Este sermón se predicó el 11 de abril de 1988 en la ciudad de Tremembé, Sao Paulo, rep. del Brasil, en la ceremonia mediante la cual se conmemoraron los ochenta años de vida del pastor Pedro Apolinario, profesor del Salt-IAE, que durante 55 años había estado sirviendo al Señor.

Celebramos hoy sus ochenta años de vida, profesor Apolinario. ¡Felicitaciones, y que Dios lo bendiga ricamente! El número ochenta no aparece con frecuencia en la Biblia. Hay unas once referencias que no llaman mucho la atención, excepto la del Salmo 90, que, justamente, habla acerca de los ochenta años de edad.

En todo el Texto Sagrado se mencionan sólo dos personas que alcanzaron esa edad. Una de ellas es Barzilai, que salió al encuentro de David cuando éste regresaba al trono después de la rebelión de Absalón (2 Sam. 19:32). Pero el anciano sólo se refirió a las dificultades de su edad avanzada, de manera que no nos demoraremos en él.

El otro ejemplo, en cambio, es una evidencia de que Dios se puede valer de un anciano y, cuando lo hace, se producen extraordinarios milagros. Basta recordar el acontecimiento más importante del Antiguo Testamento, el éxodo, tan grandioso que llegó a ser un tipo del Calvario. Este evento ocurrió con la participación activa de un anciano de ochenta años (Exo. 7:7). Me refiero a Moisés, el mayor legislador que el mundo haya conocido

Él escribió los cinco primeros libros de la Biblia y nos dejó uno de los salmos más importantes, el 90. En el versículo 10 afirma que los ochenta años se alcanzan como resultado del vigor, de manera que, profesor Apolinario, usted pertenece a la clase de los privilegiados, de los que tienen salud y energía. Más que eso, Moisés es un ejemplo de que una vida recién puede estar comenzando a los ochenta años.

Hermoso y famoso

La Biblia nos dice que Moisés era hermoso y famoso (Éxo. 2:2; 11:3). Bien, profesor, en cuanto a que usted es hermoso, creo que la Sra. Vanda Apolinario siempre lo creyó así, ya que llegó a ser su esposa. Con respecto a su fama, no nos cabe dudas de que, como consecuencia del ministerio docente que usted ha desarrollado hasta ahora, principalmente en el área de la Teología y por los libros que ha escrito, no son pocos los que lo conocen y lo admiran.

Conocemos la historia del nacimiento de Moisés y de cómo su madre lo escondió por tres meses; pero si alguien es hermoso y está destinado a ser famoso, no se puede quedar en el anonimato por mucho tiempo. Adoptado por la princesa egipcia Hatshepsut, la hija del faraón Tutmosis I, Moisés fue devuelto a su propia madre para que lo criara. Pero, en lugar de criarlo para la princesa egipcia, la madre lo crió para Dios y para el cumplimiento de su importante misión.

No le faltó a Moisés la oportunidad de convertirse en un gran faraón. Educado en el más famoso centro de cultura de la época, según Filón, habría llegado a ser experto en matemáticas, geometría, poesía, música, filosofía y astronomía. Según Eupolemus, habría inventado los alfabetos fenicio y griego. Josefo afirma que, notablemente sabio y poseedor de una envidiable complexión física, Moisés se destacó en su entrenamiento militar, y habría llegado a ser el comandante en jefe del ejército egipcio y conducido victoriosamente una expedición militar contra los etíopes.

Pero su interés estaba concentrado en Israel, ya que era su propio pueblo. No podía ser feliz mientras lo viera esclavizado. Por grandes que fueran las glorias mundanas que estaban a sus pies y a su disposición, su gran ideal de servir a Dios jamás se eclipsó. De modo que el hecho de que Moisés haya sido hermoso y famoso no se debe entender sólo en términos de apariencia física y preeminencia social, sino en términos de pujanza espiritual; no era sólo el fruto de las hazañas mundanas, aunque fueran sensacionales, sino el resultado incontestable de la disposición humana unida al brazo de la Omnipotencia para el cumplimiento de su obra.

Es fantástica la visión trascendente que impulsó a Moisés a cumplir su tarea. A los 40 años, una sencilla intuición, lo suficientemente fuerte sin embargo como para “tener puesta la mirada en el galardón” y rehusar ser llamado “hijo de la hija de faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (Heb. 11:26, 24, 25).

Pero sólo una intuición era poco para Moisés; lo que él necesitaba era una visión. De modo que tuvo que salir de Egipto y huir hacia el desierto donde, por más de cuarenta años, Dios fue su Maestro.

La misión y el descanso

Recién a los ochenta años Moisés tuvo la visión necesaria como para iniciar la gran misión de su vida, la visión de la gracia: Dios se manifestó en una humilde zarza que ardía para revelarle su gran propósito: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha” (Éxo. 3:7, 8). Pero lo que Dios hizo por Israel en esa oportunidad es, esencialmente, lo que hace por nosotros ahora para rescatamos del pecado.

Moisés volvió a Egipto y, después de todas las maravillas que ocurrieron allí, sacó al pueblo y lo condujo a la Tierra Prometida. De modo que el mismo Moisés que en el Salmo 90 nos dice que a los ochenta años todo lo que puede esperar el hombre de la vida es cansancio y malestar, inició exactamente a esa edad un ministerio que, por el poder de Dios, se extendería por otros cuarenta años llenos de señales y prodigios.

¡Ochenta años! ¡Qué edad singular para permitir que Dios demuestre que su poder se perfecciona en la debilidad (2 Cor. 12:9)! Por eso Pablo dijo: “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (vers. 10).

Pues bien, cuando pasaron los cuarenta años de su ministerio y llegó el momento cuando el gran libertador debía descansar, Dios le dio una visión amplia y culminante. ¿Cómo pudo ese anciano de ciento veinte años subir solo hasta la cumbre del monte Nebo? Hay una sola explicación: el poder de Dios, que se perfecciona en la debilidad. ¡Qué energía la de Moisés! Jamás le temblaron las piernas, jamás vacilaron sus pies ni su vista se nubló; todo lo contrario.

Desde la cumbre del Pisga, Dios le mostró la Tierra Prometida (Deut. 34:1-3); y más que eso, los acontecimientos que sobrevendrían: el Calvario, el desarrollo del gran conflicto, el regreso de Jesús y, finalmente, la tierra renovada, restaurada, sin la presencia del pecado, el hogar eterno que el Señor está preparando para los que lo aman. Si a los ochenta años Moisés tuvo la visión de la gracia, la visión de la liberación, con la que comenzó su ministerio, a los ciento veinte años tuvo la visión de la posesión de Canaán, la visión de la salvación, la visión de la consumación final, la visión del reino eterno, la visión de la gloria, y con ella le puso fin a su ministerio.

Deuteronomio 34:10 afirma que “nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés” Evidentemente, cuando se escribieron esas palabras Jesús todavía no había nacido, pues él era el profeta semejante a Moisés que habría de venir. Pero el carácter singular de Moisés como profeta no se dio tanto por la obra que realizó, sino por la visión que tuvo. O, tal vez, deberíamos decir que él llevó a cabo una obra grandiosa para Dios como resultado de la visión que marcó su ministerio. El texto nos dice que el Señor hablaba con Moisés cara a cara. El legislador y su ministerio se nutrieron hasta el mismo fin de la visión de Dios y de sus propósitos.

Obediencia y visión

Profesor Apolinario: usted ha llegado a los ochenta años de una vida fructífera y consagrada a Dios. No sé cómo fue el comienzo de su ministerio, pero estoy seguro de que escogió el rumbo que lo siguió motivando desde el principio, en 1944, para una intuición del llamado de Dios, intuición que después se transformó en una visión de gracia, de cuánto significa Jesús para usted y de que la mejor respuesta al amor de Dios es una vida dedicada al bien de su obra.

Y ya que las visiones no son sólo para contemplarlas, sé que la que a usted lo acompañó fue la visión de la gracia, que lo impulsó, además, a través de estos largos 55 años para trabajar en favor de la iglesia. Sin duda, todas las veces que usted escaló el Pisga de la meditación y el estudio de la Palabra, de la oración y la comunión con Dios, vio los planes y los propósitos divinos que lo llevaron a la acción. Por eso, hoy puede decir con Pablo: “No fui rebelde a la visión celestial” (Hech. 26:19).

Una vez más le deseo que el Señor lo bendiga y fructifique sus labores, porque sé que, aunque está jubilado, sigue en franca actividad. ¡Qué ejemplo y qué inspiración para todos nosotros! Por mí mismo, y por tantos otros obreros que, como yo, le debemos mucho por la formación ministerial que nos brindó… ¡muchas gracias y que Dios lo recompense!

Tengo un solo pedido que hacerle, profesor: siga contemplando las visiones de Dios. Hemos llegado al fin del siglo XX, indudablemente al tiempo de la lluvia tardía y del fin de todas las cosas. Las palabras de Joel 2:28 vuelven a nosotros con un significado y una fuerza totales: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones”.

Más que nunca deseamos que Dios lo mantenga con mucha salud, y con la visión del que está por volver. Y que en el glorioso día de la aurora eterna el Señor lo corone con el galardón de los luchadores y victoriosos en Cristo Jesús.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Director del programa doctoral y profesor del Seminario Adventista Latinoamericano de Teología, en Ingeniero Coelho, São Paulo, Rep. del Brasil.