La justificación es gratuita, pero invita a la entrega voluntaria: un elevado precio en verdad

     La salvación se obtiene “sin dinero y sin precio” (Isa. 55:1). ¿Es cierto esto? ¿No cuesta acaso un elevado precio?

     He escuchado muchos sermones sobre la justificación, con el énfasis en que ésta es gratuita e incondicional. Somos “justificados gratuitamente” (Rom. 3:24). Y mi corazón responde a estas palabras con un ferviente ¡amén!

     También he notado algo más en algunos de esos sermones. En algún momento él predicador sentía que debía referirse, de una u otra manera, a la necesidad dé la entrega De modo quo la menciona, en una frase o dos. A veces casi apologéticamente, casi como si sintiera que, si bien habló acerca de manzanas, no tenía por qué mencionar las naranjas, aunque no estaba muy seguro de que éstas tuvieran su lugar en el contexto de los asuntos que trataba en ese punto.

     La duda es comprensible. La mayoría de nosotros sabe que la entrega tiene un lugar prominente en el cristianismo. Pero, si la salvación es gratuita, ¿no es contradictorio hablar acerca del precio que hay que pagar? Si la justificación y la salvación son gratuitas, ¿dónde queda el lugar de la entrega? ¿Dónde la necesidad de darnos libertad?

     Quizá aquí subyace la razón de por qué oímos tan poco en estos tiempos acerca de la entrega definitiva. La entrega es el imperativo olvidado.

     La palabra “entrega” no aparece en la versión Reina-Valera revisada. Sin embargo, el concepto se encuentra en toda la Escritura.

     Jesús hizo bien clara la demanda de la entrega voluntaria: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mat. 16:24). Jesús reiteró la naturaleza inequívoca de este requerimiento en otras formas y palabras: En el encargo que hizo de comer su carne y beber su sangre (Juan 6), en su insistencia de que aquellos que quisieran ser sus discípulos debían tener la capacidad de cortar todos los lazos con que cualquier posesión los atara (Luc. 14:33), en su invitación a obedecer sin cuestionamientos sus requerimientos (Juan 15:14).

     El hecho de que sus seguidores le llamaran Señor indica que reconocían su autoridad y su completa sumisión a él (Hech.10:36; Rom.14:18; 1 Cor.8:6). Además, la idea de la obediencia, que Cristo requiere, siempre conlleva una connotación de entrega.

     Pablo y otros escritores del Nuevo Testamento usan términos que conllevan el pensamiento de entrega, sumisión. Hemos de someternos a Dios para llegar a ser siervos de la justicia de Dios (Rom.6:13,18, 22). La iglesia debe someterse a Cristo, del mismo modo como una esposa lo hace con su marido (Efe.5:24). Y los cristianos deberían “someterse” ellos mismos “a Dios” (Sant 4:7).

     Pero, ¿qué es la entrega?

Entrega: respuesta total

     La entrega es responder plenamente al amor de Dios que constriñe y convence. Es ir a él para que pueda sacudir toda nuestra resistencia interior a su voluntad, cambiar nuestras mentes, y recanalizar radicalmente nuestras actitudes, motivos y deseos. Es abandonar nuestros “derechos” egoístas y buscar continuamente el cumplimiento de su voluntad. Es una experiencia sobrenatural, posiblemente verificada solamente en la cruz. Es un reconocimiento de las demandas de Dios sobre cada faceta de nuestras vidas. Es un reconocimiento de su derecho a esperar que nos conformemos a su plan en todos los aspectos.

     Todo esto es bueno y aceptable. Pero dejemos que una confrontación interpersonal nos provoque a ira, venganza, o resentimiento: dejemos que alguien frustre nuestros deseos, cuestione nuestras opiniones, desafíe nuestros “derechos” o “nos derribe”; dejemos que alguien disminuya nuestra estima propia o censure nuestros apetitos. El resultado podría ser bastante diferente. No es sino hasta que somos prendidos en una situación que tiende a sacar lo peor de nosotros que somos golpeados por la abismal pecaminosidad de nuestra naturaleza, por el precio de la entrega que exige, y por nuestra propia tendencia a resistir la demanda. Quizá ésta puede ser una razón de por qué los predicadores no hablan acerca de la entrega con demasiada frecuencia. Tal predicación, después de todo, forzaría a los predicadores a examinar la profundidad de su propia entrega a Cristo.

     No todos le darían la bienvenida al concepto de la entrega. C. S. Lewis sabía esto. “A medida que el verdadero significado de las demandas cristianas se hace patente —escribe—, exige una entrega total; el absoluto abismo que existe entre la naturaleza y la supernaturaleza, hace que los hombres se ‘ofendan’ fácilmente. Aversión, terror, y finalmente odio, vienen en su estela: nadie que no le dé lo que pide (y lo pide todo) puede soportarlo: todos los que no están con ella, están contra ella”[1]

     Volvamos ahora al problema que tocamos al principio. La justificación es gratuita, pero invita a la entrega voluntaria: un elevado precio en verdad Ahora pensemos en el perdón. ¿Se requiere algo del pecador para que pueda obtener el perdón?

     Varios textos vienen a la mente. “Si se humillare mi pueblo… y oraren… y se convirtieren de sus malos caminos… yo perdonaré sus pecados” (2 Crón. 7:14). “Más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mat. 6:15). “Arrepentíos… para perdón de los pecados” (Hech. 2:38). “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Este perdón que conduce a la salvación demanda algo. Por supuesto, hay otra clase de perdón —perdón de actitud— que debemos ofrecer libremente, incondicionalmente (Efe. 4:32; Col. 3:13). Un ejemplo de esto es el perdón de Jesús hacia sus enemigos (Luc. 23:34), pero eso no afecta la salvación de ellos (Mar. 14:62-64; Apoc.1:7).

     Es evidente, entonces, que hay un precio que debemos pagar para recibir el perdón salvador de Dios —humildad, arrepentimiento, abandono de nuestros pecados, perdonar a otros, y así por el estilo—, lo mismo que en el caso de la justificación. El punto se destaca cuando observamos que Pablo “raramente usa el término ‘perdón’, sino que en su lugar prefiere ‘justificación’. Para su comprensión, ambos términos son sinónimos”.[2] Por ejemplo, en Romanos 4:6-8, Pablo habla de justificar a los impíos, luego para probar su aserto cita el Salmo 32:1-2, que habla de perdón.

      Elena G. de White escribe que “perdón y justificación son una misma cosa”[3] Siendo éste el caso, los requerimientos para la justificación son los mismos que para el perdón. Por tanto, debemos leer Romanos 3:24: “Perdonados gratuitamente por su gracia”. Sin embargo, si el perdón tiene su precio, la justificación también. Este es el arrepentimiento, acompañado de la entrega: abandono de los “derechos” y deseos egoístas. En otras palabras, muerte al yo, como dice Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál. 2:20).

     Dos parábolas de Jesús (Mat. 13:44-46) nos ayudan a comprender el significado de la naturaleza “gratuita” de la salvación. En la parábola del tesoro escondido, el que lo halló no pagó el valor correspondiente al tesoro. No tenía esa cantidad de dinero. De hecho, no pagó absolutamente nada por el tesoro. Simplemente pagó por la tierra donde estaba escondido, de modo que el tesoro le salió gratuito. Pero la compra del terreno le costó todos sus recursos.

     En cuanto a la parábola de la Perla de gran precio, Elena G. de White escribe: “La perla no es presentada como dádiva. El tratante la compró a cambio de todo lo que tenía. Muchos objetan el significado de esto, puesto que Cristo es presentado en la Escritura como un Don. Él es un Don, pero únicamente para aquellos que se entregan a él sin reservas, en alma, cuerpo y espíritu”[4] Lo mismo es cierto en cuanto a la salvación. Recibir a Cristo es recibir la justificación. ¿Cómo, entonces, debemos entender la declaración de Isaías “sin dinero y sin precio” y la de Pablo “justificados gratuitamente?” Isaías se refería a aquellos que buscaban satisfacción en las cosas materiales. “Usted no puede suplir sus necesidades con cosas”, decía Isaías. “Ni tampoco podrá jamás su dinero comprar lo que en realidad necesita su alma. Sólo Dios puede encargarse de eso. De modo que puede obtenerlo gratuitamente viniendo a Dios. No es posible lograrlo de ninguna otra manera”. Lo que significa venir a Dios es claro: “Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isa. 66:2).

     La declaración de Pablo está en el contexto de las obras de la ley. Escribe acerca de aquellos que sentían que podían ser justificados pagando el precio que requiere la ley. A este respecto él dice: “Nada de lo que usted pueda hacer le traerá la justificación. La única forma en que puede ser suya es aceptándola como don gratuito de Dios”. Insistir que la declaración de Pablo enseña que nada se requiere del pecador es pasar por alto otros aspectos vitales del Evangelio.

     Decir que la salvación es un don gratuito, y sin embargo demanda la total entrega de nuestra parte, no es una contradicción. La mentalidad judía del primer siglo de Pablo no tenía problemas para comprenderlo, como William Ramsay hace notar en The Teaching of St. Paul in Terms of the Present Day, bajo la sección titulada, “La Promesa, don gratuito de Dios, y sin embargo, ganada por el hombre”.[5] Ramsay no sugiere que uno puede merecer la salvación, sino que uno debe responder en determinadas formas a los requerimientos de Dios a fin de poder recibir sus dones.

     John Stott enfatiza este punto un poco más: “Jesús nunca disimuló el hecho de que su religión comprendía tanto una demanda como una oferta. En realidad, la demanda era tan total, como gratuita la oferta. Si bien él ofreció a los hombres su salvación, también les demandó su sumisión”.[6]

     Cristo, entonces, no nos justifica sobre la base de nuestra entrega, pero tampoco puede justificarnos hasta que nos rindamos. Algunos podrían insistir en que somos justificados sin tener que pagar ningún precio, y que lo único que se nos requiere es tener fe. Razonar así, es malentender el cuadro en su amplitud. Hay un precio que debemos pagar por la justificación.

     Imagine que un fabricante decide dar gratuitamente algunos ejemplares de su costosa producción. Pero a fin de calificar, usted debe poseer un cupón que él distribuye gratuitamente. Supongamos que usted se hace acreedor a un regalo. ¿Diría que éste no era gratuito puesto que tuvo que entregar el cupón?

     Dios nos ha dado un “cupón” que debemos devolverle para que pueda darnos la justificación. Nos ha dado vida, razón, y voluntad. Dios dice: “Yo quiero justificarte, perdonarte, gratuitamente. Te daré la salvación gratuitamente, pero para mostrar tu sinceridad, y a fin de que mi salvación pueda transformarte, debes devolver el ‘cupón’, debes rendir tu voluntad, tu yo, a mí”.

     Ese es el verdadero significado de la justificación, que es gratuita y, sin embargo, demanda una entrega total. Predicar salvación sin hacerlo con la misma claridad acerca de la necesidad de la entrega propia a Jesús es predicar un Evangelio ineficaz y barato.


Referencias:

[1] C. S. Lewis, God in the Dock (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Pub. Co., 1972), pág. 223.

[2] W. C. Morrow, “Forgiveness”, en The International Standard Bible Encyclopedia, 5 tomos (Grand Rapids: Wm B. Eerdmans Pub. Co., 1982), 2:342.

[3] Comentario bíblico adventista del séptimo día, tomo 7 (Boise, Idaho: Pacific Press Pub. Assn., 1988), 6:1070.

[4] Elena G. de White, Palabras de vida del gran Maestro, pág. 88.

[5] William Ramsay, The Teachings of Paul in Terms of the Present Day (Grand Rapids: Baker Book House, 1979), págs. 86,87.

[6] John R. W. Stott, Basic Christianity (Grand Rapids: Wm B. Eerdmans Pub. Co., 1980), pág. 107.