Pregunta 36-Continuación

La Iglesia Adventista del Séptimo Día no es ni calvinista ni totalmente arminiana en su teología. Reconociendo las virtudes de cada posición, hemos tratado de asimilar lo que nos parece que se presenta como clara enseñanza de la Palabra de Dios. Si bien creemos que Juan Calvino fue uno de los mayores reformadores protestantes, no compartimos su punto de vista de que algunos hombres “están predestinados para la muerte eterna sin ningún demérito de su parte, sencillamente por su soberana voluntad [de Dios]” (Calvino, Institución, libro 3, cap. 23, párr. 2). O que los hombres “no son todos creados con un destino similar; sino que la vida eterna está ordenada de antemano para algunos, y la condenación eterna para otros” (Id., libro 3, cap. 21, párr. 5).

Por el contrario, creemos que la salvación está al alcance de cualquiera y de todos los miembros de la raza humana, porque “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Nos regocijamos con el apóstol Pablo de que “antes de la fundación del mundo” (Efe. 1:4) Dios se propusiera hacer frente a las necesidades del hombre, aunque éste pecara. Ese propósito eterno incluía la encarnación de Dios en Cristo, la vida pura y la muerte totalmente expiatoria de Cristo, su resurrección de los muertos y su ministerio sacerdotal en los cielos, que culminará con las magnas escenas del juicio.

Creemos que nuestra enseñanza sobre el juicio es completamente escritural, y que es la conclusión lógica e inevitable de nuestro concepto del libre albedrío. Estamos convencidos de que como individuos somos considerados personalmente responsables ante Dios. El apóstol Pablo dice: “Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios. De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Rom. 14:10-12).

III. LA RAZA HUMANA PERDIDA POR EL PECADO DE ADÁN

El pecado de Adán incluyó a toda la raza humana. “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Rom. 5:12), afirma el apóstol Pablo. La expresión “por el pecado” muestra claramente que no se está refiriendo a los pecados individuales, sino más bien a la naturaleza pecaminosa que todos hemos heredado de Adán. “En Adán todos mueren” (1 Cor. 15:22). Por causa del pecado de Adán, “la muerte pasó a todos los hombres” (Rom. 5:12).

Fue para asistir al hombre en su necesidad y para salvar a la raza humana de la muerte eterna para lo que el Verbo eterno se encarnó. Cristo vivió como hombre entre los hombres, y luego murió en lugar del hombre. La muerte sustitutiva de nuestro Señor constituye el mismo corazón del Evangelio. Cuando lo recibimos por la fe, entonces su muerte llega a ser nuestra muerte —“Si uno murió por todos, luego, todos murieron” (2 Cor. 5:14). Las Escrituras revelan que así como fueron de largo alcance los efectos del pecado de Adán, así también lo fueron los de la gracia gratuita.

La Escritura dice: “Como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno [Jesucristo] vino a todos los hombres la justificación de vida” (Rom. 5:18). Pero si hemos de reinar “en vida” (vers. 17) debemos aceptar el “don de la justicia”. El apóstol Juan cita al Señor, como que dice: “Y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apoc. 22:17). La única forma en que podemos tomar de esa vida es tomando a quien es el Autor de la vida… “Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11, 12). Entendemos que este don de la vida está disponible para todos, si bien sólo los que se aferren de ese don —los que acepten la provisión divina— tienen vida eterna.

Todos hemos heredado de Adán una naturaleza pecaminosa. Todos somos “por naturaleza hijos de ira” (Efe. 2:3). Ora seamos judíos o gentiles, estamos todos “bajo pecado”. “No hay quien busque a Dios… No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom. 3:9, 11, 12). En consecuencia, todos estamos “bajo el juicio de Dios” (vers. 19). Pero si los hombres quisieran aceptar el don gratuito de la justicia, entonces no importaría cuán lejos se hubiesen apartado de Dios, o cuán profundamente se hubiesen empotrado en el pecado, aún podrían ser justificados, porque la justicia de Cristo, aceptada, se les atribuye. Tal es la incomparable gracia de Dios.

Cuando Pablo habla de la justificación que es nuestra en Cristo, primero dice que somos “justificados gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:24), porque la gracia es la fuente. Luego dice que somos justificados “por la fe” (Rom. 5:1), porque la fe es el método. Luego llega al clímax al decir que somos “justificados en su sangre” (vers. 9), porque la sangre es el medio. Santiago añade otra cualidad, expresando que “el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (Sant. 2:24). Pero las obras son la evidencia, no el medio, de la justificación. Todos estos factores vitales combinados operan en la vida del creyente, y de todos los que gustarán de esta gloriosa experiencia.

IV. LAS PROVISIONES PARA NUESTRA REDENCIÓN

Creemos que la Biblia enseña que nadie necesita perderse debido al fracaso de Adán, porque mediante la obra redentora de Cristo se ha hecho provisión para que todos acepten la gracia de Dios por la que pueden ser librados del pecado y rehabilitados en la familia del cielo. Cuando el apóstol Juan escribió de Cristo como “la propiciación por nuestros pecados”, es decir, los pecados de los creyentes, declaró que el sacrificio reconciliador, o propiciación, no fue únicamente por nuestros pecados sino también por los pecados de todo el mundo (1 Juan 2:2).

El hecho trágico, sin embargo, es que no todos aceptarán el sacrificio y recibirán la vida eterna. Jesús dijo: “Y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Juan 5:40). En su sentida súplica, dijo: “¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos… y no quisiste!” (Mat. 23:27). Posteriormente Esteban acusó a los fariseos de ser duros de cerviz y de resistir siempre al Espíritu Santo (Hech. 7:51). Así pues, basándonos en el testimonio bíblico concluimos que no fueron obligados a resistir al Espíritu; ellos eligieron resistirlo. Concordamos con Arminio cuando dijo:

“5. Todos los seres humanos no regenerados tienen libertad de decisión, y una capacidad de resistir al Espíritu Santo, de rechazar la gracia que Dios ofrece, de menospreciar el consejo de Dios contra sí mismos, de negarse a aceptar el Evangelio de la gracia y de no abrirle al que está llamando a la puerta del corazón; y eso pueden realmente hacerlo, sin que exista ninguna diferencia entre los elegidos y los condenados” (The Writings of James Arminius, Baker, 1956, tomo 2, pág. 497).

El apóstol Pedro, hablando de la paciencia de nuestro Señor, dice que no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped. 3:9). Este mensaje no se circunscribe al Nuevo Testamento; también es real en el Antiguo Testamento. “Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva” (Eze. 33:11). Pero cuando el impío se arrepiente y se vuelve de su mal camino, por ese mismo hecho se convierte en hijo de Dios y se coloca donde el Espíritu de Dios puede guiarlo para hacer la voluntad de Dios. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Rom. 8:14).

Es importante que aprendamos “cuál sea la voluntad del Señor” (Efe. 5:17). Escribiendo a los tesalonicenses Pablo dice: “La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes. 4:3). El Evangelio de Cristo son buenas noticias que cuentan cómo puede Dios tomar un alma perdida, alguien que es su enemigo por naturaleza, y luego de perdonarle su pecado cambiar su vida para que no sólo quede limpia de toda mancha, sino que por el crecimiento en la gracia sea conformada a la imagen de su Señor.

V. LA GRACIA DIVINA JUSTIFICA Y SANTIFICA

La primera obra de la gracia es la justificación. La obra continua de la gracia en la vida es la santificación. Algunos que se inician en el camino de Dios y se regocijan pensando que han sido justificados, fallan en apropiarse del poder residente de Cristo por el que solamente pueden ser santificados. El resultado es que al fin son hallados indignos. Por eso el apóstol dice: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2 Cor. 13:5). Jesús dijo: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mat. 7:21).

La gracia de Dios se otorga al creyente para que pueda deshacerse de todo peso y del pecado que lo acosaba tan fácilmente, y para que pueda correr con paciencia la carrera que tiene por delante (Heb. 12:1). El poder del Espíritu Santo lo capacita para vivir el triunfo sobre el pecado ahora, y para llevar una vida completamente consagrada a Dios. “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:11, 12). Por gracia somos justificados, y por esa misma gracia somos hechos “un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:14). Y por la permanencia del Espíritu de Dios somos conformados a la imagen de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable. (Continuará).