Cualquier organización dedicada a alcanzar objetivos depende de los líderes y seguidores. El programa de Dios también depende del liderazgo y de los “seguidores”. Es más que un axioma afirmar que florecerá a medida que la calidad de su liderazgo en todos los niveles refleje las cualidades de Cristo.

            Obviamente una persona no puede ser líder si no tiene seguidores. Es posible que algunos piensen que son líderes, pero a menos que tengan un grupo de personas que adopten su ideología y los apoyen en sus actividades, los líderes no son más que una comisión compuesta de un solo miembro. Y en vez de tener un equipo de miembros leales, los seguidores se convierten en espectadores críticos.

            Los dirigentes no son líderes porque hayan sido elegidos o porque tengan un título. Son líderes porque alguien los sigue.

            Esto suscita la pregunta, ¿cuáles son las cualidades que inspiran o compelen a la gente a seguir a los líderes? Y si vemos la otra cara de la moneda, ¿qué caracteriza a los grandes seguidores? Permítanme considerar cuatro componentes determinantes que hacen que la gente siga a sus líderes.

Integridad

            Integridad es “incorruptibilidad”. Implica ser leal a los fundamentos de la fe, una profunda dedicación interior a vivir una vida en la atmósfera del cielo mientras se mantienen los pies en la tierra. Integridad es: “Sé honesto contigo mismo”. Pero la integridad cristiana es más que eso. Implica ser honesto con Dios, sus mandamientos, y su vocación. La integridad cristiana no puede comprarse ni venderse. Es el resultado de la residencia del Espíritu Santo en nuestras vidas. Ocurre a medida que nos sometemos a la presencia de Dios. Implica dedicación a la obra de Dios en el mundo sin tomar en cuenta la “agenda personal”.

            De la integridad personal deriva la credibilidad. El líder simplemente no puede dirigir si no se cree en él. La credibilidad “se acumula lentamente, pero se gasta con liberalidad”. Todos conocemos y recordamos a pastores y maestros en quienes hemos confiado. Pero cuando traicionan esa confianza, es difícil continuar apoyándolos, al menos como líderes. Muchos han debilitado sus posiciones de liderazgo debido a una falta de integridad y credibilidad. Pero las personas siempre seguirán a los líderes íntegros, que no comprometan la honestidad.

            Otra importante característica o capacidad implícita en la integridad es que se opone al liderazgo abusivo. Un líder íntegro no tiene nada que esconder. Es abierto y está dispuesto a involucrar a otras personas en la toma de decisiones y en un amplio espectro de actividades significativas. Cuando los dirigentes de la iglesia no son manipuladores, controladores o subversivos, los miembros de la iglesia los siguen confiadamente.

Visión

            Añada a la integridad, visión. Los dirigentes sin visión -y un medio a través del cual comunicarla claramente en la organización a la cual sirven- no están preparados para dirigir. Tanto los objetivos como la dirección a seguir se derivan de la visión o se extienden a partir de ella. Sin una dirección u objetivo claro, la organización, especialmente si es eclesiástica, se deteriorará y tropezará gravemente. En el mejor de los casos, se convertirá en un club social, y en el peor, será proclive a seguir la dirección de otros dentro del mismo grupo. Y podría convertirse en “nómada”, vagando en círculos, enfatizando una cosa hoy y otra mañana, cambiando con el viento, como barco sin timón ni dirección. Un barco sin un derrotero seguro, se perderá en el mar y finalmente naufragará.

            La visión, como dice George Bama: “Es una reflexión de lo que Dios quiere lograr a través de usted para edificar su reino”. La “visión no tiene nada que ver con el mantenimiento del statu quo. Visión es extender la realidad para que llegue más allá del estado actual”.[1] No viene del líder, sino a través de él. Dios ya tiene una visión para su iglesia. Si bien puede andar en busca de una fresca comprensión, una nueva dedicación y una nueva expresión de su visión, Dios no busca una nueva. Él busca dirigentes que hagan suya su visión y la pongan en práctica.

            Al dirigente que está en contacto con Dios se le dará una visión muy personal, poderosa y práctica. Será una visión que la mayoría de los miembros de la iglesia aceptará. La visión misma debe ser claramente comunicada, aun cuando los detalles de la misma sean discutibles. Entre una visión y su instrumentación se encuentra una tarea. Benjamín Reeves, ex rector del Oakwood College, dice: “Con una visión siempre hay una tarea. Una visión describe lo que puede ser; una tarea vincula lo que debe hacerse para llevarlo a la realización… Con toda visión y tarea está la seguridad de que nuestros esfuerzos, totalmente sometidos a la providencia y dirección divinas, pueden llegar a convertirse en una realidad”.[2]

            La visión produce poder sustentador. Puede ayudar a los dirigentes en los momentos difíciles. Puede impulsarlos hacia adelante para cumplir la tarea si reconsideran con frecuencia la visión que Dios les ha dado.

            Una visión digna de la causa se recibe a través de la oración y se nutre en la vida devocional. Se comunica con inspiración y en forma personal. La persona que recibe la visión de Dios y puede comunicarla con claridad, es un líder a quien el pueblo seguirá.

Amor

            Tercero, un líder efectivo será un dirigente que ama a Dios y a la gente que está a su cargo. Las características de este amor no se expresarán sólo en la dimensión vertical de una relación personal con Dios, sino que se desbordarán para alcanzar a otros seres humanos. Este amor será visible. Podrá sentirse. Se expresará en forma consistente, como la cualidad que sostiene el comportamiento del liderazgo.

            “Cuando el principio celestial del amor eterno llene el corazón, fluirá hacia otros, no meramente porque se reciben favores de ellos, sino porque el amor es el principio de acción y modifica el carácter, gobierna los impulsos, controla las pasiones, subyuga la enemistad, y eleva y ennoblece los afectos”.[3] Es posible que no todos los dirigentes ejerciten el amor en la misma forma, pero cualquiera sea ésta, se verá. El amor que tenemos por Dios no sólo debe arder dentro de nosotros, sino consumirnos. Debe incendiamos. Creará un calor que atraiga a la gente hacia nosotros, no una frialdad que los induzca a huir.

            Boyd A. Stockdale, uno de mis profesores, discutió una vez la idea del ministerio “muy técnico” en contraste con el ministerio “muy personal”. Observó que en nuestra época altamente tecnificada la gente está necesitada y ansiosa de recibir el toque animador de otros. Es una de las razones por las que, aunque haya un cajero automático en prácticamente todos los bancos, muchos clientes todavía insistirán en visitar y hablar con los hombres y mujeres encargados de las cajas tan a menudo como les sea posible.

            En nuestra era impersonal de interminables voces telefónicas y asociaciones independientes, ansiamos saber si alguien tiene un interés personal en nosotros; que alguien más aparte de Dios se preocupa por nosotros; que alguien más nos ama y acepta como somos.

            Es bien sabido que cuando un pastor que ama y que no necesariamente se inclina a iniciar grandes programas, deja la iglesia, los miembros lo sienten grandemente. Por otra parte, pastores a quienes por lo general no se les echa de menos, poseen excelentes cualidades como predicadores y proponen programas creativos, pero no tienen ese toque humano que da el amor.

            Los dirigentes en nuestro medio que aman de verdad a la gente, encontrarán que las personas estarán siempre listas a seguirlos, así como siguieron a Jesús. Los líderes que no aman, no sólo se aislarán, sino que tendrán “menos seguidores”.

Humildad

            El cuarto componente decisivo del liderazgo es la humildad. Muchos líderes son ostentosos, pretensiosos, aparatosos y vanos. Es posible que para ciertas empresas sean excelentes, porque el mundo parece evaluar a quienes se promueven a sí mismos hasta el tope del montón. Un ministro amigo mío que asistía a la escuela de leyes les comentó a su profesor y a sus compañeros de clase que aquello parecía algo así como un mundo donde el pez grande se comía al más chico, donde el peor llegaba a la cumbre. La respuesta fue, “aprenda a comer peces y a disfrutarlo”. Este no es el método de Cristo.

            A veces pareciera que en la iglesia misma hay quienes han llegado muy alto en la jerarquía de la denominación auto promoviéndose. Son impulsados en vez de llamados, y la autopromoción parece motivarlos.

            Los líderes piadosos, sin embargo, serán mansos y humildes. El cielo todavía aprecia a aquellos que se humillan a sí mismos y siguen a Dios: “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes” (Sant. 4:6). La humildad hace que uno se humille para que Cristo sea ensalzado. No podemos exaltar a Jesús y exaltamos nosotros al mismo tiempo.

            Jesús hizo de la humildad un principio esencial de su reino. “Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mat. 18:4). “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mat. 5:5).

            Cuando el Espíritu Santo nos toma y moldea a la semejanza e imagen de Jesús, facilitando nuestra obediencia a Cristo en todas las cosas, el valor que le concedemos a la búsqueda de la supremacía, se desvanecerá. Quedará expuesta como vacía e inútil.

            Los dirigentes humildes están dispuestos a negarse a sí mismos, por causa de aquellos a quienes dirigen. Están dispuestos a gastarse para la glorificación de su Maestro sin preocuparse por la necesidad de reconocimiento humano. Es al perdemos en el servicio a Dios donde verdaderamente nos encontramos con nosotros mismos.

Jesús, el líder supremo

            Jesús es el único líder que conozco que reúne todas las cualidades del dirigente y del seguidor. Él tenía una integridad que resistió las tentaciones de un demonio que le prometió el mundo. Y tampoco se dejó intimidar por las presiones políticas de la aristocracia gobernante de sus días. Su integridad fue la que le dio el valor para resistir la presión de la manipulación humana y satánica. “Moraba entre los hombres como ejemplo de integridad inmaculada”.[4]

            Jesús sabía cuál era su misión porque ésta había sido definida por su visión. La visión de Jesús tuvo su origen en el cielo cuando vio la caída de Adán y Eva. A través de los años de su ministerio trató de alcanzar su objetivo incansablemente. Lo logró, porque estaba impulsado por una visión. La suya se refinó y mantuvo viva cuando oró en el Getsemaní. Su visión lo sostuvo cuando soportó la prueba de ser rechazado, golpeado y clavado en la cruz.

            El amor se reveló consistentemente en su vida y en su muerte. Su amor lo hizo sanar al enfermo, abrir los ojos a los ciegos y tocar a los leprosos. Se asoció con rameras, con recolectores de impuestos que eran ladrones y con agitadores profesionales, no para disfrutar juntos del pecado, sino para mostrarles el amor de Dios. Fue el amor el que lo condujo a la cruz: amor por pecadores como nosotros.

            Jesús no sólo enseñó la humildad como el núcleo de su reino, sino que vivió humildemente cada día de su vida. Jamás se promovió a sí mismo ni se jactó de sus talentos y habilidades. Siempre dio la gloria a Dios. Ni una sola vez se quejó de la forma como Dios lo trató. Más bien, le pidió al Padre que perdonara a quienes lo crucificaban. Por tanto, no nos maravilla que la gente haya seguido a Jesús. Y no es maravilla que la gente lo siga hoy.

Sobre el autor: es secretario ejecutivo de la Asociación del Norte de California de los Adventistas del Séptimo Día.


Referencias:

[1] George Bama, The Power of Vision (Ventura, Calif.: Regal Books), pág. 29.

[2] Benjamín Reeves, “With the Vision Comes the Task”, Oakwood, Winter 1996, págs. 8,9.

[3] Elena G. de White, Testimonies for the Church, tomo 4, pág. 223.

[4] ________________, Deseado de todas las gentes, pág. 243.