 346.

[38] Ibid., pág. 345.